John Better
(Barranquilla, Colombia, 1978)
Es poeta y narrador, así como periodista en prensa y televisión. Colabora con distintos medios latinoamericanos. Su obra ha sido traducido a otros idiomas, tales como el inglés y el italiano. Recientemente, Seix Barrial le publicó su novela Limbo.
Chicos de Venezuela.
Estaba sentado en una banca del Paseo Bolívar a punto de estallar el pin sabor a sandía de mi cigarro cuando lo conocí.
—¿Complas paleta? Dijo el chico.
Era una voz aniñada, enternecida todavía más por su dificultad al pronunciar las “erres”.
—Tengo veldes, amalillas, lojas, insistió.
Eran enormes lunas de tóxico azúcar incrustadas en un largo tubo de madera más grande que él.
— ¿Y cómo te llamas? Indagué.
— Malco.
— ¡Malco! Qué lindo y extraño nombre, dije.
— ¡No, no! Maaalco, con “el-le” de latón Mickey.
— ¡Ah, Marco! Comenté divertido.
— Eso, así. Soy de Malacaibo.
— Un placer, yo me llamo Joan.
— ¿Y en qué tlabajas?
— Estudio aves.
—¿ Los pajalitos se estudian?
— Sí.
“Niña, tienes que ir al centro a comer «caraotas”, recordé las palabras de una loca conocida refiriéndose a los chicos inmigrantes venezolanos que merodeaban por el centro de Barranquilla. Me parecía desalmado reducir a estos muchachos al ingrediente típico de un platillo que hace tiempo no se llevaban a la boca por la precaria situación de la «Repùblica Bolivariana», minimizarlos a un pasabocas para la dieta sexual de las maricas más voraces de la ciudad era demasiado.
—¿Y me vas a complal la paleta?
—¿Qué cuestan?
—Mil pesos.
Marco tenía unos intensos y verdiamarillos ojos, pensé en una bolita de uñita partida por la mitad al verlos. Su cara era como una piedra a la que la corriente del río ha pulido con esmero. Su cabello era de un tono cobrizo, intuí algunas mezclas extranjeras en su sangre. Lo imaginé desnudo, un santo adolescente sobre los altares de Sorte sofocado por las llamas de los velones..
—¿Y no te vas a comel la paleta? Preguntó Marco.
—No sé, me da algo de pesar hacerlo. Mira, es tan bonita ¿Parece una luna roja, no crees?
—A mí me palece al foco de un semáfolo,
Ya Marco se había sentado a mi lado. Olía a sol, a melaza y cobre de tanto manosear y recontar monedas. Sus uñas estaban limpias y sus zapatos algo remendados pero pulcros. Llevaba una camiseta como dos tallas más grandes a la de él y un jean negro reventado a la altura de las rodillas.
—Hay muchos chicos venezolanos en esta zona, dije expulsando una bocanada de humo de mi cigarrillo.
—“Lebuscaándose”, como dicen ustedes.
—¿Y cómo se “lebuscan”? Indague imitando su rotacismo.
—Venden paletas como yo, tinto, cluciglamas, chucherías. Otlos hacen “cosas” con gente que viene aquí.
—¿Qué cosas?
—Tú sabes…
—No sé, cuéntame.
—Pol aquí viene muchos tipos como tú…
—¿Cómo yo? ¿También estudian aves?
Marco me pidió un cigarro y lo encendió. Creo que empezaba aburrirse.
De pronto noté algo en una de las paletas incrustadas en el tubo de madera.
—¡Abejas! Dije
—¡A dónde! Exclamó un asustadizo Marco.
—En esa paleta, dije señalando una luna de azúcar amarilla.
—Ah, eso, Es que cuando hacen las paletas en la bodega, hay bastantes abejas levoloteando y caen en la melaza caliente y se muelen. Las abejas son limpias, no te de asco, ellas hacen la miel y también les gusta comelsela, les gusta tood lo dulce, el azucal, el chocolate y todo eso.
—Sabes, Marco, una vez leí en un relato de Truman Capote donde hablaba, si mal no recuerdo, de una muchacha que para saber si había encontrado el amor verdadero tiene que capturar una abeja, aprisionarla con el puño, y si esta le pica no lo ha encontrado aún y si el animalito no le hace daño quiere decir que ese chico al que ha conocido semanas antes es el adecuado y por ende es el amor de su vida.
—Todas las abejas pican, fue lo último que me dijo Marco antes de marcharse no sin antes regalarme una hermosa sonrisa.
Ha pasado un par de meses desde aquel encuentro. A veces recorro el Paseo Bolívar a ver si lo veo por ahí con sus lunas de azúcar que vende a mil devaluados pesos colombianos.
—¿Sabes algo de un chico llamado Marco? Le pregunto a un muchachito moreno como el cuero que yace sentado en una de las bancas.
—Tiene días que no viene, pero estoy yo, me llamo Manuel.
¿A dónde vamos? Contesta con un fuerte acento venezolano.
Me alejo con mis casi cuarenta años encima, mientras la tarde languidece y el centro es un enloquecedor zumbido de pitos de autos y gentes de un lado a otro. En una jardinera del Paseo Bolívar veo una tres abejas libando florecillas, entonces me atrevo y de un manotazo atrapo una.