Pablo Aimar
El payasito, como es conocido en el mundo bajo y alto del fútbol mundial, no es un escritor de oficio, sino uno de los futbolistas más destacados de las últimas dos décadas argentinas y, probablemente, uno los mejores «creativos» de la historia del deporte de la bocha en ese país y en Latinoamérica; además, hoy día es técnico de la Sub-17 de la selección celeste. Sin embargo, como buen creativo, se animó a escribir y, según Ariel Scher, aunque «nunca vamos a jugar al fútbol como él ni un ratito […] ahora que lo leemos, sabemos que podemos jugar en su equipo para siempre.»
El Maracaná de la calle España
Por favor, les ruego que recuerden este dato:
Si, para pegarle de zurda, el rubio número 10 se apoyaba en la pierna derecha, se le salía la rodilla de lugar. No había otra posibilidad: la tenía lesionada y hacía años que jugaba así…
El partido estaba 2 a 1 abajo. No se trataba de un partido cualquiera. Era una final entre los dos mejores equipos de la ciudad y había una multitud. A veces se dice por decir que en una cancha no entra ni una persona más. Esa vez, en cambio, constituía una verdad: no entraba ni una sola persona más. Aún hoy, cuando el calendario marca que pasaron cuarenta almanaques, es posible encontrarse con alguien que, sin dudar, como un honor, asegura que «ese día» acudió al estadio, a nuestro estadio, el de la Avenida España.
Arsenal, el rival, tenía un equipazo. Los números lo verificaban. Venía ganando todo. Y, encima, desde el banco lo manejaba un DT que era un viejo bicho del fútbol local, uno que se sabía las mañas de todos, incluidas las de los árbitros.
El otro equipo, el de verde, llegaba de punto. De punto y con problemas porque justo durante ese partido, durante ese partido que era «el partido», le habían expulsado a un jugador.
Por favor, les pido que recuerden este otro dato:
Al protagonista de esta historia, algunos años después, le gustaría cantarles a sus hijos el tango El sueño del pibe quizás porque recordaba lo que aquella tarde le había sucedido.
Faltaban diez minutos y los verdes del parque, menos conocidos como Banda Norte, sufrían más cerca de recibir el tercero y el cuarto que de arrimarse aunque sea a patear un córner. Más lejos, mucho más lejos, les quedaba la posibilidad de pensar en empatar. Pero como este juego es justamente eso, un juego, todo podía pasar.
Y pasó. Luego del rebote de la pelota en el palo, en un nuevo ataque de Arsenal, salió la contra que dejó al rubio número 10 en una posición inmejorable para lo que parecía imposible, para la hazaña, para patear.
Para patear… de zurda.
Por algo, en el comienzo, rogué que recordaran el dato: de zurda, justo de zurda, la pierna que manejaba bien pero a la que no podía recurrir porque no se podía apoyar con todo su peso en la derecha y exigirle a la rodilla, a esa castigada rodilla, un esfuerzo que no estaba en condiciones de realizar.
El nombre del que corrió por toda la banda izquierda comandando esa única y seguramente última oportunidad de igualar y de llevar a los penales aquella final quedó en la memoria de unos pocos. A esta altura no interesa. Lo que interesa es que tiró el centro justo rumbo al pecho del rubio número 10, que acomodó la pelota para su pierna menos hábil, la zurda, y, de sobrepique, le pegó con todo el empeine del pie derecho, por detrás de la pierna izquierda. Le pegó «de rabona», como dicen en buena parte de la Argentina. Le pegó de «pata de catre», como decimos nosotros, justamente por el dibujo de letra X que forman las piernas al hacer una rabona y que es la misma que la de las patas de un catre.
Pata de catre para la historia: la pelota impactó en el palo izquierdo del arco, lo que hizo inútil la estirada del arquero, y tocó la red del otro lado, sin rozar la del fondo. Quedó ahí, mansita, una belleza, y decretó el 2 a 2 con el que finalizaron los noventa minutos.
Nunca nadie me contó quién ganó a los penales. Ni estoy seguro de que haya sido una final o de que había definición por penales para determinar un ganador tras el empate. Tampoco sé si la jugada previa al gol fue exactamente así. Y, para ser enteramente sinceros, ni siquiera puedo garantizar que a los verdes les habían expulsado un jugador.
No me importa.
Me imaginé muchas veces ese gol. Todas esas veces, la cancha estaba y está llena. Llena o más que llena, si eso fuera posible. Y están todos, absolutamente todos, los que alguna vez me dijeron así, textual, lo que sigue:
—Yo estaba el día en el que tu viejo hizo el golazo de «pata de catre», en la cancha de Estudiantes.
Por favor, último favor, les sugiero que tengan en cuenta este otro dato:
Mi viejo, todas y cada una de las veces, se acerca y me susurra al oído: «Si todos los que te dicen que vieron ese gol estaban realmente en la cancha ese día, aquel partido se tendría que haber jugado en el Maracaná».
Este relato pertenece a Pelota de papel. Cuentos escritos por futbolistas (2016) que coordinó y reunió en forma de libro Sebastián Domínguez.