Eileen Chang
(Shanghái, 1920 – Los Ángeles, 1995)
Viajar en el transporte público significa, entre otras cosas, compartir un mismo espacio con incontables personas de las que jamás llegará a saberse nada. Sin embargo, cuando sucede un bloqueo o una avería prolongada, ¿no tienden las personas más curiosas a entablar conversación con quienes no conocen, como descorriendo un velo que definitivamente sí incomoda? Pues bien, un poco esto es lo que sucede como centro en el magistral relato de Eileen Chang —una de las escritoras más relevantes y desconocidas del siglo XX chino (al menos para Occidente), que está empezando apenas a ser reivindicada en este lado del mundo—, quien teje una historia que nos recuerda cierto relato de Julio Cortázar y nos golpea secamente como cierta obra de Franz Kafka. ¡Imperdible!
Bloqueados
El conductor de tranvía conducía su tranvía. Bajo un sol abrasador, los rieles brillaban como dos lombrices relucientes que se deslizaran a flor de agua, estirándose, contrayéndose, una y otra vez, larguísimas lombrices, cimbreantes y resbaladizas que serpenteaban sin fin, sin fin… El conductor mantenía la mirada fija en esos dos carriles ondulantes, sin volverse loco.
El tranvía habría podido circular para siempre, de no haberse visto atrapado en la zona acordonada. El bloqueo había empezado. Se anunció mediante una campanilla, ding, ding, ding, ding… Cada ding era un punto diminuto y frío que, creando una línea discontinua con los demás, separaba el espacio del tiempo.
El tranvía se detuvo. Los transeúntes, en cambio, echaron a correr: los que iban por la izquierda se precipitaron hacia la derecha, los que iban por la derecha se precipitaron hacia la izquierda. Todas las tiendas cerraron sus rejas con estrépito. Unas mujeres tiraban frenéticamente de los barrotes, gritando:
—¡Déjenos entrar un rato, voy con un niño! ¡Voy con una persona mayor!
Pero las puertas seguían firmemente cerradas. Los de dentro y los de fuera se miraban con los ojos muy abiertos, llenos de mutuo temor.
En el tranvía reinaba cierta calma. Tenían donde estar sentados, y aunque el equipamiento del vehículo era sencillo y escaso, las condiciones eran mejores que las de las casas de la mayoría de los pasajeros.
Poco a poco el silencio fue adueñándose de la calle. No era un silencio completo, pero las voces iban amortiguándose, tenues como el susurro de una almohada rellena de fibra de carrizo, como si se oyeran en sueños. La enorme ciudad dormitaba al sol con la cabeza pesadamente apoyada en los hombros de sus habitantes, humedeciéndoles la ropa con la saliva que se deslizaba de su boca. Un peso inconcebiblemente colosal los aplastaba a todos. Nunca antes Shanghái había parecido tan silenciosa —¡y en pleno día!—. Aprovechando la quietud, un mendigo levantó la voz y se puso a cantar.
—Buen señor, buena señora, amable señorita, tengan piedad, una limosna para este pobre hombre. Buen señor, buena señora…
Pero no perseveró, intimidado por la inusitada calma.
Entonces otro mendigo más audaz, un hombre de Shandong, rompió con resolución el silencio.
—¡Ay de mí, qué desdichado! ¡Sin dinero y desamparado! —cantó con voz plena y vibrante.
Era una canción tradicional, transmitida de generación en generación. Contagiado por la cadencia melódica, el conductor de tranvía, que también era de Shandong, dejó escapar un largo suspiro, se apoyó en la puerta del tranvía con los brazos cruzados y coreó:
—¡Ay de mí, qué desdichado! ¡Sin dinero y desamparado!
Una parte de los pasajeros se bajó del tranvía. Entre los restantes, algunos intercambiaron unas cuantas frases. Sentados junto a la puerta, unos compañeros de oficina que volvían a casa reanudaron la conversación interrumpida.
—En definitiva, no hay gran cosa que reprocharle; el problema es que no tiene don de gentes —concluyó uno abriendo su abanico de un chasquido.
—¿Que no tiene don de gentes? —dijo el otro tras resoplar con sorna—. ¡Pues bien que sabe dar coba a los de arriba!
De pie en mitad del tranvía, un matrimonio de mediana edad con aspecto de ser hermano y hermana iba agarrado a los asideros de cuero.
—¡Cuidado! —exclamó ella de repente—. ¡No vayas a mancharte el pantalón!
Sobresaltado, él levantó el pringoso paquete de pescado frito que llevaba en la mano, procurando mantenerlo, escrupulosamente, a unos cinco centímetros de su traje de corte occidental.
—¡Con lo que cuesta hoy en día la limpieza en seco! —siguió mascullando ella—. ¡O mandar hacer un pantalón!
Al ver el paquete de pescado desde un asiento del rincón, Lu Zongzhen, contable del banco Huamao, pensó en los bollos al vapor rellenos de espinacas que su esposa le había encargado comprar en un puesto de fideos cercano a la oficina. ¡Las mujeres son así! Los bollos que se venden en las callejuelas más recónditas y tortuosas tienen que ser por fuerza los más baratos y los mejores. A ella ni se le había pasado por la cabeza ponerse en su lugar —un hombre pulcramente trajeado, con gafas de carey y maletín de cuero, recorriendo las calles con su humeante paquete de bollos recién hechos envueltos en papel de periódico, quemándole la mano, ¡qué ridículo!—. Aunque, bien pensado, si se quedaban bloqueados muchas horas y no llegaba a casa para la cena, al menos los bollos rellenos tendrían su utilidad.
Echó un vistazo a su reloj: eran solo las cuatro y media. ¿Sería solo sugestión? El caso es que ya tenía hambre. Levantó discretamente una de las esquinas del papel de periódico que servía de envoltorio y atisbó su interior. Allí estaban, uno junto al otro, blancos como la nieve, exhalando vapor con suave aroma a aceite de sésamo. Un pedazo de periódico se había quedado adherido a los bollos; lo despegó con precaución. La tinta se había transferido a la masa dejando caracteres invertidos, como reflejados en un espejo. Bajó la cabeza para tratar de descifrarlos pacientemente: «Obituarios… Ofertas de trabajo… Movimientos del mercado de valores… Estreno de la obra…», expresiones convencionales que, a saber por qué, impresas en los bollos, se convertían en bromas. Quizás porque comer era un asunto demasiado serio y, en comparación, todo lo demás resultaba irrisorio. A Lu Zongzhen también le parecieron grotescas, pero no se rio: era un tipo que sabía comportarse. Pasó de lo impreso en los bollos a lo impreso en el envoltorio. Cuando hubo leído la media hoja de periódico viejo, se detuvo, porque, si la giraba, se le caerían los bollos.
Al verlo leer el periódico, todo el autobús lo imitó. Los que llevaban un diario lo leían; y los que no, se ponían a mirar facturas, reglamentos o tarjetas de visita. Los que no disponían de nada impreso, leían los rótulos de la calle. De alguna manera tenían que llenar ese vacío aterrador; de lo contrario, sus cerebros podrían activarse. Y pensar era doloroso.
El único que no leía era el viejo que iba sentado frente a Lu Zongzhen, que hacía rodar con ruido monótono dos nueces relucientes que llevaba en la palma de la mano: sustituía la reflexión mental con ese pequeño gesto cadencioso y sistemático. El viejo tenía la cabeza afeitada, la tez cobriza y el rostro brillante. Con las arrugas, toda su cabeza parecía una nuez, y su cerebro la semilla del fruto, dulce, ligeramente jugoso, pero sin mucho interés.
A su derecha estaba sentada Wu Cuiyuan, que tenía aspecto de joven señora cristiana, solo que todavía no estaba casada. Vestía un qipao de muselina blanca con un estrecho ribete azul marino que, sobre el fondo blanco, parecía una esquela. Llevaba un pequeño parasol a cuadros blancos y azules. Su peinado era muy común, como si la joven temiera llamar la atención, a pesar de que, en ese sentido, no corría ningún peligro. No era fea, pero la suya era una especie de belleza incierta, una belleza que pareciera cuidarse siempre de no ofender. Todo en su rostro era desvaído, flojo, sin contornos: ni su propia madre habría podido decir si tenía la cara ovalada o redonda.
En casa, era buena hija; en la escuela, había sido buena alumna. Después de licenciarse en la universidad, se había quedado en la facultad como profesora de inglés, y en ese momento, mientras duraba el bloqueo, quería aprovechar para corregir ejercicios. El primero era de un alumno que arremetía contra los males de la gran ciudad, vituperando con ira justiciera y lenguaje torpe y de corrección gramatical dudosa a las «prostitutas de labios pintados… el Great World… los sórdidos bares y salones de baile». Cuiyuan reflexionó unos instantes, sacó el lápiz rojo y calificó la redacción con una A. Normalmente, ponía la nota y ya estaba. Pero ese día disponía de demasiado tiempo para pensar, y no pudo evitar preguntarse por qué había puesto a este alumno una nota tan alta. No tenía por qué dar vueltas a esa cuestión, pero, al hacerlo, su rostro enrojeció. De pronto comprendió que se debía a que este estudiante era el único varón que se había atrevido a plantearle sin reservas esos temas.
Él la trataba como a una persona experimentada y de mundo; la trataba como a un hombre, como a un amigo de confianza. La tenía en alta estima. En la universidad, Cuiyuan sentía que todos la menospreciaban, desde el rector hasta los bedeles, pasando por los profesores y alumnos… Particularmente los estudiantes, que protestaban con indignación.
—Esta universidad es un desastre, cada día peor. Que una china nos enseñe inglés ya es poco ortodoxo. ¡Pero es que, para colmo, ni siquiera ha estado en el extranjero!
Cuiyuan era objeto de reproches en la facultad y en casa. La de los Wu era una familia ejemplar, moderna y de tradición cristiana. Sus padres habían animado con todas sus fuerzas a su hija a que estudiara con afán, que fuera ascendiendo paso a paso, hasta que llegó a la cumbre… ¡Una chica de poco más de veinte años enseñando en la universidad! Todo un récord en realización profesional femenina. Pero sus padres habían ido perdiendo el entusiasmo por ella; habrían preferido que hubiera sido menos estudiosa con tal de que hubiera tenido tiempo para encontrarles un yerno rico.
Era buena hija, y también buena estudiante. Toda su familia era buena gente. Cada día se bañaban, leían el periódico y, cuando encendían la radio, nunca era para escuchar música o farsas tradicionales de Shanghái, óperas de Pekín ni nada de ese estilo. En cambio, las sinfonías de Beethoven o de Wagner las escuchaban aunque no las entendieran. En este mundo hay más gente de bien que gente de verdad… Cuiyuan no era feliz.
La vida era como la Biblia, que había sido traducida del hebreo al griego, del griego al latín, del latín al inglés, del inglés al mandarín. Y cuando Cuiyuan la leía, la traducía mentalmente del mandarín al shanghainés. Los malentendidos surgían inevitablemente.
Cuiyuan dejó la redacción y apoyó la barbilla en las manos. El sol ardiente le calentaba la espalda.
Sentada al lado de Cuiyuan, había una niñera con un niño pequeño en el regazo. Los pies del niño presionaban con fuerza el muslo de Cuiyuan. Unos zapatitos rojos de tela adornados con sendas cabezas de tigre en el empeine envolvían esos pies tiernos y firmes… Eso, al menos, era de verdad.
Un estudiante de medicina que también se encontraba en el tranvía había sacado un cuaderno de dibujo e iba retocando minuciosamente un esquema del esqueleto humano. Los demás pasajeros pensaban que estaba bosquejando al hombre que dormitaba frente a él y, como no tenían nada más que hacer, fueron uno tras otro a mirar cómo hacía el retrato, de dos en dos, de tres en tres, unos con las manos en la cintura, otros con las manos a la espalda.
—¡No soporto estas nuevas corrientes del cubismo o el impresionismo que se estilan tanto hoy en día! —susurró a su esposa el hombre del paquete de pescado.
—¡Tu pantalón! —le contestó ella al oído.
El estudiante de medicina iba escribiendo con meticulosidad el nombre de cada hueso, cada nervio, cada músculo y ligamento en el lugar correspondiente.
—Influencia del arte chino —explicó en voz baja uno de los oficinistas a un colega, ocultándose la boca con el abanico abierto—. Ahora, en la pintura occidental también está de moda añadir algo escrito. ¡El oeste se empapa de orientalismo!
Lu Zongzhen no se unió a los mirones; permaneció en su asiento, solo. Decidió que tenía hambre. Como todo el mundo se había alejado, podría tomarse cómodamente sus bollos rellenos de espinacas. Pero al levantar la mirada, atisbó a un pariente en el vagón de tercera, hijo de una prima materna de su esposa. Detestaba a ese Dong Peizhi. Era un hombre de origen humilde que albergaba grandes ambiciones: aspiraba a casarse con alguna joven de familia algo acomodada que le sirviera de trampolín en su ascenso a las altas esferas. Peizhi ya se había fijado en la hija mayor de Lu Zongzhen, que acababa de cumplir trece años, y se había hecho ilusiones, de modo que había empezado a menudear sus visitas.
—¡Maldición! —exclamó Zongzhen para sus adentros, temiendo que, al verlo, el otro aprovechara esa ocasión de oro para lanzar una nueva ofensiva. ¡No quería ni imaginar lo que sería estar encerrado con ese Dong Peizhi el tiempo que durara el bloqueo!
Recogió a toda prisa su maletín y sus bollos, y pasó como una exhalación a un asiento de la fila opuesta. Oportunamente sentada a su lado, Wu Cuiyuan le hacía las veces de eficaz escudo, impidiendo que su sobrino lo viera.
Cuiyuan volvió la cabeza y le lanzó una mirada reprobadora. ¡Diantre! Esa mujer debía de creer que él —que se había cambiado de asiento sin motivo aparente— tenía alguna intención inconfesable. Reconoció la típica expresión de las mujeres al sentirse objeto de un atrevimiento deshonesto: el rostro totalmente rígido, sin un atisbo de sonrisa ni en los ojos ni en los labios, ni siquiera en los pequeños surcos a cada lado de la nariz. No obstante, en alguna parte, sin que se pudiera precisar dónde, se adivinaba el tenue aleteo de una leve sonrisa que podía aparecer en cualquier momento. Cuando alguien se siente irresistible, no puede evitar sonreír.
¡Demonios! Dong Peizhi lo había visto y se dirigía humildemente al coche de primera clase, haciéndole reverencias desde lejos, con su cara alargada y enrojecida, y su larga túnica gris que recordaba a la de un monje: un joven casto, trabajador y sufrido, un yerno ideal. Zongzhen pensó con rapidez y decidió adaptarse a la situación, sacarle partido para salir del paso. De modo que apoyó un brazo en el saliente de la ventana que había detrás de Cuiyuan, declaración tácita de su intención de flirtear. Sabía que con esto no espantaría a Dong Peizhi y que no conseguiría hacerlo retroceder, porque el joven siempre lo había considerado un viejo capaz de cualquier atrocidad. A los ojos de Peizhi, cualquier persona mayor de treinta años era vieja, y todo viejo estaba lleno de vicios. Cuando presenciara ese comportamiento tan vil, Peizhi no podría menos que ir a contárselo a su esposa con todo detalle. Pero bueno, ¡tampoco estaba mal que su mujer se enfadara! ¡Quién le mandaba endosarle un sobrino así! ¡Que se enfadara, lo tenía merecido!
No le gustaba demasiado la mujer que se sentaba a su lado. Tenía los brazos blancos, eso sí, pero eran como dentífrico saliendo del tubo. Todo su cuerpo parecía extraído de un tubo de pasta de dientes, sin formas definidas.
—¿Cuándo se terminará el bloqueo? —le dijo en voz baja, sonriendo—. ¡Es una pesadez!
Cuiyuan se sobresaltó. Volvió la cabeza para mirarlo y descubrió que el hombre tenía un brazo extendido detrás de ella. Todo su cuerpo se puso rígido. En cualquier caso, Zongzhen ya no podía permitirse retirarlo. Su sobrino lo observaba con ojos brillantes, penetrantes, y sonrisa comprensiva. Si en ese instante Zongzhen lo hubiera mirado a los ojos, quién sabe, puede que el muy granuja hubiera bajado la cabeza, tímido como una doncella; o que le hubiera guiñado el ojo.
Apretando los dientes, Zongzhen lanzó un nuevo ataque.
—También te aburres, ¿verdad? Podríamos charlar un poco, ¡no hay nada malo en ello! ¡Vamos… vamos a charlar! —dijo sin poder evitar que su tono fuera suplicante.
Cuiyuan se sobresaltó de nuevo y le lanzó una mirada. Zongzhen recordó que la había visto subir al tranvía. Había sido un momento muy teatral, una imagen llamativa, pero el efecto había sido puramente casual, sin que pudiera atribuírsele a ella.
—¿Sabes?, te he visto subir al tranvía —dijo en voz baja—. En la ventana de la parte delantera había un cartel publicitario con un trozo arrancado, y por ese agujero te he visto la cara de perfil, solo un poco de la barbilla.
Era un anuncio de leche en polvo Nestrovit en el que aparecía un bebé regordete. Por debajo de la oreja del niño había surgido la barbilla de esa mujer; bien pensado, la escena daba cierto miedo.
—Luego has bajado la cabeza para buscar dinero en el bolso. Entonces te he visto los ojos, las cejas y el cabello.
Mirada por partes, había que reconocer que tenía su encanto.
Cuiyuan se rio. Nunca habría imaginado que de la boca de ese hombre pudieran salir esos halagos, ¡si tenía el aspecto de un hombre de negocios serio y respetable! Volvió a echarle un vistazo. A la luz del sol, el tabique de la nariz se veía rojo y translúcido. La mano que asomaba de la manga y descansaba en el periódico era cetrina y parecía sensible —¡una persona de verdad!—. No excesivamente sincero, tampoco muy inteligente, ¡pero era una persona de verdad! De repente se sintió entusiasmada y feliz.
—¡No diga esas cosas! —musitó apartando la cara.
—¿Eh?
Zongzhen ya había olvidado lo que había dicho. Tenía los ojos clavados en la espalda de su sobrino. Ese joven sabía desenvolverse con tacto y se había dado cuenta de que estaba de más. No había querido ofender a su tío. Volverían a verse, seguro. Eran parientes, y esos lazos no se cortaban así como así. El sobrino había decidido retirarse al vagón de tercera. Al ver que Peizhi se iba, Zongzhen se apresuró a retirar el brazo y adoptó el tono de un señor respetable.
—¿Estudia usted allí? —preguntó, por decir algo, al ver escrito «Universidad Sheguang» en el cuaderno que Cuiyuan llevaba en el regazo.
¿La había tomado por una jovencita? ¿Por una estudiante? Sonrió sin responder.
—Yo me gradué en Huaqi —dijo Zongzhen, y repitió el nombre—: Huaqi.
Cuiyuan tenía en el cuello un pequeño lunar marrón, como si le hubieran clavado una uña allí. Inconscientemente, Zongzhen se frotó las uñas de la mano izquierda. Tosió, antes de proseguir.
—¿Cuál es su especialidad?
Cuiyuan se dio cuenta de que el hombre había retirado el brazo, y supuso que el cambio de actitud se debía a la influencia de su porte digno y distante. Visto así, no le pareció mal contestarle.
—Letras. ¿Y usted?
—Negocios. En mi época de estudiante, dedicaba mis esfuerzos a los movimientos estudiantiles. Y cuando salí de la universidad, a ganarme la vida —añadió de repente al parecerle sus réplicas un tanto escuetas—. ¡No puedo decir que haya estudiado mucho!
—¿Su trabajo lo mantiene muy ocupado?
—Es de locos. Por la mañana tomo el tranvía para ir al trabajo; por la tarde, para volver a casa, ¡y sin saber ni por qué voy ni por qué vuelvo! Mi trabajo no me interesa nada. Digamos que lo hago para ganar dinero, ¡pero no sé para quién lo gano!
—El que más y el que menos… todo el mundo tiene cargas familiares.
—No puedes hacerte una idea, mi familia… ay, mejor no hablar del tema.
«¡Ya está!», pensó Cuiyuan, «su esposa no lo comprende. Se diría que todos los hombres casados del mundo necesitaran desesperadamente la comprensión de una mujer que no sea la suya».
Zongzhen vaciló unos instantes.
—Mi mujer… no me comprende —farfulló apurado.
Cuiyuan lo miró frunciendo las cejas, comprensiva.
—No entiendo por qué vuelvo puntualmente a casa cada día. ¿Adónde vuelvo? En realidad, no tengo hogar al que volver.
Se quitó las gafas, las expuso a la luz y limpió el vaho con un pañuelo.
—No me queda más que seguir adelante, ir tirando y seguir, tratando de no pensar en ello. ¡No quiero ni pensarlo!
A Cuiyuan le producía cierto pudor que un miope se quitara las gafas, un poco como si se desnudara en público; era una falta de decoro.
—¡No… no te haces una idea de cómo es esa mujer! —prosiguió Zongzhen.
—Pero al principio… —intervino Cuiyuan.
—Al principio yo me oponía a ese matrimonio. Fue mi madre quien lo arregló todo. Claro, quería elegir yo mismo, pero… Antes ella era muy hermosa… y yo era joven… y un joven, ya se sabe…
Cuiyuan asintió.
—Y luego se transformó en lo que es ahora… Incluso mi madre se peleó con ella y, cambiando de opinión, ¡me echó a mí la culpa de haberme casado con ella! Tiene… tiene un temperamento que… Y ni siquiera terminó la primaria.
Cuiyuan no pudo menos que sonreír.
—Parece que valoras mucho un título, pero es solo papel. En realidad, ¡la educación tampoco es tan importante para una mujer!
No sabía por qué había dicho eso, hiriendo así su amor propio.
—Por supuesto, puedes permitirte hablar con ironía porque has recibido una educación superior. No sabes cómo es de…
Zongzhen se interrumpió, respirando con dificultad. Volvió a quitarse las gafas que se acababa de poner para limpiar los cristales.
—¿No exageras un poco? —preguntó Cuiyuan.
—No sabes, es… —dijo él gesticulando dificultosamente con las gafas en la mano.
—Lo sé, lo sé —se apresuró a contestar Cuiyuan.
Lo que sabía era que si ese matrimonio no se llevaba bien, no era únicamente por culpa de la esposa. Él también era un hombre simple, y lo que necesitaba era una mujer que supiera perdonarlo y fuera indulgente con él.
En la calle se formó un repentino tumulto con la llegada estrepitosa de dos camiones repletos de soldados. Cuiyuan y Zongzhen asomaron la cabeza para ver qué estaba ocurriendo y, de forma totalmente fortuita, sus rostros quedaron muy cerca uno de otro. Desde una distancia muy corta, el rostro de cualquier persona se ve muy distinto de como es normalmente, con la intensidad de un primer plano en la pantalla de cine. Zongzhen y Cuiyuan sintieron de repente que se veían por primera vez. A los ojos de él, el rostro de ella parecía el bosquejo a la aguada de una peonía. Los pelos de las sienes, despeinados por el aire, eran los pistilos agitados por la brisa.
Él la miró, ella se sonrojó. Al ver el rubor, se mostró feliz, y eso la hizo sonrojarse todavía más.
Zongzhen nunca había pensado que podría hacer que una mujer se ruborizara, sonriera, apartara la cara y la volviera hacia él. En ese tranvía, era un hombre. Normalmente, era contable, padre de sus hijos, cabeza de familia, pasajero del tranvía, cliente de las tiendas, ciudadano. Pero para esta mujer que no sabía nada de él, era solo un hombre.
Se enamoraron. Él le contó muchas cosas sobre el banco: con quién se llevaba mejor, quién era amable con él solo en apariencia; y sobre su casa: las discusiones, sus sufrimientos secretos, sus aspiraciones de estudiante… Hablaba sin parar, pero a ella no se le hizo pesado. Cuando un hombre se enamora siempre se vuelve parlanchín; pero la mujer enamorada, sin embargo, no es tan propensa a hablar —por una vez—, sabe de forma inconsciente que, en cuanto un hombre comprende a fondo a una mujer, deja de amarla.
Zongzhen decidió que Cuiyuan era una mujer adorable: blanca, grácil, cálida, como una bocanada de vaho en invierno. Si no la necesitabas, se desvanecía en silencio. Y como formaba parte de ti mismo, lo entendía todo, lo perdonaba todo. Si le confiabas una verdad, le dolía el corazón por ti; si le contabas una mentira, sonreía como diciendo «¡Menudo cuentista eres!».
Zongzhen se quedó callado unos instantes.
—Estoy pensando en volver a casarme —dijo de repente.
Cuiyuan se mostró alarmada.
—¿Quieres divorciarte? Pero… no puedes hacer eso, ¿verdad?
—No me puedo divorciar. Tengo que pensar en la felicidad de mis hijos. Mi hija mayor tiene trece años y acaba de entrar en secundaria, saca buenas notas.
Cuiyuan pensó para sus adentros: «¿Qué tendrá eso que ver con este asunto?», y dijo con frialdad:
—Ah, ya, vas a tomar una concubina.
—Pienso tratarla como si fuera mi esposa —dijo Zongzhen—. Lo… lo dejaré todo bien atado. No permitiré que sufra de ninguna manera.
—Pero —dijo Cuiyuan—, si es de buena familia, no necesariamente aceptará. Y luego, todos los problemas legales…
Zongzhen suspiró.
—Sí, tienes razón. No tengo derecho a hacerlo. No tendría ni que haberlo pensado… Soy demasiado viejo. Treinta y cinco años ya.
—Bueno, hoy en día eso ya no se considera viejo —dijo Cuiyuan con voz pausada.
Zongzhen se quedó callado.
—Tú… ¿cuántos años tienes? —preguntó al cabo de un rato.
—Veinticinco —contestó Cuiyuan cabizbaja.
—¿Eres libre? —inquirió Zongzhen tras una breve pausa.
Cuiyuan no contestó.
—No eres libre —dijo Zongzhen—. Incluso si tú aceptaras, tu familia se opondría, ¿verdad?… ¿Verdad?
Cuiyuan apretó los labios. Su familia, esa gente tan impecable: ¡cuánto los odiaba! Ya estaba harta de sus pamplinas. Querían que les encontrase un yerno rico, pues bien: Zongzhen no tenía dinero, pero sí esposa. ¡Que se fastidiaran! ¡Sí, señor, se lo merecían!
El tranvía se iba llenando de nuevo. Tal vez fuera corría el rumor de que no tardarían en levantar el bloqueo. Uno tras otro, los pasajeros fueron entrando y sentándose. Comprimidos, Zongzhen y Cuiyuan tuvieron que sentarse más y más cerca, y les sorprendió haber sido tan tontos como para no haberse sentado más juntos por iniciativa propia.
Zongzhen sintió que era demasiado feliz, tuvo que protestar.
—¡No, no puede ser! —dijo con voz afligida—. ¡No puedo permitir que sacrifiques así tu futuro! Eres una persona de categoría, con buena educación… y yo… no tengo mucho dinero. No puedo arruinar así tu vida.
Pues sí, era un problema de dinero; lo que decía era razonable. «Se acabó», pensó Cuiyuan. Probablemente, se casaría algún día, pero su marido nunca sería tan encantador como este hombre conocido por azar, como dos hojas que se encuentran flotando en el agua… este hombre del tranvía bloqueado en la zona acordonada… y nada volvería a ser tan natural como ahora. Nunca más… Oh, este hombre, ¡qué tonto! ¡Pero qué tonto! Ella que solo quería una pequeña parte de su vida, la que nadie más quisiera… Y él echaba a perder su propia felicidad sin necesidad alguna. ¡Qué desperdicio más idiota! Cuiyuan lloró, pero no con la elegancia de una dama, sino rociándole a él el rostro con sus lágrimas. Era un hombre de bien… ¡uno más en el mundo!
¿De qué serviría explicárselo? ¡Una mujer que tuviera que valerse de las palabras para emocionar a un hombre! ¡Qué patética!
Zongzhen se puso tan nervioso que no pudo decir ni una palabra. Con la mano, agitó una y otra vez el parasol de Cuiyuan. Ella no le hizo caso, y él le sacudió la mano.
—Oye… oye… aquí hay mucha gente. No llores, ¡no te pongas así! Dentro de un rato lo hablamos todo por teléfono. Dame tu número.
Cuiyuan no respondió.
—Tienes que darme un número de teléfono como sea —insistió él.
—Siete, cinco, tres, seis, nueve —dijo Cuiyuan tan rápido como pudo.
—¿Siete, cinco, tres, seis, nueve? —preguntó él.
No hubo contestación.
—Siete, cinco, tres, seis, nueve —iba repitiendo Zongzhen entre dientes mientras se hurgaba los bolsillos en busca de la estilográfica, que, con los nervios, era incapaz de encontrar.
Cuiyuan tenía el lápiz rojo en el bolso, pero no quiso sacarlo. Zongzhen debía memorizar su número, si no, era que no la amaba y no había más que hablar.
Se levantó el bloqueo. La señal la dio una campanilla, ding, ding, ding, ding… Cada ding era un punto diminuto y frío que, creando una línea discontinua con los demás, separaba el espacio del tiempo.
Un viento de júbilo recorrió la gran ciudad. El tranvía continuó su camino. De repente, Zongzhen se levantó, se abrió paso entre la multitud y desapareció. Cuiyuan volvió la cabeza hacia otro lado, como si no le hubiera prestado atención. Él se había ido. Para ella, era como si estuviera muerto.
El tranvía aceleró. A la luz del crepúsculo, en la acera, un vendedor de tofu fermentado seco descolgó la pértiga de su hombro para tomarse un respiro; otra persona sacudía el cilindro de tablillas de adivinación en monótono soniquete, con los ojos cerrados; una mujer rubia y alta, con un ancho sombrero de paja colgado en la espalda, dirigió una sonrisa dentuda a un marinero italiano y bromeó con él. Cuando Cuiyuan los miró, todos cobraron vida, pero vivieron solo ese instante. El tranvía siguió veloz su camino, campaneando, y los de la acera murieron, uno tras otro.
Cuiyuan cerró los ojos disgustada. Si él la llamaba, seguro que ella era incapaz de controlar su voz y se mostraría ilusionada por su regreso a la vida después de haber muerto.
En el tranvía, las luces se encendieron, y ella abrió los ojos. Enseguida lo vio sentado en el sitio que ocupaba al principio, tan lejos. Se estremeció. ¡Así que él no se había bajado del coche! Y lo comprendió: nada de lo sucedido durante el bloqueo se había producido en realidad. La ciudad de Shanghái entera se había echado una cabezada y había tenido un sueño absurdo.
—¡Ay de mí, qué desdichado! ¡Sin dinero y desamparado! —cantó a pleno pulmón el conductor del tranvía—. ¡Ay de mí, qué desdichado!…
Una vieja zurcidora cruzó la calle aturullada por las prisas, rozando el morro del tranvía.
—¡Cerda! —vociferó el conductor.
Lu Zongzhen llegó a casa justo a tiempo para la cena. Mientras comía echó una ojeada al boletín de notas que su hija acababa de recibir. Recordaba todavía lo ocurrido en el tranvía, pero el rostro de Cuiyuan le parecía ya algo borroso —era un rostro olvidable por naturaleza—. No recordaba lo que había dicho ella, pero sí nítidamente cada una de las palabras que había dicho él mismo, unas con ternura: «Tú… ¿cuántos años tienes?»; otras con vehemencia: «¡No puedo permitir que sacrifiques así tu futuro!». Después de comer, aceptó la toallita caliente que se le ofrecía y se dirigió hacia el dormitorio con paso tranquilo, limpiándose la cara. Encendió la luz de su habitación. Un escarabajo estaba intentando cruzar el cuarto; ya había recorrido la mitad del camino. Al ver luz, se quedó agazapado en el parquet, completamente inmóvil. ¿Estaría haciéndose el muerto? ¿Estaría pensando? Ocupado en ir de aquí para allá todo el día, tendría poco tiempo para pensar. Pero pensar era doloroso. Zongzhen apagó la luz, dejando la mano apoyada en el interruptor. La palma se le humedeció; por todo el cuerpo le brotaron gotas de sudor, produciéndole hormigueos, como bichos que lo recorrieran. La encendió de nuevo. El escarabajo ya no estaba. Había vuelto a su nido.
Este relato aparece como anexo a la novela Un amor que destruye ciudades (2016) publicada por Libros del Asteoide. Su traducción pertenece a Anne-Hélène Suárez y Qu Xianghong.