Quince Duncan
(San José, 1940)
Considerado como el primer escritor afrocostarricense que publica en idioma español, Quince Duncan es uno de los intelectuales más importantes del pensamiento y la literatura afrocaribeña. Es además, permanente defensor de los Derechos Humanos de las negritudes de su país. Este relato pertenece a Los cuentos de Anansi o Cuentos del Hermano Araña (1975), provenientes de la tradición oral africana, y no deja de ser propicio para tiempos en donde se renuevan las maneras del autoritarismo en Latinoamérica en particular, y en el mundo en general.
Anansi el rey feliz
Para comenzar el nuevo año, el Rey Anansi quería hacer leyes bien divertidas. Al menos, que lo fueran para él. Así, el primer decreto del año fue un decreto a las sentadas. El rey pensó que su pueblo pasaba mucho tiempo sentado en los parques, en sus casas, en las iglesias, y en las escuelas, así que decidió poner un impuesto, para que todo el mundo pagara cien monedas reales por cada hora que estuviera sentado.
Entonces la gente, para no tener que pagar un impuesto tan duro, decidió mejor no sentarse. En todas partes se instalaron camitas. En las iglesias quitaron las bancas y las sustituyeron por camitas, en los parque colgaron hamacas, en las casas guardaron las sillas y los sillones para poner en su lugar camas con reclinatorios y eso mismo hicieron en las escuelas, que ahora lucían camitas donde antes estaban los pupitres, le compraron una escalera a la maestra y pasaron el pizarrón al cielo raso. De modo que los niños pasaban las clases acostados, viendo hacia el cielo raso.
Anansi no se conformó con eso. Al principio le pareció muy divertido, pero pronto se aburrió, y decidió mejor poner ahora un impuesto más fuerte a las acostadas. En vez de cien monedas reales por cada sentada, comenzó a cobrar doscientas monedas reales por acostada.
Bueno, algo tenía que hacer el pueblo para defenderse de ese rey tan loco. Los profesores de educación física comenzaron a dar clases a todo mundo, para que desarrollaran bien sus músculos y se hicieran todos atletas. De modo que, al poco rato, ya uno veía en todos los caminos y plazas de Tuculandia, a la gente corriendo por las mañanas, andando en patines o en sus bicicletas, todo por no tener que pagar impuestos tan altos.
En la escuela, bajaron del techo la pizarra y la volvieron a pegar en la pared. Quitaron las camitas y ahora sí, a recibir las lecciones de pie, y por las noches en vez de acostarse, la gente dormía en cuclillas.
¡Qué va! Nada de eso fue suficiente para el travieso rey Anansi, que siempre se divertía mucho al principio, pero que después se aburría. Lo malo es que se olvidaba quitar las leyes tan extrañas que dictaba, y en cambio siempre salía con otra cosa. De eso es que la gente decía que en Tuculandia, “tras de cuernos palos”.
Al fin un día, todo el pueblo estaba cansado, pues dormían muy mal, y pasaba el día casi sin sentarse.
Las personas se pusieron de acuerdo y decidieron ir a conversar con el rey, para arreglar el problema. Anansi los recibió sentado en su gran trono, y después de escucharlos, les dijo que en realidad había olvidado quitar esas leyes. Estaba dispuesto a cambiarlas, pero que se fijarán bien en lo que estaban pidiendo porque estaba dispuesto a complacerlos una sola vez.
Para evitar problemas, el pueblo puso por escrito lo que quería: que quitara todos los impuestos que había puesto sobre la manera en que podían tener su cuerpo.
Pues bien, Jack Mantorra siempre se queda como pensando cuando se acuerda del final de este cuento. A veces se ríe bien fuerte, a carcajada limpia, y enseña sus grandes dientes de oro. Pero otras veces más bien se pone triste. Y es que dice Jack, que el tramposo rey Anansi, de veras quitó todos los impuestos que el pueblo quería que quitara. Ya de nuevo, hubo bancas en las iglesias y en las escuelas, sillas y sillones en las casas y la gente pudo dormir bien acostada y calientito bajo sus cobijas.
Por supuesto, todo el pueblo comenzó a pasar el tiempo feliz y contento. Pues, yo no sé si será verdad pero Jack Mantorra dice que cuando el rey Anansi vio feliz y sonriente a todo el pueblo, le puso un impuesto a las sonrisas.