Ficción: abceis
(Bogotá, 1996)
Hace tres meses lanzamos a través de nuestras plataformas Desde todas las veces se levantan cantos (2021), una antología literaria preparada por el proyecto literario El cantar de la palabra con el ánimo de reunir el trabajo creativo de estudiantes pertenecientes a la Facultad de Ciencias y Educación de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas de Bogotá. Durante los próximos miércoles estaremos difundiendo de manera individual las obras de algunas de las personas que hacen parte de este libro, con el deseo de que todo él sea curioseado, compartido y leído gracias a su descarga gratuita aquí.
«Me gusta pensar en la inmensidad de la conciencia —dice de sí esta escritora—. Me intriga comprender que alguien más también la posee, especialmente si es de otra especie. Si en un futuro la historia de cada quien se sintetiza a un nickname, el mío será abceis».
Sala ceroseiscero
La escuché varias veces quejarse de su propio incumplimiento y sentí también el sabor agridulce de su conciencia. Le gustaba decir el mismo discurso, como si en sus tácitos momentos repitiera cada palabra como una plana mental, lista para ser recitada. “Ser escritora…”, decía, “es querer lo insano y vivir en la ilusión de un modelo rizomático germinado en las grafías bifurcadas que condensan símbolos quijotescos”. Poco a poco fui entendiendo por qué ella era una de las fundadoras de la sala ceroseiscero, una sala en El Entorno que abría sus puertas para aquellas que quisieran hablar cháchara durante la entenebrecida.
En todas las sesiones, nostradamus tocaba la buchla y seguía el bit melódico de ese sintetizador armónico. Al son repetía: “nos han robado los sueños… la libertad… Oh madre, ¿por qué no me mataste contigo?…” Un par de caladas y sus ocurrencias no cesaban porque ella siempre tenía algo que decir. Y nosotras ahí, como espectadoras, en medio de un trance de frecuencias, invadidas por aquellas ondas sonoras que también se percibían ópticamente como un efecto moiré y nos hacían viajar al centro de nuestras fantasías.
La sala ceroseiscero era una cueva cibernética con una atmósfera liminal a la que acudíamos para sentir un ambiente fraterno y así olvidar nuestra situación subalterna, pues en la vida fuera de El Entorno imperaba un abandono hacia lo humano desde que empezó la guerra civil por el agua. Entrábamos ahí para olvidar las filas extensas de carros y rostros, sumergidos en un mar de luces artificiales, moviéndose como en bandas transportadoras en una gran máquina industrial, cuya finalidad es explotar los cuerpos hasta dejarlos cansados y decrépitos, a punto de ser polvo de calcio. Polvo eres, polvo serás. Así se llamó nuestro primer largometraje de 35mm realizado dentro de un ambiente de realidad virtual. Yo programé el ACAT de un hawking-satánico para que le diera voz a nuestro personaje principal: un insecto con forma de cerebro humano que muere diciendo “estamos corriendo al tempo de la muerte… muerte inminente, inevitable; un acto que no se debe obviar porque una respuesta absoluta a la existencia, es la muerte… y así como pensamos la muerte, vivimos.”
La muerte estaba presente en todas nuestras conversaciones, tanto así que juramos apoyar la soberanía del suicidio cuando alguna de nosotras ya no pudiera sobrellevar la cruz del tedio. Ninguna se proyectaba más allá de la miseria, ni contemplaba la idea de cumplir más de cincuenta años en una ciudad donde odian la vejez y elogian la vitalidad productiva. Sin embargo, y aunque haya distintas formas de matarse, no íbamos a permitir que una bala tuviese la fortuna de acabar con otra vida, especialmente si se trataba de la nuestra, por eso la mayoría optaría por la eutanasia.
Nostradamus rechazaba cualquier justificación bélica. Creía que la metamorfosis de las palabras, con su lógica de sentido, podrían sumirnos en sustantividades más curiosas y surreales, creando otros mundos posibles que nos exigen abrir las puertas de nuestra percepción. Creía que tal exigencia cognitiva nos ocuparía tanto que no habría tiempo para pensar en la violencia. Por esa razón, ella siempre hablaba del software-supremo, un programa que diseñó pensando en ese propósito.
A mí me gustaba escucharla, conocer sus pensamientos sobre el código, las ideas y las cosas, pero ella no volvió a la sala ceroseiscero. Sólo nos dejó el manifiesto que es un atisbo de su legado. Nadie sabe qué pasó realmente. Perdimos su señal y su ID ya no está disponible. Quedamos pocas después de su partida. Los avatares fueron caducando y ya casi nadie visita la sala ceroseiscero. Yo me conectaba frecuentemente porque este espacio alterno se había convertido en mi lugar favorito para drenar la carga existencial de mi devenir humana. Pero ya no es suficiente, nada lo es, excepto el absolutismo de lo inconsciente.
Por eso no quiero esperar más. Instalaré el programa y nostradamus cumplirá su promesa. Es el cuarto mes del dos mil cuarenta. Nada puede salir mal, todo está premeditado. Me conectaré al software- supremo. Mi disco duro quedará encriptado guardando los historiales de la sala ceroseiscero por si algún día alguien intenta descifrarlos y encuentra en ellos las conversaciones sinestésicas de unas mujeres desvariadas.
Mi tía encontrará el cuerpo inerte y en mis ojos habrá una lluvia de gemínidas. No entenderá nada. Llamará sollozando a los polizontes y ellos entrarán a la habitación buscando respuestas porque seré otro experimento que logró escaparse, pero sólo hallarán un código que es incompatible con sus dispositivos corruptos. Ante la extrañeza del caso, van a sobornar a mi tía a cambio de que ella no divulgue ningún tipo de información y permita que mi cuerpo sea usado para decir que fue otra baja a una cabecilla del narcotráfico. Ella aceptará porque es muy vieja y sus órganos ya tienen corrosiones.
No hay marcha atrás. Haré de lo virtual, algo real. Y lo que fue real, tan sólo será un recuerdo. Al final del día se completará mi transformación y seré un pedacito de holograma en una eternidad pixelada.