Camilo Rodríguez
(Bogotá, 1987)
¿Sonidos de gol en medio de sonidos de disparos? ¿Dos bombarderos, uno con un balón al pie, y otro con una metralla en la mano, disparando al mismo tiempo? En Colombia el fútbol y la violencia siempre han tenido una relación claroscura, ambigua, tensionante y, posiblemente, este cuento de Camilo Rodríguez viaje de la literatura al testimonio: en este país goles son amores, pero también horrores.
13:13
¿Se acuerda del mundial pasado?, me pregunta Garzón mientras tira una carambola. La bola blanca toca las otras dos sin esfuerzo. Asiento. Colombia tenía el mejor equipo de la historia; James y Cuadrado al cien por cien, Jackson en su mejor nivel, Teófilo todavía no se había vuelto alcohólico. Hubiéramos sido campeones, pero Brasil nos asustó y ése árbitro hijueputa nos robó el gol de Yepes. Deja el taco en el suelo, piensa su tiro; las bolas están demasiado arrinconadas, es un golpe difícil.
Había invitado a Garzón a jugar una partida de billar porque me dijo que tenía algo importante que contarme. Llevo meses entrevistando a mis ex compañeros del Colegio Militar, hoy oficiales y suboficiales activos del Ejército, la Armada y la Fuerza Aérea. Garzón es uno de los pilotos de guerra más jóvenes del país. Con 24 años ya bombardeó casi todas las regiones y maneja los mejores aviones de combate que el erario público puede ofrecer.
En esas fechas hubo muchas operaciones. Los bandidos andaban distraídos y nosotros aprovechamos para hacer de todo: ataques, fumigaciones, allanamientos. Bien dice mi mamá que el fútbol es el opio del pueblo. Garzón falla, la bola blanca sale disparada y apenas roza la roja en su camino. Me preparo, embarro el casquillo de mi taco con un poco de tiza, la siento desmoronarse entre mis dedos y los tiñe de azul rey. Me asignaron una misión el 21 de junio de 2016 si mal no recuerdo. Lo que sí recuerdo es que ese día jugaba Colombia contra Grecia y los pilotos del escuadrón Beta nos emputamos. Lo único que queríamos, como todo el mundo, era tomar cerveza, ver el partido y escuchar las estupideces de los comentaristas deportivos en la radio. Mi carambola de dos bandas me deja el campo abierto para otras dos, muy sencillas.
Despegamos a las once de la mañana, una hora extraña para un operativo. Según mi comandante era algo simple, dizque “fumigar unos cultivos y hacer un reconocimiento aéreo”. Pero yo me las olía, eso no podía ser cierto porque el técnico de mi avión nunca me avisó sobre las cargas de glifosato y ese cucho nunca olvidaría un detalle así. Era un man enchapado a la antigua, metódico. Me tomo mi tiempo, simulo planear mi golpe, como si fuera difícil. Bluffeo de mal jugador, sobre todo para no alterar a Garzón, para que siga hablando. Llevábamos seis meses detrás de Güincho, un comandante de la sexta brigada del ELN, un hijueputa más escurridizo que una culebra montañera. Siempre que llegábamos al supuesto escondite el malparido ese ya no estaba. Una vez hasta soltamos unas bombas por si andaba metido en un túnel, pero lo único que logramos fue remover escombros y destrozar árboles. Desde ese día empezamos a sospechar que había un sapo en la unidad, una rata, como dicen los gringos. Antes de la cuarta carambola me equivoco en el efecto. Garzón deja escapar una sonrisa; mi seguidilla lo estaba poniendo nervioso. Apura un sorbo de ron y yo lo imito, decretando una leve pausa. Estábamos a punto de llegar al área de fumigación cuando el operador nos dijo que mi comandante ordenaba cambiar de rumbo y sobrevolar Caldono, un bosque lleno de caseríos en el Cauca donde las Bacrim y el ELN operan como Pedro por su casa. Después me enteré que para localizar al Güincho le habían pedido información a Sky, la única compañía de televisión que transmitía el mundial en esa zona. Los técnicos buscaron la señal de los decodificadores y solo encontraron dos. A esa misma hora otro avión de mi escuadrón volaba hacia el segundo decodificador. Garzón gesticula, me mira a los ojos, su gesto me intimida. De pronto agarra el taco y toma aire antes de tirar. Parece más concentrado.
Mientras volábamos hacia allá mi copiloto me dijo algo muy cierto: cuando hay un partido de fútbol cualquier colombiano, por más bandido que sea, quiere estar sentado frente al televisor. Lo difícil era confirmar en cuál de los dos lugares estaban los guerrilleros. Desde el avión era poco lo que podíamos ver a pesar de las cámaras. Los comandantes lo sabían y por eso habían asignado dos escuadrones de infantería para que se infiltraran por tierra y nos avisaran dónde bombardear. Garzón falla su cuarta carambola, le puso mucha fuerza. Se dirige al tablero y con el taco mueve las tres fichitas verdes en el marcador. Al verlo me doy cuenta de que perdí interés en el juego, pero simulo preparar mi taque. El otro problema fue que ese día no había ni una puta nube en el cielo. Si nos acercábamos se iban a dar cuenta, teníamos que actuar rápido. Esos cinco minutos de espera fueron eternos. Yo estaba cagado del miedo, sentado en el asiento de piloto, flotando a quince mil metros de altura. Si ese hijueputa se escapaba otra vez íbamos a tardar años en volver a encontrarlo. Con una mirada expectante lo conmino a terminar su monólogo. Hasta que al fin el operador nos confirmó que el Güincho estaba en nuestra posición y nos dio luz verde para disparar.
La cara de Garzón permanece en un umbral donde no es del todo perceptible, la luz amarillenta ilumina la mesa pero lo que está afuera de su radio se mantiene en penumbras. Sus facciones no han cambiado, es tan feo como en el Colegio. Recuerdo que le decían Crispeta porque tenía los pómulos muy salidos, la nariz hendida y unos bultos raros en la cabeza. Una cortina de humo blancuzco flota en el aire; el tendero ha encendido un cigarro.
Esa tarde en la base mi copiloto me buscó. Había hablado con los operadores de la misión y encontró un dato curioso. Las bombas llovieron sobre los bandidos cuando iban diez minutos del segundo tiempo. Me mostró una copia del reporte: decía que la hora H, o sea, la hora del impacto, fue las 13:13.
—La hora de la buena suerte.
—No es eso —respondió— Colombia ganaba 1-0 y necesitaba otro gol para pasar a octavos de final. A esa hora, exactamente las 13:13, Teófilo Gutiérrez hizo el gol.
La revelación de Garzón me sorprende, pero el silencio me incomoda.
—Ojalá lo hayan alcanzado a celebrar.
La Banca Fút-Bowl es un rincón en donde nos jugamos con dos de nuestras pasiones: el fútbol y la literatura; por tanto, es un espacio para ofrecer el mejor toque toque posible entre las palabras y el balón.