Julio Llamazares
(León, 1955)
Todos los penales son largos. Pero los que definen un momento crucial, histórico, irrepetible, son aún más largos: entre el pitido que lo anuncia, la patada que lo materializa y la puntada final que dictamina si es gol o fallo, hay una pequeña eternidad. Dos de estos (posiblemente los más de los más) son especialmente memorables: el que inmortalizara Osvaldo Soriano en su momento, y el que Julio Llamazares nos relata aquí, puesto desde el furor de los once pasos de principio a fin. ¡Te invitamos a conocerlo!
El penalti de Djukic
Cuando cogió el balón, Djukic se acordó de lo que su mujer le había dicho aquella tarde; parecía como si lo presintiera. Si acaso, le había dicho Ceca, no se te ocurra tirar un penalti.
Como cada domingo, Ceca estaba más preocupada que él. A decir verdad, él nunca se ponía nervioso, o por lo menos no especialmente; era ella la que se ponía nerviosa, a veces desde varios días antes del partido. Pero, aquella tarde, su equipo, el Deportivo de La Coruña, en el que jugaba por tercer año consecutivo tras su llegada al fútbol español, se enfrentaba al partido más importante de su historia. Se jugaba a una carta el campeonato que durante toda la temporada había tenido en la mano. Hasta seis puntos había llegado a sacarle de ventaja al Barcelona, su perseguidor más cercano y persistente, ventaja que había ido perdiendo en los últimos partidos, sin duda por la presión, hasta el extremo de llegar a la última jornada igualados a puntos al frente de la tabla. Aunque al Depor le bastaba con ganar. A igualdad de puntos le daría el título —el primero en toda su historia— su mejor goal average particular. Por eso, aquella semana, los jugadores del Deportivo de La Coruña, Djukic incluido, la habían vivido en medio de una gran tensión y, por eso, aquella tarde, cuando su mujer le telefoneó, como todos los días de partido, al hotel de concentración para desearle suerte, le dijo tan preocupada:
—Si acaso, no se te ocurra tirar un penalti.
Cuando Ceca se lo dijo, Djukic (lo recordaba ahora de pronto) se había echado a reír. Le había hecho tanta gracia la cariñosa advertencia de su mujer, siempre tan temerosa, siempre tan preocupada por todo, que se había echado a reír como hacía cuando su madre le decía de pequeño, allá, en Stitar (¡qué lejos quedaba ahora!), que no tirase muy fuerte, no fuese a hacerle daño al portero. Cuando Ceca le dijo lo del penalti, él ni siquiera había pensado en esa posibilidad y, además, Djukic sabía que, en el caso de que se produjera, el encargado de tirar el penalti era Donato. Él sólo tendría que hacerlo en el supuesto de que éste no estuviese en condiciones o en el campo (hasta el partido anterior, cuando Bebeto falló su segunda pena máxima en un mes, incluso habría sido el tercero, después de los dos brasileños, en el orden de los lanzadores).
Fue lo primero en lo que pensó cuando, a falta de un minuto para acabar el partido y con el marcador a cero, el árbitro pitó penalti. Hacía dos minutos que en Barcelona había acabado el otro partido (con victoria del Barcelona) y, en ese instante, éste era el campeón de Liga. En Coruña, mientras tanto, el partido había ido transcurriendo sin que el equipo de Djukic, hecho un manojo de nervios, fuese capaz de batir la portería de un Valencia que, por lo que se entregaban y corrían sus jugadores, que no se jugaban nada en aquel envite, era evidente que había venido primado, y los peores presentimientos de los aficionados deportivistas estaban a punto de consumarse. Lo que los más pesimistas de éstos habían augurado aquellos días: que el Deportivo no tenía mentalidad de campeón, que al final le podría la presión, que la ciudad y toda Galicia sufrirían la peor decepción de su historia deportiva, etcétera, estaba a punto de cumplirse. El Barcelona era ya el campeón de Liga. Quedaba sólo un minuto —más lo que añadiese el árbitro— para que se produjese un milagro.
Y se produjo. Llegó el milagro cuando ya nadie en el campo y en las gradas lo esperaba. En el campo, porque los jugadores del Deportivo, aunque seguían intentándolo de todas las maneras, ya apenas tenían fuerzas para correr (alguno, incluso, como Bebeto, renqueaba por el césped con calambres en las piernas) y, en las gradas, porque los aficionados, al principio tan bulliciosos, tan convencidos de la victoria, habían enmudecido, aunque siguieran en sus asientos contemplando impotentes la tragedia que se cernía sobre su equipo. Pero, de repente, un delantero deportivista, quizá Fran, quizá Bebeto (con la tensión del momento y desde su posición en el centro de la defensa, lejos del área valencianista, Djukic no vio quién había sido), se internó decidido en ésta, regateó a un defensor, éste le zancadilleó y, ante el asombro de todos los que seguían el partido tanto en el campo como por la televisión (millones de personas en España y en el mundo), el árbitro pitó penalti.
El campo se vino abajo. Los graderíos de Riazor, el estadio del Deportivo de La Coruña, hasta ese momento mudos, estallaron en un griterío como Djukic no había oído nunca antes; y eso que en su país los aficionados gritaban también lo suyo. A lo lejos, en el área del Valencia, los jugadores valencianistas rodeaban al árbitro protestándole su decisión, pero Djukic sólo oía el inmenso griterío que recorría el estadio de fondo a fondo. ¡Penalti! ¡Era verdad! ¡El árbitro lo había pitado! Algunos jugadores del Deportivo se llevaban las manos a la cabeza sin acabar de creerlo del todo. Otros, como Liaño, el portero, se santiguaban agradeciéndole al cielo tamaña benevolencia. Aunque parecía imposible, el milagro se había producido.
Mejor dicho: se podía producir. Porque el árbitro había pitado penalti, pero el penalti había que convertirlo. ¡Y a ver quién era el valiente que lo tiraba en esas circunstancias! Fue justo en ese momento, cuando calibró el envite, cuando Djukic se dio cuenta de que Donato no estaba ya en el campo. Hacía varios minutos que el entrenador, Arsenio, le había sustituido jugándose a la desesperada la carta de otro delantero. Cuando el entrenador hizo esa sustitución, Djukic ni siquiera se paró a pensar en ello, entregado como estaba, como todos sus compañeros, a la difícil tarea de levantar el partido —un partido que se les escapaba—, pero ahora se daba cuenta de lo que aquella sustitución suponía: que era él, precisamente él, el señalado para tirar el penalti. De hecho, sus compañeros ya le buscaban con la mirada y, desde el banquillo, todos: Arsenio, el médico, el masajista, hasta los jugadores reservas (entre los que divisó a Donato), le hacían gestos, puestos en pie, para que se dirigiera al área valencianista. A Djukic le pareció que todo el estadio se apoyaba de repente sobre él.
Pese a ello, reaccionó con entereza. Aunque ninguno tan decisivo como aquél, a lo largo de su carrera ya había vivido muchos momentos difíciles. Como cuando debutó en Primera con el Rad de Belgrado, allá, en su país, o como cuando, con el Deportivo de La Coruña, consiguió el ascenso a la División de Honor en un partido tremendo en el que hubo hasta un incendio en los graderíos, en la que era su primera temporada en el fútbol español. Eso sin contar los que en la otra vida, la de verdad, le había tocado también vivir: el día en que decidió dedicarse al fútbol abandonando el trabajo que tenía entonces y contra la voluntad de su padre, que dejó de hablarle durante un tiempo, o la muerte de su hermano en accidente de coche cuando él ya estaba en el Rad.
Mientras recorría el campo entre el griterío del público y las palabras de ánimo de sus compañeros, que le daban consejos contradictorios: ¡Por la izquierda! ¡A la derecha! ¡A romper! ¡Colócala!…, Yuka, como le llamaban todos, recordó el largo camino que había andado hasta ese momento desde cuando, siendo niño, jugaba en las praderas de su pueblo hasta que fichó por el Deportivo de La Coruña buscando ganar dinero y huyendo de la guerra que asolaba su país. En medio, perdidos entre las brumas de su memoria, quedaban los balones que su padre le pinchaba para que estudiara en vez de jugar al fútbol (y que él reponía en seguida con las propinas de los domingos), la bicicleta que aquél, a pesar de todo, le fabricó con trozos de otras ya viejas (el padre era chatarrero) para que pudiera ir a entrenar a Šabac, la capital de la provincia, por cuyo equipo, el Mačva, de la Segunda División serbia, había fichado ya, su primera decepción y su abandono del fútbol tras su fracaso inicial en éste, su trabajo como palista en la estación del ferrocarril, que alternaba por las tardes con los entrenamientos del Železničar, el otro equipo de la capital, al que le llevó Milinkovic, un jugador de su pueblo que había jugado en Primera, a cambio precisamente de aquel trabajo, su triunfo en el Železničar y su regreso como profesional al Mačva o, en fin, el primer dinero importante que ganó jugando al fútbol cuando, dos años después, le fichó el Rad de Belgrado: dos millones y medio de pesetas con los que se compró su primer vehículo y acondicionó la casa que su hermano Milosav le había construido para cuando regresara al pueblo. Djukic recordaba aún —ahora con una sonrisa— el viaje a Stitar con Ceca, con la que se acababa de casar hacía muy poco, preguntándose si tendrían tiempo de gastar en toda su vida el dinero que acababa de pagarle el tercer club de la capital.
La verdad es que la suya no había sido una carrera fácil. Al contrario que otros futbolistas, desde que empezó en el fútbol, Djukic todo lo había logrado a base de mucho esfuerzo. Aunque siempre —pensaba ahora, mientras se acercaba al área valencianista— había tenido fortuna en los momentos cruciales de su carrera. Parecía como si alguien velase por su destino. Si no, ¿cómo se explicaba que siempre hubiese acertado en las decisiones más importantes de su carrera, esas que determinan la vida de un jugador, o que, en los momentos malos, cuando todo se le ponía en contra, algo o alguien le empujaran a seguir hacia adelante? Le pasó cuando Milinkovic le llevó a jugar al Železničar cuando ya había dejado el fútbol o cuando Juan Ballesta, el ayudante de Arsenio en el Deportivo, le fue a buscar a su casa. En este caso, además, el azar ayudó también. Ballesta, por lo que luego le contó éste, había ido a Belgrado para espiar al Estrella Roja y al Partizán (el Deportivo de La Coruña andaba buscando un líbero), pero, como se aburría en la ciudad, solo como estaba en ella, se fue a ver también al Rad, que jugaba sus partidos los sábados por la noche para no coincidir con los de aquéllos, que eran los más seguidos por la afición. Ese día, Djukic jugó uno de sus mejores partidos. Es más: tuvo hasta la fortuna de debutar en su equipo como libre (su puesto era el de pivote) en sustitución del titular, que atravesaba un momento de baja forma. Ballesta quedó tan impresionado por su partido que no sólo se olvidó del Estrella Roja y del Partizán, los equipos que había ido a espiar, sino que se quedó dos semanas más en Belgrado para seguir observando a Djukic, quien, por supuesto, ignoraba que lo estaba siendo. Lo supo a los pocos días, cuando Ballesta se presentó en el club para ofrecerle fichar por el Deportivo, un club que Djukic oía nombrar por primera vez. De hecho, rechazó al principio la oferta (tenía ya alguna otra de equipos más importantes, como el Paris Saint-Germain francés o el Standard de Lieja belga) e incluso se escondía cuando veía el coche del ojeador español aparcado frente a su casa para no tener que enfrentarse a él. Aunque, al final, acabó aceptando su oferta: quería ganar dinero y las de los equipos grandes no terminaban de concretarse. Si entonces —pensaba Djukic ahora— su buena estrella le iluminó (desde que llegó al Deportivo de La Coruña todo habían sido éxitos), ¿por qué no habría de hacerlo ahora que se enfrentaba al momento de su vida futbolística sin duda más decisivo?
Cuando el árbitro le dio el balón (le miró, por cierto, un instante como si le compadeciera), Djukic estaba ya decidido. No tenía, además, otra elección. Podía, ciertamente, echarse atrás (otro, en su situación, lo habría hecho) y pasarle la responsabilidad a otro compañero, a Bebeto, por ejemplo, que para algo era la estrella del equipo y el que más dinero cobraba con diferencia, pero Djukic no era de los que se arrugaban fácil. Desde que jugaba en Sabac con quince años tan sólo, era de los jugadores que siempre daban la cara. Y, además, sus compañeros no se lo habrían perdonado. Como tampoco —pensó a la vez— le perdonarían el que fallase una pena máxima tan decisiva como era aquélla.
Cogió el balón y lo apretó con las manos, como hacía siempre. Lo hacía para asegurarse de que tenía aire suficiente. Aunque al que le faltaba el aire era a él. Sentía como si el pecho se le cerrase a medida que se acercaba el momento de ejecutar el penalti. A su lado, un compañero le daba todavía algún último consejo (¡Por abajo, junto al palo! ¡Vamos, Yuka!…) y el árbitro le decía lo que siempre dicen los árbitros en esos casos: que no hiciese nada extraño, que no se detuviera a la mitad de su carrera, que esperase a que él pitase antes de lanzar a puerta…, pero él no les oía. Ni siquiera oía ya el griterío del público, que se había ido apagando a medida que el instante decisivo se acercaba. Djukic sólo oía ya el palpitar de su corazón y el zumbido entrecortado de su respiración ahogada. Fue la primera prueba que tuvo de que se había puesto nervioso.
Intentó recobrar la calma. Respiró hondo buscando el aire y sintió cómo éste se le agolpaba dentro del pecho sin conseguir llegar hasta sus pulmones. No podía hacerlo; los tenía bloqueados por completo. Djukic lo volvió a intentar. Posó el balón en el suelo, en el punto señalado para ello, y retrocedió unos pasos. Frente a él, a mitad de camino entre el balón y la portería, el árbitro le daba ahora las advertencias correspondientes al portero del Valencia (por vez primera Djukic se fijó en él: vestía de rojo y negro y era moreno) e imaginó, para consolarse, que a éste tampoco le llegaría el aire en ese momento, porque estaría tan nervioso como él. La suposición no le tranquilizó, pero le sirvió al menos para empezar a pensar un poco. Hasta entonces, había sopesado una por una todas las circunstancias de aquel momento, pero no cómo iba a lanzar la falta.
A veces, en los entrenamientos —recordó Djukic—, él y sus compañeros habían imaginado aquella posibilidad como un juego, como una hipótesis tan imposible que incluso se divertían con esa idea: último minuto de un partido, empate a cero o a goles y el árbitro pita un penalti. ¿Quién lo tira? ¿Y cómo? Djukic y sus compañeros (del Deportivo y de todos los equipos en los que había jugado desde pequeño) lo habían imaginado a menudo, siempre como una hipótesis divertida, pero ahora aquello no era una hipótesis y mucho menos divertida. Ahora, la hipótesis de los entrenamientos se había hecho realidad y en las peores circunstancias en las que podía darse: en el último minuto del último partido de una Liga que se dilucidaba precisamente en aquel penalti.
Djukic, en los entrenamientos —recordó entonces también—, era el primero en tirarlos. Le gustaba tirar penaltis porque era la manera que tenía de recordar sus tiempos del Mačva, y antes aún: los de los partidos con los amigos de Stitar, cuando, por su pequeña estatura, jugaba de delantero. Hasta los quince años, de hecho, Djukic era tan pequeño que la gente iba a mirarlo, admirada de ver a aquel chaval que volvía locos a los contrarios pese a que algunos de ellos le sacaban medio cuerpo. Pero, a los dieciséis años, Djukic empezó a crecer (en un año creció veinte centímetros) y los entrenadores comenzaron a retrasarle de posición, primero al centro del campo y finalmente a la defensa, para aprovechar su altura y su poderío físico ante los delanteros contrarios. Pero él siempre prefirió atacar a defender. Le gustaba coger el balón, bien del portero, bien de otro compañero de la defensa, y, con su depurada técnica, cruzar el campo regateando a cuantos adversarios le salían al paso; lo cual le había causado más de una reprimenda de sus entrenadores, que veían con pavor cómo dejaba su puesto desguarnecido (Arsenio, incluso, le prohibió pasar del centro del campo), aunque su natural instinto le llevara a repetir sus arrancadas en cuanto se le presentaba la oportunidad. Por eso, le gustaba subir a rematar los córners (a lo que sí estaba autorizado) y, por eso, en los entrenamientos, era el primero en tirar los penaltis. Lo hacía siempre colocado, a la izquierda o a la derecha, intentando engañar a los porteros.
Pero ahora era diferente. Ahora se estaba jugando mucho y no era momento para florituras. Lo mejor era tirar a romper, olvidarse de la técnica y de lo que le decía su madre y pegarle al balón con todas sus fuerzas para asegurar el tiro. Porque, si el balón entraba, nadie se iba a fijar en cuestiones técnicas y, si no, iba a dar igual: la decepción sería tan grande que durante toda su vida se la recordarían. Pero, al menos, nadie podría decirle que el fallo lo había provocado él por querer lucirse en aquel momento.
No le dio tiempo a seguir pensando. De repente, Djukic oyó un silbato y comprendió que había llegado el momento. Frente a él, la mancha azul del portero llenaba toda la portería (que hasta entonces le había parecido inmensa: siempre sucedía lo mismo) y a su lado ya no vio a nadie. Sólo otra mancha, la del árbitro, que esperaba a su derecha, negra como una condena. Los demás (los jugadores de ambos equipos, el público, hasta los policías y los fotógrafos que hasta ese instante se amontonaban detrás de la portería) habían desaparecido. En el estadio de Riazor —y en el mundo entero— sólo estaban ya él, el árbitro y el portero.
Djukic comenzó a correr sin saber cómo tiraría el penalti. Ya no podía pensar, ya era tarde para todo. Le dio al balón sin mirarlo, como si le pegara al aire (el aire que a él le faltaba), y durante unos segundos miró cómo se alejaba en dirección a la portería, donde la mancha roja del portero comenzaba a desplazarse lentamente. Ni siquiera vio adónde iba el balón; no vio cómo lo paraba. Sólo vio que, de repente, el campo volvió a rugir después de varios segundos mudo y al portero del Valencia, que se había levantado de la hierba como impulsado por un resorte, que comenzaba a correr y a dar saltos de alegría mientras sus compañeros le rodeaban alborozados. ¡Había parado el penalti!
Los compañeros de Djukic tardaron más en hacer lo mismo, pero él ni siquiera llegó a enterarse de ello. Arrodillado en el césped, como un boxeador caído, sólo pensaba en huir de allí mientras se repetía a sí mismo, como cuando se mató su hermano, lo que su padre solía decir cuando la vida le golpeaba como a él ahora: tanta pasión para nada.
Este relato hace parte de Tanta pasión para nada (2011).