He regresado al comienzo. Hace un calor sordo y quieto de las dos de la tarde y me veo sentada en el banquito de madera que había sido pintado de blanco para que hiciera juego con la pared del frente de la casa. Mis pies no tocan aún el suelo y mis manos se debaten la mejor forma de agarrar un mango, mientras lo devoro metódicamente, hasta llegar al centro, a la pepa y dejarla blanquita. Al terminar, paso mis manos pintadas del jugo amarillo, viscoso, y dulce por mi camiseta, dejando un tachón indeleble con la forma de mis dedos. Los dos árboles de mango que había traído mi abuelo hace años, crecían a sus anchas por el costado derecho de la casa, dándole sombra. Los barrotes de madera pintados en color rojo, que la sostenían, formaban un corredor en redondo. Dos de ellos le servían a mi abuelo para colgar una hamaca, el escondite no-tan-perfecto por el cual nos vencíamos, una y otra vez, mi hermano y yo, hasta no tener más remedio que inventarnos fórmulas para caber los dos a carcajadas.
Me veo meciéndome en la hamaca. Mis manos parecen un poco más grandes, malabarean y buscan encajar en las formas de las ramas de los palos de mango. Los rayos de un sol poniente iluminan algunos frutos que van creciendo, pesados, verdes y rojizos. Me esfuerzo por alcanzarlos, impulsada por el va y viene de la hamaca para subir, hasta salir volando y caer rendida entre los cientos de frutos regados por el suelo que forman una suerte de río, caudaloso y amarillo. Splash. Me sumerjo, saco mi cabeza y nado. Me lo quiero tomar todo. Sabe rico o, eso creo. Me habían enseñado que la forma más segura de nadar en un río es dejándose llevar en la dirección de la corriente, dejarse flotar con los pies flexionados y listos por si, en el camino río abajo, una piedra se encuentra en frente. De esta manera, son los pies y no la cabeza los que la recibirían.
Ahora parezco un poco más larga y grande y puedo extender mis piernas y mis brazos más allá de lo que sabía posible. Mi cuerpo, cubierto por el agua, flota y puedo ver la punta de los pies asomarse, apuntando hacia arriba. Pero ya no veo mangos, ni árboles, ni la casita blanca. Y el río amarillo y dulzón se ha tornado cobrizo, rápido y un poco tosco –impredecible. Me doy cuenta de que no me gusta sumergirme por largos ratos en el agua. Que prefiero sentir los pies en algún suelo, que perecer entre corrientes cambiantes… y cuerpos que bajan por ríos tumultuosos. ¿Dónde está la orilla? me pregunto, ¿cuándo pisaré algo cierto, tierra firme?
Estoy mirando ahora un cielo blanco de nubes. No logro percibir si sigo flotando en el agua, o si estoy entre o sobre otras nubes, o si mi cuerpo se encuentra boca arriba sobre algún suelo. Debe ser leve, porque no lo siento. Solo sé que estoy viendo y estoy respirando y estoy esperando. Me siento parpadear, mientras observo la textura rugosa del techo del cuarto. Me levanto, me pongo mis sandalias para bajar por el periódico de hoy que no llegará. Un día más, el número 13 de la cuarentena.
Angela María Ocampo, politóloga de profesión, socióloga en devenir. Tomo el respeto y la defensa del ambiente (humano y no humano) como brújula. Siembro y planto, bailo y leo para conectarme con otros y conmigo misma. Escribo de tanto en tanto para conocerme.
Ejercicio de escritura del Taller: de diarios íntimos y otros vicios. Dirigido por Angélica González (Bogotá)
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