José Hidalgo Pallares
(Quito, 1980)
En este relato el escritor ecuatoriano nos plantea ese doble lado que, como balón, el fútbol siempre posee: la tragedia de unos es dichosa para los otros, y viceversa; mejor dicho, posiblemente el deporte rey lo es porque es tragicómico por naturaleza.
El ídolo
Lo más seguro es que la prensa y el público general lo terminen olvidando, como a todos (nosotros no, hasta que el último de nosotros muera, habrá alguien que lo recuerde). Pero también es posible que algún iluminado lo empiece a poner como ejemplo de paciencia y tenacidad, incluso de superación. Puede ser. Al fin y al cabo, nunca antes, en toda la historia del fútbol, y no me refiero sólo al fútbol nacional, debió haber un jugador tan puteado por la hinchada (la rival y, no pocas veces, la propia), tan mofado, tan vapuleado. Tanto, que llegaba a provocar lástima, sentimiento poco frecuente en un estadio, donde se puede sentir rabia, odio, euforia, desconsuelo, desesperación, pero lástima, rara vez, a menos que sea por uno mismo, por haber escogido el equipo equivocado.
No creo exagerar al decir que nosotros éramos los más hostiles, o para ser más preciso, los más hirientes. Burlarnos de él, ponerlo nervioso, incitarlo al error llegó a convertirse en un verdadero placer, una de las pocas alegrías que podíamos sentir siendo, como éramos, hinchas de un equipo de media tabla hacia abajo. Aquellas burlas eran nuestra manera de desahogarnos por
el modo en que los seguidores de los demás equipos (no todos, siempre había un equipito de provincia recién ascendido al que podíamos ver por encima del hombro) se burlaban de nosotros. Motivos no les faltaban: el Rumiñahui, nuestro querido “Aurinegro”, además de ser el equipo de menor convocatoria en el país, año tras año defraudaba nuestra renovada esperanza de conseguir
algo medianamente importante (aunque en los cánticos pedíamos dar la vuelta, nos hubiéramos dado por satisfechos si clasificábamos a algún torneo continental). Pero nosotros –mil, mil quinientos, dos mil a lo mucho– seguíamos ahí cada domingo, con nuestro bombo emparchado y nuestras banderas de un negro grisáceo y un amarillo ya pálido, saltando y alentando hasta quedar afónicos; y ese aliento incansable, esa inexplicable fidelidad eran, a la vez, nuestro principal motivo de orgullo (por no decir el único), nuestro mayor argumento frente a los hinchas de los equipos ganadores, a quienes nos gustaba llamar noveleros, porque sólo llenaban el estadio en los partidos decisivos. Y así también él, Edwin Arnulfo Guerra, domingo a domingo, recibía la no menos inexplicable confianza de su entrenador (a quien, según se rumoreaba, le soplaba la nuca) y saltaba a la cancha como titular, para recibir una oleada de insultos y mofas desde los graderíos y hacer que los pelos de los hinchas y los jugadores de su propio equipo se pusieran de punta cada vez que el balón rondaba su área.
Siendo francos, incluso en sus peores momentos, nadie se atrevía a decir que era un pésimo arquero, ni siquiera se lo podía definir como malo. De hecho, sus reflejos eran fuera de serie y varias veces salvó goles cantados. Su problema consistía en que cada tanto, mucho más a menudo de lo que se puede considerar tolerable para un arquero profesional, algo hacía circuito en su cabeza y se dejaba anotar (o él mismo se anotaba) unos goles que superaban por mucho lo meramente ridículo. De esas jugadas absurdas, también conocidas como “arnulfadas”, las que recuerdo con más claridad son dos: el gol de arco a arco que nuestro porterito le hizo una tarde lluviosa de finales de septiembre (esa fue la primera vez que el nombre de nuestro querido Rumiñahui apareció en noticieros deportivos internacionales) y aquel otro, jugando contra un equipo de Manabí, cuando un compañero le hizo un impreciso pase hacia atrás y él, por querer evitar el tiro de esquina, corrió tras el balón con tal torpeza o mala suerte que al pisarlo tropezó y se fue a estrellar de cabeza contra una valla de publicidad, “mientras el esférico hacía un recorrido caprichoso para luego traspasar, lentamente, la línea de sentencia”, como lo narró uno de nuestros floridos relatores de fútbol. Las escenas de ambos goles dieron la vuelta al mundo, ya sea en noticieros deportivos, programas cómicos o en el multitudinario YouTube, donde un usuario uruguayo, cuya selección se iba a enfrentar con la nuestra luego de pocos días, escribió: “POR FAVOR CONVOQUEN A ESTE ANIMAL PARA EL PARTIDO DEL DOMINGO!!!!”. Obviamente, el pedido del usuario uruguayo no fue atendido, pero el nombre de Guerra se hizo más famoso que el del arquero titular de la “Tricolor” y el de cualquier otro deportista ecuatoriano, incluido el doble medallista olímpico y tres veces campeón mundial, Jefferson Pérez.
Cuando el histórico director técnico de su equipo, luego de no haber cumplido el objetivo de clasificar a la Copa Libertadores, presentó su renuncia, todos dimos por hecho que la carrera de Guerra había llegado a su fin, que ningún otro entrenador le tendría la confianza o el afecto o lo que fuera, para incluirlo en su equipo. Irónicamente, si alguien lamentó esa situación (aunque el verbo lamentar tal vez resulte excesivo), fuimos nosotros, que, entre burla y burla, habíamos llegado a sentir una especie de gratitud hacia Guerra, por brindarnos esos buenos momentos que nuestros propios jugadores no nos sabían dar.
Esa especie de gratitud, sin embargo, no apaciguó nuestra indignada sorpresa cuando, faltando menos de un mes para el arranque del nuevo torneo, la dirigencia de nuestro equipo anunció, con bombos y platillos, la contratación de Guerra para las dos siguientes temporadas. “La Comisión de Fútbol del Club Atlético Rumiñahui”, decía el comunicado oficial, “tiene el agrado de informar a su fiel hinchada que se ha llegado a un acuerdo con el experimentado golero Edwin Arnulfo Guerra, cuya incorporación a las filas de nuestra gloriosa institución fue solicitada por el propio director técnico, profesor Gastón De Santis”. Lo de “experimentado”, al menos, no se podía discutir, pues por ese entonces Guerra bordeaba los 38 años. Aun así, la decisión no fue bien recibida por la fervorosa parcialidad rumiñahuense. El foro de la página oficial de nuestro equipo, generalmente utilizado para descargar las consabidas frustraciones del último fin de semana, subrayar los errores del director técnico en los cambios o en la alineación inicial o coordinar los viajes cuando el equipo jugaba fuera de Quito, nunca recibió semejante caudal de comentarios. Estos iban desde el atónito pero aún respetuoso “ESTÁN LOCOS?????????? POR QUÉ MEJOR NO JUGAMOS ARCOS ABANDONADOS DE UNA VEZ?????”, hasta el fogosamente enardecido “TODOS SON UNOS MAMARRACHOS HIJOS DE LA CERPIENTE PUTA, DESDE EL BAVOZO DEL RODRIGUES (Vicente Rodríguez, el presidente de nuestro equipo en aquella época) ASTA EL MARICÓN DEL DE SANTIS, QUE SOLO LE A DE QUERER AL VESTIA DEL GUERRA PARA QUE LE ROMPA EL CULO”. Los dos o tres hinchas que cometieron la imprudencia de defender la contratación recibieron toda clase de insultos; a alguno de ellos, que se mantuvo firme en su posición, incluso se le llegó a advertir que mejor no se apareciera nuevamente por el estadio. Pese a los reclamos, el contrato había sido firmado y, de nuestra parte, no había nada que hacer, salvo aguantar como varones las cargadas de los hinchas de los otros equipos, que ahora tenían un nuevo motivo para burlarse de nosotros.
En el primer partido del campeonato (en el que teníamos por costumbre corear los nombres de nuestros nuevos refuerzos para ver si así se encariñaban con la camiseta que les había tocado vestir y jugaban con un poco más de entrega de la que se les podía exigir a cambio de su modesto sueldo), Guerra, cuyo nombre, evidentemente, no coreamos, estuvo en un nivel aceptable. Sin embargo, la primera “arnulfada” (que, por fortuna, no terminó en gol) dio lugar a una retahíla de mofas y agravios del más grueso calibre; parecía como si una buena parte de nuestra hinchada no se hubiera enterado de que ahora Guerra tapaba para el Rumiñahui y que nuestra obligación, por mucho que nos costara, era apoyarlo. La hostilidad se mantuvo durante tres o cuatro partidos más, en los que Guerra aún se mostró visiblemente nervioso. A partir de ahí, sus habituales errores (salidas en falso, rebotes en el área chica, rechazos que se quedaban cortos) se fueron haciendo cada vez más esporádicos. En el octavo partido del torneo, un cotejo realmente memorable, la aversión hacia Guerra comenzó a transformarse en romance: nuestro “candado”, como lo empezamos a llamar desde entonces, atajó dos penales
a nuestro rival de patio, lo que nos permitió volver a ganar el clásico después de cinco años y medio y, sobre todo, apropiarnos del primer lugar de la tabla de posiciones, logro sinceramente memorable para nuestra modesta institución. El resto de la primera etapa del campeonato pareció un larguísimo
sueño: derrotamos a los tres equipos más populares de Quito (a uno de ellos con goleada incluida); empatamos, en calidad de visitantes, con los dos poderosos equipos de Guayaquil y nos dimos gusto basureando, en sus propios estadios, a los equipos de provincia, varios de los cuales hasta entonces nos tenían de hijos. Luego de algunas semanas de escepticismo, la prensa deportiva empezó a destacar nuestra campaña. El milagro aurinegro, titulaba un reportaje especial publicado en El Metropolitano el 26 de junio de
2005 y cuyo primer párrafo reproduzco a continuación:
Una vez finalizada la primera etapa del Campeonato Ecuatoriano de Fútbol, el humilde Rumiñahui aparece en la cima de la tabla de posiciones, acumulando 43 puntos de los 66 en disputa. El artífice de este milagro, el técnico argentino Gastón De Santis, señala que los resultados se deben a la humildad de sus jugadores y a la unión del plantel. “Los muchachos han entendido lo que yo les busco transmitir en las prácticas y han disputado cada partido como si fuera el último, todo se debe a ellos”, sostiene el entrenador gaucho. Por su parte, el goleador Christopher Chalá, quien lleva nueve tantos en lo que va del torneo, afirma que el apoyo de la hinchada ha sido fundamental para esta campaña, histórica para el tradicional equipo capitalino.
Los atrasos en el pago de los sueldos a los jugadores y la detención de nuestro defensa central, Jacob Ayoví, acusado de atropellar a un peatón mientras manejaba en estado de embriaguez, hicieron que la segunda etapa se pareciera un poco más a lo que estábamos acostumbrados a vivir. Aun así, el primer lugar alcanzado en la etapa anterior nos aseguraba un cupo en la liguilla final del torneo, para la que nosotros, a través de rifas, peñas y aportes personales, habíamos logrado recolectar cerca de 20.000 dólares, que permitirían cubrir un mes de pagos para el plantel y el cuerpo técnico.
Si en las dos primeras etapas del torneo la solvencia de Guerra en el arco le había permitido ganarse nuestro aprecio y respeto, su actuación en la liguilla final lo terminó de consolidar como ídolo indiscutible. Jugando contra los rivales más difíciles, aquellos que nos podían robar el sueño de salir campeones, atajó penales y “mano a manos” y su extraordinaria habilidad para fingir lesiones y quemar tiempo cuando el adversario nos tenía encerrados permitió que nuestra defensa se diera un respiro y los jugadores del otro equipo perdieran la paciencia y se ganaran tarjetas amarillas y rojas. En las mallas que separaban los graderíos de la cancha nuestra hinchada empezó a colgar banderas con su imagen y alguien escribió con una vistosa letra de estilo medieval, sobre una tela a rayas doradas y negras, un acróstico en rima que pretendía evidenciar la adoración (no se la puede llamar de otra manera) que habíamos llegado a sentir por nuestro nuevo héroe:
Guardameta
Universal
Ecuatoriano de
Raza
Rumiñahui te
Abraza
Incluso las hinchadas rivales lo empezaron a mirar con cierta consideración: no es que lo dejaran de insultar, pero cuando uno de nuestros defensas hacía un pase hacia atrás, ya no se escuchaba ese humillante murmullo de “gooooooooooool”, que nosotros mismos, para ponerlo nervioso, habíamos instaurado en sus épocas más bajas. Él, por su parte, simulaba conservar su sencillez. Antes de empezar cada partido, cuando cantábamos su nombre, se limitaba a levantar su mano derecha hacia nosotros y seguía caminando hacia el arco, con la cabeza gacha y la mirada fija en el césped.
Luego de la penúltima fecha de la liguilla, el Rumiñahui se ubicaba primero en la tabla de posiciones, con 19 puntos (fruto de cinco victorias y cuatro empates) y un gol diferencia de +7. Nuestro escolta, el Club Sport Guayaquil, con el que –caprichos del destino– nos debíamos enfrentar en el último partido, tenía 16 puntos y +2. Para quitarnos el campeonato, por lo tanto, no sólo debían ganarnos, sino hacerlo por goleada, lo que en un campeonato regular, para ser honestos, no hubiera sorprendido a nadie, menos aun considerando que el partido debía jugarse en Guayaquil.
Aunque en las entrevistas y ruedas de prensa previas a la gran final (que la prensa, siempre tan imaginativa, bautizó como “la batalla de David y Goliat”) nuestros jugadores se mostraban cautelosos y preferían no hablar de festejos ni vueltas olímpicas, nosotros estábamos confiados. Después de todo, llevábamos nueve partidos sin perder y en toda la liguilla sólo nos habían hecho cuatro goles, o sea, menos de medio gol por partido. Como no podía ser de otra manera, organizamos una caravana de treinta buses para ir a alentar al Rumiñahui en el partido más importante de su historia. El tour, subsidiado en parte por la dirigencia, tenía un costo de 20 dólares por persona e incluía: pasaje de ida y vuelta a Guayaquil (saliendo el sábado a las 10:00 pm y regresando el domingo a las 19:00 pm, luego del partido y la vuelta olímpica), entrada a la general visitante y dos comidas consistentes en sánduche de atún y vaso de cola o jugo. Los más pudientes irían en autos particulares o, directamente, en el mismo avión que el equipo. Para la ocasión mandamos a confeccionar una bandera de 6×10 metros, la más grande que habíamos tenido, con el emotivo lema “Gracias por esta navidad” y juntamos ocho costales de papel picado; además, llevaríamos cuarenta banderas pequeñas, veinte bengalas y nuestro eterno y remendado bombo, que golpeábamos, por turnos, con una botella de agua a medio llenar.
Hasta ahora recuerdo los días previos al partido: por las noches la ansiedad no me dejaba dormir y durante la jornada laboral (no tan cargada de trabajo, por ser diciembre) pasaba metido en el foro del equipo o en las páginas de los distintos periódicos, para ver si había ninguna novedad en nuestro plantel o en el rival (lesionados, suspendidos, detenidos por manejar borrachos); estaba
tan nervioso que perdí el apetito y no fueron pocas las veces que me tuve que pellizcar la piel para convencerme de que no se trataba de un sueño. Es que llegar a ver al Rumiñahui campeón era algo que ni el más optimista de nosotros hubiera podido imaginar.
El ansiado día por fin llegó. Salvo una llanta reventada en uno de los buses de la caravana, el viaje a Guayaquil no tuvo inconvenientes, incluso se me hizo mucho más corto que otras veces (seguramente, a causa de la borrachera). Tampoco durante el temido arribo al estadio, donde esperábamos ser recibidos con un diluvio de insultos y pedradas, enfrentamos problemas. De hecho, lo que más nos ardió fue la poca importancia que la hinchada rival dio a nuestra llegada. Era como si, por ser tan pocos, no fuéramos dignos ni de sus puteadas. Ya adentro del estadio, tuvimos que esperar más de tres horas hasta el inicio del partido; bajo un sol despiadado, rogábamos por un poco de agua para pasar el chuchaqui y nos recriminábamos mutuamente por haber
gastado el poco dinero que teníamos en una caja de botellas de anisado. Pero cuando la hora cero llegó, todos dejamos atrás nuestro malestar y nos unimos en un solo canto. Hasta ahora, cuando veo en YouTube los videos de esa tarde, se me pone la piel de gallina.
Desde el pitazo inicial, el partido fue lo que esperábamos: el Guayaquil atacando con todo, encerrándonos en nuestra propia cancha, y nuestros muchachos defendiendo con más garra que orden. Aun así, llegamos a generar un par de contragolpes que, lamentablemente, no supimos concretar. Al finalizar el primer tiempo, seguíamos cero a cero, lo que nos alcanzaba de sobra para coronarnos campeones. En el arranque del segundo tiempo los jugadores del Guayaquil mantuvieron su estrategia, pero después de los primeros quince minutos, todos cayeron en la desesperación y empezaron a apelar a pelotazos que nuestra defensa despejaba con solvencia. Sólo entonces, desde las suites y los palcos nos empezaron a caer algunos “proyectiles” (sánduches a medio comer, botellas vacías o llenas de algo que preferíamos no averiguar qué era y hasta un zapato en buen estado), lo que nos infundió aún más ánimo para seguir cantando. Fue increíble: nosotros, que apenas éramos más de mil, teníamos en silencio a más de ochenta mil personas. Pero a los treinta y dos minutos, cuando la situación parecía estar controlada, “una desinteligencia en la última línea de los aurinegros” (así decía el reportaje de la edición del día siguiente de El Metropolitano) “permitió a Crespo quedar mano a mano frente al portero Guerra y definir con sutileza al palo izquierdo, despertando la esperanza de los hasta entonces adormecidos seguidores del cuadro costeño. Cinco minutos después, Jiménez ensayó un remate desde fuera del área que parecía no traer complicaciones, sin embargo, Guerra no lo pudo contener y el rebote fue bien aprovechado por Antonini, para delirio de la fanaticada local”.
Aunque en ese momento nuestra obligación como hinchas era seguir alentando a nuestro equipo, los nervios no nos permitían hacerlo: un gol más nos dejaba sin campeonato. Comiéndonos las uñas, mirando cada dos segundos nuestros relojes, rezábamos para que el partido terminara y, sobre todo, para que Guerra no cometiera otra “arnulfada”, esos groseros errores que, gracias a su buena campaña, habíamos llegado a olvidar. Y no la cometió. Porque lo que hizo no puede ser calificado de “arnulfada”, fue algo mucho peor.
Jugando ya los minutos de adición (copio la versión de El Metropolitano, porque no me considero capaz de narrar lo ocurrido sin dejarme llevar por las emociones y proferir insultos que podrían herir alguna susceptibilidad), un desesperado Antonini ensayó un disparo al arco, pero, en su afán por entrarle de lleno al balón, pateó también al gramado, sufriendo un esguince de tobillo, según declaraciones posteriores del médico del club. La pelota continuó su rumbo lentamente hacia el arco de Guerra, que parecía tener controlada la situación. Sin embargo, para sorpresa de propios y extraños, el guardameta aurinegro dio un paso al costado, permitiendo que el esférico traspasara la línea de gol.
Lo que el diario no cuenta, tal vez por no haber encontrado una manera elegante de hacerlo, es que luego del gol y del casi inmediato pitazo final, Guerra se volvió hacia nosotros y, con la sonrisa pintada en la cara, se agarró los huevos, con ambas manos, como para no dejar dudas sobre lo que nos quería decir. La única reacción que encontramos fue empezarlo a maldecir, a jurar venganza, a insultar con una rabia tal que a momentos se transformaba en nausea. Alguno trató de saltar a la cancha para redimir, aunque fuera a patadas, el honor de nuestro equipo, pero la policía lo detuvo y lo llevó detenido (junto con decenas de hinchas del Guayaquil, que también habían invadido la cancha, pero ellos para abrazar a sus jugadores o tratar de arrebatarles alguna prenda del uniforme). Cuando Guerra había desaparecido
de nuestra vista, volví la mirada hacia las gradas y la escena que encontré era, simplemente, desgarradora: niños, jóvenes y adultos lloraban sin consuelo, mientras sostenían la cabeza entre las manos; otros continuaban insultando, no sé a quién, con un odio que les deformaba la cara; y unos pocos se enfrentaban a golpes con la policía o con algunos hinchas del Guayaquil, buscando desquitarse con alguien por la mayor frustración que habíamos vivido en nuestra ya frustrada vida de hinchas del Rumiñahui. Yo, que había vuelto a pellizcarme la piel, pero esta vez para constatar que no se trataba de una pesadilla, supe que esa era la última vez que asistía al estadio, porque la pena que ese rato sentía (y cuyos rezagos duran hasta hoy) superaba, por mucho, lo que una persona está dispuesta a sufrir a causa de un equipo de
fútbol. Al siguiente año, leyendo los suplementos deportivos, me di cuenta de que yo no había sido el único que tomó esa decisión y que el Rumiñahui, con su camiseta sin auspicios y su hinchada ahora más reducida y despreciada, no tardaría en desaparecer. No me equivoqué: ese campeonato bajó a primera B y el siguiente, a segunda categoría. Hace poco alguien me dijo que en la liga barrial de Sangolquí hay un equipo llamado Rumiñahui, que viste
camiseta a rayas amarillas y negras.
De Guerra no volvimos a saber nada. Varios periódicos, canales de televisión y emisoras de radio lo buscaron asiduamente para hacerle una entrevista, pero ninguno lo pudo encontrar. Lo que todos presumen es que, luego del partido, salió del estadio como si fuera un aficionado cualquiera, agarró un taxi y se fue a esconder en la casa de algún conocido. En todo caso, no pasó por el camerino del equipo, donde De Santis y sus compañeros lo estaban esperando para masacrarlo. Algunos dicen que se fue a vivir a España y que allí se puso un local de comida ecuatoriana que le da para llevar una vida cómoda. Otros dicen que con la plata que supuestamente le pagó la dirigencia del Guayaquil para que se dejara hacer los tres goles le alcanza para poder pasar el
resto de su vida rascándose las pelotas. Yo no creo que le hayan pagado. Para mí está claro que todo lo que hizo fue para vengarse de nosotros, por todos los años que lo puteamos. Y para eso no bastaba con tapar mal en cualquier partidito sin importancia; había que hacernos ilusionar, subirnos a una nube para que nuestra caída doliera más, aunque eso le exigiera vestir durante un año una camiseta por la que debió haber sentido un odio similar al que nosotros hasta ahora sentimos por él. Viéndolo así, no es tan descabellado pensar en él como un ejemplo de tenacidad o superación. Sí, el hijo de puta se superó y, sobre todo, nos superó. Por goleada.
La Banca Fút-Bowl es un rincón en donde nos jugamos con dos de nuestras pasiones: el fútbol y la literatura; por tanto, es un espacio para ofrecer el mejor toque toque posible entre las palabras y el balón. El relato que te compartimos hoy proviene de Por amor a la pelota. Once cracks de la ficción futbolera (Cuarto Propio, 2014)