Judit Gutiérrez
(Lanús, 1976)
Ella Amasa
(Unipersonal)
Obra estrenada el 20 de diciembre de 2020 en “La Casa del Bicentenario”
Villa Gral. Belgrano, Córdoba.
Grupo Marchanta Teatro Director: Emilio Firpo
Actriz: Marina Dousdebes
Escenografía y vestuario: Belén Arcuri
Personaje:
Ella (Mujer de edad madura, con delantal de cocina)
El acólito
(De Denise Levertov)
La gran cocina está casi a oscuras.
A través del plano de la luz constante, difusa,
las ollas de cobre en la pared y el geranio en la ventana
alimentan fogatas diferentes.
La hierba cuelga su musgo negro de las vigas.
Sobre la mesa, con manos enharinadas
y los pies bien plantados en las baldosas, amasa
una mujer. Sopesa las futuras hogazas
levadura y harina, agua y sal,
van a encontrarse en el gran bowl.
No es
en el pan que hornea, enfría y corta
en lo que piensa, sino
en el modo en que la masa sube y cobra vida propia.
No es en el horno en lo que piensa
sino en el modo en que ese olor ácido se transforma
en fragancia.
Quiere poner
una rosa de plata o una campana de diamantes
en cada pan;
quiere
hornear dentro de una hogaza una maldición
y en otra, las palabras que rompen
los hechizos y transforman a los héroes en ellos mismos;
ella quiere hacer pan
que sea más que pan.
La vigilia
(De Denise Levertov)
Cuando los ratones se despiertan
y salen a hacer su trabajo de buscar
la vida, las migas de la vida,
yo me siento en silencio en el cuarto de atrás
intentando calmar mi mente de su parloteo,
rumores y sucesos, y encontrar
vida, migas de vida, para nutrirla
hasta que, replegado en la quietud,
desde el santuario del desorden
el dios animal habla Ay,
pobres ratones— No dejé
nada para ellos, ni pan,
ni grasa, ni un plato sin lavar.
Vayan por las paredes a otras cocinas;
acá hagamos silencio.
Voy a sentarme en vela
a esperar al Gato
que con lengua humana
profiere oráculos inhumanos
o con sus garras, abre delicadamente
las cajas chinas, cada una de las cuales
contiene el Mundo y su sombra.
Acto único
Primera parte
Luz de la mañana
Una mesa de madera pequeña. Sobre la mesa un tarro de harina, levadura, una botella de aceite, una botella con agua y un repasador rojo. Colgando, delante y detrás de la mesa, ollas, sartenes, espumaderas, cucharas de cobre. Un horno.
Ella permanece de pié, detrás de la mesa, con los puños apoyados y la vista fija, mirando al frente.
Ella: Una rata se mata con veneno o de un zapatazo. También se puede adoptar un gato. No es delito matar a una rata. Es un animal despreciable, no dejarías cerca de la cuna de tu hijo que una rata se paseara revolviendo la basura, buscando comida, buscando comerse la oreja de tu bebé (hace un sonido de tarascón) de un solo bocado.
Pausa. Sostiene la mirada a público.
Ella: ¿No la dejarías, verdad?
Sonidos ambiente de platos y cubiertos, risas masculinas, una conversación lejana.
Ella: ¿No? ¿Y si estuvieras durmiendo? Inconsciente, tumbada por el trabajo del día, en tu cama, con la colcha hasta la nariz, roncando… ¿aún así podrías oír al asqueroso animal, babeando, acercarse hasta la cuna y destruirla?
Golpea la mesa con el puño cerrado. D esaparece el sonido ambiente.
Ella: Mañana se casa mi niña. Su hermano mayor lo autorizó. Pero yo ahora estoy despierta.
El sonido ambiente regresa, más apagado y se mantiene hasta que se diga lo contrario.
Ella hace una montaña de harina en medio de la mesa. Luego la ahueca con dos dedos, le agrega la levadura, el aceite, el agua; mezcla con ambas manos. Los movimientos son rítmicos, suaves y estudiados. Se toma todo su tiempo. Se va formando la masa.
Ella (canta): “Cinco lobitos tiene la loba
blancos y negros detrás de una escoba.
Cinco parió y cinco crió
y a todos los cinco tetita les dio” .
(Canción infantil popular Anónima)
Amasa hasta que la mezcla se vuelve elástica y se despega de sus manos.
Ella: Lo que las manos de una mujer son capaces de hacer. La manos de mi abuela eran pequeñas, dedos cortos y cuadrados, tenía unos surcos como un dibujo en la palma derecha, surcos que le habían hecho las llagas que se abrían con el arado y se cerraban con el pan de cada día. Amén (Se persigna) .
A mí, ese dibujo, me parecía un ojo, ella ponía su palma así y decía que el ojo aquel me miraba, que aquel ojo podía verme también cuando me encontraba lejos, que aquel ojo sabía cuando yo estaba en peligro… o eso pensaba yo. Ella ponía su palma así y yo tocaba aquel ojo con la yema de mi dedo índice, preguntaba una y otra vez cómo había llegado hasta allí y a veces era el arado y otras la maldición de una bruja. La harina, el aceite, el agua, la sal, ardían y curaban. La harina, el aceite, el agua, la sal, la harina, el aceite, el agua, la sal… lo que las manos de una mujer son capaces de hacer.
Coloca la masa debajo del repasador.
Ella: Pensaba que nada podía ocultarse a las manos de mi abuela. Pequeñas y pesadas. Nada podía ocultarse a su castigo, porque aquel ojo todo lo veía. Sabía cuando yo había robado una masa fina de la mesa de la señora y su mano me daba una tunda. Sabía cuando yo me había comido de a cachitos un fideo crudo, recién amasado y me daba una tunda. Sabía si yo había andado hurgando entre las cosas de la señora y me daba una tunda. Sabía cuando el abuelo se había empinado el botellón de vino entero… porque él le daba una tunda.
Hace una mueca que parece una sonrisa.
Ella: Ay, ay, ay (se limpia las manos en el delantal) ¡Las cosas que son capaces de hacer las manos de una mujer! Cuando yo nací, mi madre murió, murió sin que yo terminara de salir. Esas manos pequeñas, esos dedos cortos y fuertes tomaron mi cabeza y tiraron, tiraron, tiraron fuerte hasta sacarme. Se le había ido una, pero no las dos. Ella siempre repetía eso, mientras la leche se calentaba en la hornalla, mientras la nata se formaba, mientras la sacaba del cacharro con la punta de la cuchara de madera, mientras lamía la nata y volvía revolver la leche. Se le había ido una, pero no las dos (Acaricia el bollo de masa, sin quitar el repasador). A una el ojo no la había seguido a todas partes. Una se le había perdido de vista entre la noche y la mañana, y recién había vuelto a aparecer cuando el bollo de masa ya había levado lo suficiente.
Destapa la masa.
Ella: Mi abuela aprendió como aprendemos las mujeres: haciendo.
Comienza a amasar, a quitar el aire.
Ella: Y cuando una mujer hace se equivoca. Pero cuando no hace nada, se equivoca más. Por eso a mí no me dejó de mirar… hasta que estuve casada… como Dios manda.
Golpea el bollo de masa sobre la mesa.
Ella: Porque, como ella decía, ahora es el ojo del marido el que vigila.
Pausa. Sostiene la mirada al frente.
Ella: Si una rata se acercara sigilosamente al borde de tu cama, mientras estás dormida, si te mordiera un dedo, un dedo desnudo que se te ha escapado por debajo de la colcha (muestra el dedo anular), si se lo comiera de (hace el sonido de un tarascón) u n solo bocado ¿sería tu culpa? (observa la alianza) Te comieron el dedo y te dieron a cambio una alianza de oro. ¡Ah! ¡Sí! Ahora te falta un dedo y quitar el anillo no te lo devolverá. Mejor conservarlo. “¡Es bello!” decía mi abuela. “Tu abuelo me dió uno de lata dorada ¡Este es de oro! ¡Y es tuyo! Nadie puede quitártelo, porque te lo han dado ante Dios”. (Divide la masa en dos) ¡Las cosas que pueden hacer las manos de las mujeres! (Amasa cada bollo por separado) ¿Qué otras cosas no podrán quitarme porque me las han dado frente a Dios? ¿Qué cosas Dios está mirando y cuáles no? “Dios nos dió a las mujeres el dolor” decía la matrona en cada parto “Por haber pecado”. ¡ Yo digo que debemos haber pecado nosotras solas! ¡Y mucho!.
Hace una mueca que parece una sonrisa.
Ella (canta): Cinco lobitos tiene la loba
blancos y negros detrás de una escoba.
Cinco parió y cinco crió
y a todos los cinco tetita les dio .
Vuelve a dividir en dos la masa.
Ella: Hace muchos años, por diez días, vino un circo al pueblo. No tenían muchos animales, un caballo y un perro viejo que hacía piruetas. La carpa estaba rota y sucia, había que sentarse sobre unos tablones flojos que ponían como gradas, pero luego de la primera función, todos los hombres del pueblo quisieron ir a ver una y otra vez el número atracción: el domador y su mujer.
Toma los dos primeros bollos. Los divide y les da forma de hogazas. Coloca los panes en una asadera.
Ella: Todas las tardes, los hombres arrastraban a sus mujeres al circo para ver el espectáculo. Algunas realmente lo disfrutaban y otras solo hacíamos lo que las mujeres hacemos por deber: acompañar.
Luego de que un payaso flaco se paseara con los pantalones bajos sobre el caballo y que una vieja hiciera cruzar por un aro al perro, que no siempre deseaba comerse la salchicha al final, los hombres del pueblo comenzaban a vocear y a dar palmas pidiendo el numerito principal.
(Canción infantil popular Anónima)
Mete los dos bollos de pan en el horno.
Ella: Entonces aparecían ellos, él vestido con un traje desteñido y una galera, se presentaba como el “Maestro domador”. (Adopta la pose del presentador e imita su voz) ¡Señoras y señores! Presentamos esta noche y por quinta vez consecutiva, el más asombroso número de nuestro mundialmente afamado “Gran circo Majestic”: La domada.
Saca un látigo, lo agita y lo golpea contra el suelo. Suena música de circo.
Ella: Entraba “La domada”, flaca, con muy poca ropa encima, mostrando los dientes, con las manos atadas con una soga. Los hombres del pueblo aplaudían como morsas, silbaban y decían cosas horribles, mientras se les llenaba la boca de saliva y la frente de sudor. Se veían encima de ella, todos, empujándose unos a otros, empujándose para entrarle a la domada en grupo, como perros, hasta que el látigo del “Maestro domador” sonaba fuerte sobre el piso de tierra y entonces todos se sentaban a ver el “espectáculo”, como buenos cristianos que eran.
Golpéa el látigo.
Ella: A fuerza de látigo el esposo, primero le soltaba las manos y luego lograba que la fiera se subiera a un banquito. A cada golpe ella respondía con una pose de equilibrista, que era aplaudida o silbada o reclamada por las carcajadas sin dientes una y otra vez. Sobre un pié, sobre una mano, de cabeza… (tira el látigo) Se hubieran quedado un mes en el pueblo de no ser por lo que pasó esa noche…
Hace una pausa.
Cesa la música de circo. Vuelve a la masa.
Ella: Esa noche había algo distinto en el aire. Las mujeres lo olíamos. Los hombres no, los hombres estaban más hambrientos, más transpirados, más babeados. Como siempre pasaron el payaso viejo y el perro enfermo a dar su numerito y luego apareció el “Maestro domador” seguido por su mujer semidesnuda. Los gritos eran aullidos. Los hombres golpeaban las tablas flojas como si fueran un tambor, el látigo del domador sonó fuerte una vez y desde el público sonó un tiro. El domador cayó al piso, muerto y su mujer, atada todavía, se tiró encima de él llorando a los gritos. Pasó la muerte y se hizo el silencio. El público se abrió, hizo una grieta, como hacen en la tierra los temblores y el arma de fuego quedó a la vista…
Breve pausa.
Ella: Había sido Tomasa. Sostenía, con ambas manos, la pistola de Juan, su marido y estaba con la cara desfigurada por los golpes que él le había vuelto a dar esa mañana, después del décimo vaso de tinto. Parecía una estatua del cementerio. Se la llevó el policía para que no la linchen los del pueblo, ahí mismo… y esa noche se terminó el circo.
Tomasa se equivocó… mató a la rata de otra…
Levanta el bollo de masa con ambas manos, como el sacerdote en la misa.
Ella: Y cuando una mujer hace se equivoca. Pero cuando no hace nada, se equivoca más.
Divide el bollo en dos.
Ella: No se resistió. Sigue presa. Entre las mujeres se dice que está mejor ahora. Juan no la visita, los hijos tampoco… así son los hijos varones. Las mujeres se quedan, acompañan, cuidan. Los varones se van lejos y una piensa que es mejor así. Son hombres. No sirven de mucho en la casa, no hacen más que comer y tomar, tomar y comer y deshacer la cama.
Amasa cada bollo.
Ella: Cuando me casé lo hice de blanco, porque podía.
Él era muy hablador, fanfarrón. No mejoró con los años. Si se cruzaba con uno más inteligente en seguida dejaban de tomarlo en serio. Pero a los zonzos los tenía a todos embobados. Si te quería sacar algo, entonces eras el mejor. Así cayó mi abuela, porque él le endulzó el oído y la vieja que nunca había sido inocente, se comió el cuento y dió su permiso. Yo creo que se casó conmigo porque se cansó de insistir con la cama y no tuvo otra chance que pasar antes por la iglesia. “Vos complacelo en todo” dijo mi abuela cuando nos íbamos de la fiesta. No me voy a olvidar esa noche mientras viva, y a lo mejor tampoco cuando esté muerta. Él sacó la sábana y la colgó en el balcón, para que la vieran sus amigos y se fue de juerga. Después fueron cuatro noches más, las puedo contar con una mano, como a mis hijos: cuatro machos y una hembra, la menor…mi niña.
Cambio de luz. El sonido ambiente desaparece.
Ella: ¡Tan chiquita y frágil que era! Tan suave para prenderse a la teta. “Esta no pasa el invierno”, decía el padre “salió flojita como vos”. “No le pongas tanto esfuerzo, es como gastar pólvora en chimangos”. “¿De qué nos sirve una hembra?. Soltala en la cuna de una vez y alimentame bien a los machitos que tenemos que talar todo el monte”. “Otra vaga en la cocina”. “Otra buena para los golpes”. “Más vale que la cases virgen, a ver si nos dan algo a cambio que valga la pena”.
Todo el día se lo pasaba en la cocina la chiquita, pegada a mi falda, a veces debajo. A los dos años ya amasaba el pan trepada a un banquito. Aprendía muy rápido todo lo que le enseñaba, entonces un día, que los hombres estaban en el monte se me ocurrió enseñarle también las letras y los números. Le dije que era nuestro primer secreto… entre mujeres. Eso también lo entendió.
Vuelve a escucharse el sonido ambiente de platos y cubiertos, risas masculinas, una conversación animada, sillas que se mueven.
Ella: Yo, a las letras, las aprendí a escondidas de mi abuela, en la casa de la prostituta del pueblo. ¡La tunda que me dió la vieja cuando se enteró! Yo le dije después que me había olvidado todo, pero le mentí. No se si me pegó más por las letras o porque yo estuve un año espiando a la puta por la ventana. Supongo que pensó que si me había olvidado de las letras me había olvidado también de todo lo demás. Así fue también como me enteré que el cura del pueblo no guardaba el secreto de confesión y dejé de creer en Dios.
Abre el horno para ver los dos primeros panes
Ella: Todos los domingos, a la hora de la siesta, mi abuela me hacía ir a la casa parroquial y dejarle al cura una torta o masas para acompañar la merienda. Las calles del pueblo estaban desiertas. A esa hora de la tarde los pájaros caen muertos y el sol te quema los sesos y te los reseca, hay que quedarse bajo techo o a la sombra de un árbol (gira la asadera y cierra la puerta del horno). Yo hacía despacio las dos cuadras, con la merienda de Dios en la mano, tratando de buscar la sombra. Golpeaba, salía el cura, me daba las gracias, una bendición que yo pensaba me iba a salvar para la eternidad y me volvía corriendo a hacer la siesta a la sombra de una higuera en mi patio, a soñar con los ángeles, el demonio y el infierno repleto de pecadores consumiéndose en la hoguera.
Hasta esa tarde. Me volvía corriendo y siento un golpe en la cabeza. Me detengo. Me paso la mano por el pelo y encuentro un pichón medio muerto, medio reventado. No sabía qué hacer con eso, ni qué quería decir que me hubiera golpeado un pájaro en la cabeza. Pensé que Dios me estaba castigando por algo y con el pichón todavía en la mano empecé a caminar de vuelta para la casa parroquial. Cuando estaba llegando a la esquina lo veo al cura que sale con la torta de mi abuela en la mano, apurado; y sin pensarlo mucho lo seguí. Iba para una parte del pueblo a la que no me dejaban bajar nunca. Ahí estaban entonces el teatro, que se quemó al año siguiente y la casa de Alcira, la puta del pueblo.
Él corrió los últimos cincuenta metros, que eran en bajada, yo corrí detrás. Lo ví meterse en otra casa, abandonada y saltar un pared. Alcira lo esperaba por la puerta de atrás, me colgué del muro y apenas asomada lo ví entrar rápido y cerrar la puerta. Yo había visto a esa mujer alguna vez en el mercado y sabía que mi abuela la evitaba.
Ya sabía que los hombres la miraban mucho y que andaba sola a todas horas y sin marido, por el pueblo. No sabía entonces nada más. Así que también, sin pensarlo mucho, igual que el representante de Dios en la tierra, salté el tapial y me puse a espiarlos por una ventana. Así lo hice durante un año. Siempre hacían lo mismo, así que, dos o tres domingos después, ya me pasaba los primeros diez minutos cazando mamboretás con una ramita y después me asomaba despacio. Empezaba a mirar cuando ya se habían lavado y mientras ella se comía lo que mi abuela había cocinado para ganarse el cielo, él le dibujaba las letras en una pizarra que colgaba de la pared, detrás de la mesa y le decía: esta es la “A” de Alcira y le escribía todo el nombre. Yo lo repetía con la ramita, sobre la tierra y después lo borraba con el pié, para que no me descubrieran. Y no lo hicieron. Acomoda los dos bollos nuevos en una asadera.
Ella: Yo me confesé. Se había muerto en el pueblo una niña de mi edad. Mi abuela lo explicó como “la voluntad de Dios” y pensé que si Dios la había matado sería por algo malo que había hecho. Entonces me asusté, no quería morirme.
Tapa la asadera con el repasador rojo.
Ella: “¡Aprendí las letras padre! Las que usted enseña en la casa de su amiga los domingos a la tarde”. Lo confesé antes de tomar la hostia, al domingo siguiente.
Hace una mueca que parece un risa.
Ella: ¡Todavía me acuerdo la cara del cura cuando salimos del confesionario! Cuando terminó la misa la llamó aparte a mi abuela. Volví a casa de una oreja, castigada por un mes. Le dijo lo de las letras, pero en lo demás le habrá mentido porque seguimos yendo a misa y mi abuela siguió haciendo la merienda para el cura. Lo único que… se la llevaba ella misma.
Hace un hueco en los panes.
Ella: “No es cosa de mujeres lo que hiciste”. “Basta de letras y de bobadas, a lo tuyo”. “Dios te va a castigar, vas a ir al infierno”. Y Dios que todo lo ve me castigó y a mi abuela le dió todo lo que deseaba. Así es como se que Dios no existe. (Se adelanta, a público) Si Dios existiera las ratas estarían todas muertas, sin necesidad de andar matandolas.
Se dirige al horno. Saca los panes. Hay olor a pan recién hecho.
Cesa el sonido ambiente.
Apagón.
Segunda parte
Luz del atardecer. La escena se adelanta. El piso está cubierto de harina.
Sobre la mesa la asadera con los bollos y el repasador rojo.
Ella permanece de pié, detrás de la mesa, con los puños apoyados a los lados de la asadera. Observa los bollos.
Ella: Lo que las manos de una mujer pueden hacer. A los dos años mi hija ya podía amasar los panes. Entre sus manos los bollos estaban vivos, los golpeaba, los pellizcaba, los acariciaba. Pasaban de ser una bola enorme a un interminable gusano que llegaba hasta el piso. Con los restos de masa dibujábamos letras y números, escribíamos los nombres de todas las cosas porque todas las cosas podían nacer de nuestras manos.
Siempre eran más ricos sus bollos. Yo había tomado por costumbre separarlos de los míos. Los cocinaba aparte y los ubicaba en paneras diferentes. Los de ella, su padre, siempre los comía primero. Probaba de los dos y terminaba devorando de su panera. De a poco se lo fui haciendo más fácil. A los de ella les dábamos diferente forma que a los míos y los cocinaba al final de la tarde para que estuvieran tibios al momento de comerlos. Cuando los ponía en la mesa, siempre aclaraba cuáles eran los de mi chiquita. Yo quería que él reconociera su talento, quería que dijera en voz alta las maravillas que aquellas manos suaves y pequeñas podían hacer. Me daba satisfacción verlo devorar aquellos panes que yo le había enseñado a hacer, tanto como me hubiera gustado mostrarle la libreta negra en la que nuestra hija no dejaba de garabatear palabras y dibujos junto al fuego, mientras sus panes levaban y se doraban en el horno, despidiendo aquel aroma dulce y delicioso que sólo ella podía darles.
Hunde los dedos en los bollos, haciéndoles un hueco.
Ella: No se si fue de un día para el otro, o si fue… dejando de escribir… un poco… cada tarde. Un día, simplemente, noté que se quedó mirando por la ventana de la cocina. Miraba hacia el monte. No escribía, no dibujaba. Sus panes ya estaban en el horno. Cuando el padre llegó a la casa la sentí temblar. Serví los panes y volví a la cocina por el café. Él la llamó varias veces, hasta que se cansó y le pegó un grito. Recién ahí mi chiquita salió… temblando.
Se mete la mano en el corpiño.
Ella: “Nueve años y ya tan desarrollada” decía el padre y yo pensaba en las letras, los números, sus dibujos y en sus maravillosos panes. Él no.
Saca de su corpiño un frasco muy pequeño.
Ella: La hija de Amanda tuvo la primera regla a los diez años. Le bajó en misa ¡Cosas de Dios! Su madre y sus hermanas menores, se la llevaron para la casa, avergonzadas. Después le crecieron las tetas ¡enormes! andaba todo el día vendada para no provocar con su impudicia. A los once años quedó embarazada. Tuvo un machito y se murió desangrada en el parto. Le pasó lo mismo a la hermana que la seguía y a la otra. La última sobrevivió y un día, sin aviso, desapareció del pueblo con su vástago y no se supo nada más de ella.
Abre el frasquito. Se cubre la boca con el repasador rojo.
Ella: Nunca se habló del padre de los guachitos. Pero todas sabíamos, también Amanda. No es posible no saber.
Vuelca el contenido del frasquito en el hueco que ha hecho en los bollos de masa. Cierra el frasquito y vuelve a guardarlo en su corpiño.
Ella: A mi chiquita las tetas no le habían crecido todavía. Tenía las pantorrillas largas y firmes, la piel suave, como la de un bebé. Esa tarde me quedé espiando, detrás de la puerta de la cocina. En silencio. Las lágrimas me hacían ver todo borroso y casi no podía respirar por la nariz, pero aguante hasta el final, como cuando mi abuela le torció el pescuezo hasta matarla a la Blanca, mi gallina favorita. “No hay que encariñarse con las gallinas porque van todas a parar a la olla” decía la vieja. Mi marido pensaba lo mismo.
Cierra los bollos y vuelve a darles forma.
Ella: Cuando volvió a la cocina le lavé la cara, las manos, la boca. Le sequé las lágrimas con el trapo, la abracé en silencio. Cuando dejó de temblar le dije que este sería nuestro segundo secreto entre mujeres y lo entendió también.
Levanta cada bollo. Lo observa, corrige detalles.
Ella: En la misa ofrendamos a un Dios, que es hombre, nuestras almas y por su pureza pedimos a la Virgen María que interceda ante él, para que la acepte.
Mete los dos últimos bollos en el horno.
Ella: Mi marido se fue enfermando… de a poco. Un día era dolor en el estómago, al siguiente una tremenda cagadera.
Hace una mueca, como una sonrisa.
Ella: Era un hombre fuerte. Duró meses.
¡Hay que ver como cambian las cosas según el tamaño del animal!. Me acuerdo que hubo una época, después de las inundaciones, que el establo y el gallinero se nos llenaron de ratas. No se podía salir de la casa sin una escoba en la mano. Las muy roñosas trataban de meterse por cualquier hueco que encontraban libre. Una vez encontramos una gigante en la bolsa del pan. Mi abuela la mató de un zapatazo antes de ponerse a hacer las tostadas. Les pusimos trampas envenenadas y las muy turras se morían entre la noche y la mañana con una cucharadita de polvo. A la mañana siguiente las cargábamos con una carretilla, hacíamos una gran pila, las mojábamos con querosene y las prendíamos fuego. ¡Ardían como el mismo infierno! Llevamos ese olor a rata quemada durante meses en la ropa, mucho después de la última quema. A veces todavía puedo olerlo en mis manos (Huele) . Con esa misma medida, con la que mi abuela envenenaba los bollos del pan para matar a la plaga entre la noche y la mañana, un cuerpo de cien kilos dura meses.
Pausa. Observa los panes en el horno.
Ella: Un día le dolía el estómago, al siguiente tenía una tremenda cagadera. Después vinieron los vómitos, dolor de espalda, dolor en el pecho. Cada día trabajaba menos, dormía menos, hablaba menos. Sólo pasaba el pan, con un poco de agua. Su amorosa hija lo amasaba para él todos los días, religiosamente. Se le fueron hundiendo los ojos, se le oscureció la piel, se le fue cayendo el pelo, era un esqueleto débil que andaba de la cama a la mesa, de la mesa al inodoro.
Hace una mueca como una sonrisa
Ella: “¡Está como embrujado!” Decían sus parientes y trajeron primero a una bruja que le hizo unas curaciones con vapor e incienso que lo pusieron peor. Finalmente vino el cura y a la mañana siguiente lo enterramos con gran pompa.
Ella: Siempre viene el cura. Bendice los casamientos, bautiza a los críos, da la extremaunción a los muertos.
Pausa.
Ella: Desde entonces fuimos la viuda y la huérfana. Cuando se cumplió el primer aniversario de la muerte, las mujeres casadas del pueblo andaban intentando conseguirnos un hombre. También durante la inundación fue un consuelo, para mi abuela, saber que todas las casas del pueblo sufrían la misma carga y no éramos las únicas que debíamos soportar aquella tortura. La hubiera puesto furiosa enterarse de que alguna casa del pueblo andaba libre de invasores.
Tuve varias propuestas, solteros, viudos. Las rechacé todas. Todavía se habla mucho en el pueblo de la devoción que tengo por mi marido muerto.
Hace una mueca, como una sonrisa.
Ella: Cuando el cura me ofreció amasar y hornear las hostias de los domingos a cambio de un dinero que pudiera reemplazar, en parte, a los cien kilos de hombre que habíamos perdido, acepté sin pensarlo mucho. Fuimos la viuda y la huérfana de las hostias. ¡Las cosas que pueden hacer las manos de una mujer!
Baja los hombros y luego la cabeza. Observa el piso lleno de harina. Dibuja una letra con el pié.
Ella: Pero mi chiquita se casa, mañana.
Se sienta en el borde de la mesa, de espaldas al público, observando los panes en el horno.
El sonido ambiente se hace intenso: risas masculinas, aplausos. Voces de hombres.
Ella: Mañana. Su hermano mayor dio el permiso. Ese volvió a casa, dijo que no quería dejar a dos mujeres solas.
Voltea la cabeza. Mira a público.
Ella: Dos mujeres solas. Nunca deben quedarse dos mujeres solas. El cura estuvo de acuerdo. Es muy peligroso.
Me ofrecí a amasar personalmente los panes, la torta para el casamiento y las hostias. Mi chiquita me ayuda, como siempre. Mañana todo el pueblo va a comer nuestros manjares. Todos, menos nosotras.
Vuelve a mirar el horno.
Ella: No creo en Dios, dejé de creer hace mucho tiempo.
FIN