Eduardo Chirinos
(Lima 1960-2016)
Sobre un viejo poema de Li Po
Para escuchar hay que cerrar los ojos.
Basta un rodar de piedras, un viento
cómplice y algarabía infantil.
(Allí está Fernanda
con su bolsa de pescados. Lucía
saltando la acequia con Irene. Y María Paz
de la mano con Javier, el más chiquito).
Bajo un cielo recortado y brillante
(así lo veíamos entonces)
el río bajaba de la sierra
entre cañabravas y casitas de barro.
Para escuchar hay que cerrar los ojos.
Abajo están los abismales precipicios.
Es el reino de los Seis Dragones,
ellos sobrevuelan los diez mil torrentes
y nos miran bajar por el musgo de jade.
El polvoriento camino que conduce a casa.
Escrito en Missoula
Tres Piezas Para Piano
Para Antonio Cisneros, in memoriam
1
Toda huella es melancólica, trazos de violencia
o de dulzura sobre el marfil ya negro, ya blanco.
Las notas se apagan en un silencio matemático
y oscuro. No importa. El mundo depone por un
momento su maldad, su ominoso desconcierto.
Toda huella es melancólica, trazos de placer o
de dolor sobre cuerdas golpeadas sin miedo ni
soberbia. Golpes de marfil ya negro, ya blanco.
2
Ajeno a la música el ojo reparte colores en
un paisaje parecido al otoño. Una bandada
de pájaros sobrevuela alrededor. Su canto
se apaga en un silencio matemático y oscuro.
Atento a la música el oído cultiva geranios.
Los geranios buscan protección en el círculo,
así adquieren forma. Así definen su color.
3
Calmar el miedo empezando por la ropa. La
piel es vulnerable como el color en el otoño,
como el geranio que decide danzar fuera del
círculo. ¿Te animas a danzar fuera del círculo?
El ojo asiente. El oído se queda pensando, no
sabe qué decir.
Blanca Varela
(Lima, 1926 – 2009)
Canto villano
y de pronto la vida
en mi plato de pobre
un magro trozo de celeste cerdo
aquí en mi plato
observarme
observarte
o matar una mosca sin malicia
aniquilar la luz
o hacerla
hacerla
como quien abre los ojos y elige
un cielo rebosante
en el plato vacío
rubens cebollas lágrimas
más rubens más cebollas
más lágrimas
tantas historias
negros indigeribles milagros
y la estrella de oriente
emparedada
y el hueso del amor
tan roído y tan duro
brillando en otro plato
este hambre propio
existe
es la gana del alma
que es el cuerpo
es la rosa de grasa
que envejece
en su cielo de carne
mea culpa ojo turbio
mea culpa negro bocado
mea culpa divina náusea
no hay otro aquí
en este plato vacío
sino yo
devorando mis ojos
y los tuyos
Casa de cuervos
porque te alimenté con esta realidad
mal cocida
por tantas y tan pobres flores del mal
por este absurdo vuelo a ras de pantano
ego te absuelvo de mí
laberinto hijo mío
no es tuya la culpa
ni mía
pobre pequeño mío
del que hice este impecable retrato
forzando la oscuridad del día
párpados de miel
y la mejilla constelada
cerrada a cualquier roce
y la hermosísima distancia
de tu cuerpo
tu náusea es mía
la heredaste como heredan los peces
la asfixia
y el color de tus ojos
es también el color de mi ceguera
bajo el que sombras tejen
sombras y tentaciones
y es mía también la huella
de tu talón estrecho
de arcángel
apenas pasado en la entreabierta ventana
y nuestra
para siempre
la música extranjera
de los cielos batientes
ahora leoncillo
encarnación de mi amor
juegas con mis huesos
y te ocultas entre tu belleza
ciego sordo irredento
casi saciado y libre
con tu sangre que ya no deja lugar
para nada ni nadie
aquí me tienes como siempre
dispuesta a la sorpresa
de tus pasos
a todas las primaveras que inventas
y destruyes
a tenderme -nada infinita-
sobre el mundo
hierba ceniza peste fuego
a lo que quieras por una mirada tuya
que ilumine mis restos
porque así es este amor
que nada comprende
y nada puede
bebes el filtro y te duermes
en ese abismo lleno de ti
música que no ves
colores dichos
largamente explicados al silencio
mezclados como se mezclan los sueños
hasta ese torpe gris
que es despertar
en la gran palma de dios
calva vacía sin extremos
y allí te encuentras
sola y perdida en tu alma
sin más obstáculo que tu cuerpo
sin más puerta que tu cuerpo
así este amor
uno solo y el mismo
con tantos nombres
que a ninguno responde
y tú mirándome
como si no me conocieras
marchándote
como se va la luz del mundo
sin promesas
y otra vez este prado
este prado de negro fuego abandonado
otra vez esta casa vacía
que es mi cuerpo
a donde no has de volver
De Ejercicios materiales.
Robin Myers
(Nueva York, 1987 )
Poema de cumpleaños
El dolor vive en la atmósfera
como la electricidad. ¿Quién podría culparlo
por llegar primero? Algunos días,
en el metro, casi no puedo resistir
la tentación de rozar con los labios el cuello de cualquiera
que tenga enfrente: la frágil nuca de él, su lunar
tenebroso, los pelitos traslúcidos de ella. Tantas cosas
pueden pasarle al cuerpo. Ciática,
submarino, migrañas, balas
de goma, melanoma, manos cortadas puestas
con su par equivocado en bolsas de plástico y tiradas
a la parte de la autopista que en inglés llamamos “hombro”:
sé que la ligereza de la lista
es peligrosa, que el dolor que se inflige y el orgánico
no son lo mismo. Pero ambos son dolores.
Soy más religiosa de lo que pensaba,
o algo así. Espero mi turno. Le paso
las yemas de los dedos por la espalda a A. como
si ya estuviera lastimado; quiero saber
si tengo el bálsamo
que sé que esta vida va a reclamar. Hay huesos
que duelen para siempre, ojos borrados con ácido
nítrico, ingles que se desgarran en el parto,
una mujer que conocí en una clase de dactilografía de sexto grado
que murió tras subsistir a puro café negro
por más de lo que dura el ciclo vital de la cigarra periódica.
Mi fisioterapeuta me venda la rodilla con unos electrodos
que parecen prolijos nenúfares en miniatura. Me tiemblan los músculos.
Después usa una aguja, y se me escapa un grito
que nunca solté frente a nadie
que nunca hubiera estado dentro de mí. Perdón, dice en voz baja,
y sigue firme, Perdóname, lo siento.
¿Qué les pasa a las células humanas
que son miradas con amor? ¿Y a las que
miran? Una tarde
con A., en un cuarto en la costa, estábamos
en la cama con toda
nuestra piel casi quieta, una contra la otra,
casi resplandecientes, un par de horas antes de que el sol
se acordase de ardernos. Y nos miramos. Mira,
hinchazón por la gota. Mira, muñón de brazo. Mira, cicatriz de cesárea,
congelamiento, herida de arma blanca, y tú también, delicado esternón aún
intacto, miren la sangre invisible, sientan
su limpio golpeteo. Hoy cumplo treinta.
Éste es el regalo que le hago a mi cuerpo.
Éste es el regalo que le hago a mi cuerpo.
Chantal Maillard
(Bruselas, 1951)
Iniciación
Estoy creciendo de la nada.
Mis ojos tantean
la claridad difusa
mis manos
se posan y tantean
abro agujeros
mi cuerpo agujeros
en el cielo agujeros
tanteo las estrellas
agujeros que llueven
y es dolor
y el dolor penetra
mi cuerpo tantea
el dolor tal vez
el gozo
indaga
descubre el mí
mi boca dice
vuelvo sobre mí
misma y tanteo
¡es tanta la ceguera!
cierro los ojos
lo cierro todo
y de repente me abro
veo
veo lo que no hay
veo
estoy creciendo de la nada.
Mary Oliver
(Ohio, 1935-2019)
Gansos Salvajes
No tienes que ser buena.
No tienes que atravesar el desierto
de rodillas, arrepintiéndote.
Solo tienes que dejar que ese delicado animal
que es tu cuerpo ame lo que ama.
Cuéntame tu desesperación y te contaré la mía.
Mientras tanto, el mundo sigue.
Mientras tanto, el sol y los guijarros cristalinos
de la lluvia avanzan por los paisajes,
las praderas y los árboles frondosos, las montañas y los ríos.
Mientras tanto, los gansos salvajes, que vuelan alto
en el aire azul y puro,
vuelven nuevamente a casa.
Seas quien seas, por muy sola que te sientas
el mundo se ofrece a tu imaginación,
y te llama, como los gansos salvajes, chillando con excitación
anunciando una y otra vez
tu lugar en la familia de las cosas.
Piedad Bonnett
(Amalfi – Antioquia, 1951)
Perlas
Como el molusco
los poetas tenemos una belleza extraña,
que atrae y que repugna.
Nos gusta el fondo amargo de las aguas,
y en las profundidades vivimos, respiramos,
escondidos debajo de las conchas calcáreas
y a menudo aferrados a las piedras.
Cada tanto,
un elemento extraño nos invade,
se enquista en nuestra entraña
y comienza a crecer.
Una hermosa señal de que no estamos solos,
de que somos del mundo, para el mundo.
Amamos esa masa que crece en nuestros vientres,
que se hace dura y bella a expensas de lo blando.
La cerrazón asfixia, sin embargo.
Por eso nos abrimos y expulsamos
esas íntimas lágrimas,
casi siempre imperfectas.
Lo oscuro pare luz, y eso consuela.