Eduardo Heras León
(La Habana, 1940)
Escritor y docente. Uno de los oficios que ha llevado a cabo durante su vida de manera más apasionada e ininterrumpida es el de cuentista, lo cual le ha valido diversos premios. En este relato nos ofrece una historia común acerca de la sabiduría (léase también la tozudez) que trae consigo la experiencia.
El viejo y el horno
Cien veces me han preguntado por qué sigo en esta fábrica y cien veces he respondido lo mismo. Y si me lo preguntan es porque conocen mi carácter. Porque saben que hablo poco y que no me gustan las bromas. Que tengo fama de ácido y no le aguanto a nadie una confianza. Porque he tenido muchas discusiones, hasta con el administrador. Pero siempre respondo lo mismo. De aquí no me voy. En esta fábrica sigo hasta que me retiren.
Los que me preguntan no entienden bien mis razones. O parece que no entienden. O no quieren entenderlas. Me tiene sin cuidado. Que piensen lo que quieran. Yo estoy aquí, y aquí sigo. Aunque a veces uno se moleste porque le buscan a uno la lengua. Y cuando ya los años le pesan a uno encima del pecho, entonces ya no se está para bromas o para andar perdiendo el tiempo en boberías. Ésa es mi norma. Y así he trabajado aquí desde que empecé, desde que esto no eran más que dos naves todavía a medio levantarse y ni una grúa siquiera se había instalado en la planta.
Así que para que no pregunten más y me dejen tranquilo de una vez, vuelvo a repetir que de esta fábrica no me voy, aunque ahora no sea igual que hace unos años, aunque ahora no se me necesite igual. Porque se avanza. Estos años pasan más rápido que los de antes, aunque duren lo mismo. Lo que pasa es que ahora el tiempo falta para las cosas que hay que hacer. Pero hay más gente. Y es gente que sabe. Eso es verdad. Aunque de todas formas tengan que aprender aquí unas cuantas cosas que no les enseñan en las escuelas. Pero las aprenden. De eso no hay dudas. Aunque les cueste y tengan que echarse en el bolsillo ese poquito de autosuficiencia que traen. Yo entendí bien todo eso. A mis años, uno sabe el lugar que le corresponde. Por eso, cuando Losada llegó aquí con su título nuevo de Ingeniero Eléctrico, yo le dije a Sosa:
—Ya hay un ingeniero en fábrica, así que cuando quiera lo nombra jefe de Mantenimiento, y a mí me deja de electricista “A”, que eso es lo que soy yo.
Él se echó a reír y no me hizo caso, y el ingeniero Losada empezó a trabajar conmigo. Y él no es un mal muchacho. Es inteligente. Y trabaja como un buey. Se sabe embarrar de grasa y ensuciar las manos, que eso es muy importante en un ingeniero. No vaya decir que no hemos tenido discusiones. Ha habido algunas, sobre todo porque él trabaja mucho con la vista, mirando los planos, y yo con el oído, oyéndole el ruido a los motores. Y no es que se lo tenga a mal. Es natural que él lo haga así, pero muchas veces le digo que además hay que hacerlo como yo lo hago. Y él me oye, eso es verdad. No me dice que sí o que no. Pero me oye. Y eso es otra buena cualidad, no sólo en un ingeniero, sino en cualquier persona.
Ya no se puede decir que Losada sea un novato. Porque ya lleva tiempo aquí y ha aprendido bastante. Y como lo que hace siempre es trabajar y como no se pasa la vida perdiendo el tiempo, yo también lo respeto. Por eso, ya las discusiones son las mínimas. O mejor dicho, fueron mínimas hasta ayer, porque ayer fue un día muy difícil para los dos. Tan difícil que cosas como las que pasaron ayer son las únicas capaces de lograr que yo me vaya de esta fábrica.
Porque ayer se rompió el horno. Le empezaron a ocurrir un montón de cosas raras y no hacía arco. Eso fue lo que me dijeron. Porque yo estaba de vacaciones, disfrutando el día en la casa, con los nietos. Eran como las cuatro de la tarde y yo estaba haciendo preparativos para la noche, cuando sonó el teléfono.
—Viejo, se rompió el horno —dijo la voz de Sosa— Hace falta que vengas.
—¿El ingeniero Losada no está ahí? —le pregunté yo.
—Está —dijo él.
—Bueno, entonces que le meta mano… Él sabe.
—Viejo… —dijo Sosa con otro tono de voz.
—Dime, dime…
—Yo preferiría que tú vinieras. Yo te mando a recoger…
Yo iba a insistir en lo del ingeniero, pero no dije nada. Aunque no comprendía por qué Losada no podía arreglar la rotura. Me puse a esperar la máquina de la fábrica.
Cuando llegué al taller, fui a cambiarme de ropa. A los pocos minutos, me dirigí al rincón del horno. Todavía estaba encendido pero los electrodos estaban arriba, y la tapa se había desplazado un poco a la derecha de la cazuela. Me detuve un momento para observar la pizarra. Saludé a Sosa y al ingeniero que se acercaban…
—¿Cuándo se rompió? —fue lo primero que pregunté.
—Hace cuestión de tres horas —dijo Sosa con el rostro un poco sombrío.
—No hace arco —dijo el ingeniero. —En mi opinión es un problema de la pizarra —dijo con seguridad.
Yo me le quedé mirando. Él se quedó medio cortado.
—¿En la pizarra? —dije. —No lo creo. Esa pizarra es muy segura. Sería la primera vez.
Ahora fue él quien me miró. Me señaló los electrodos.
—Mire —dijo— no bajan bien, no hacen el arco. Yo revisé el sistema de alimentación de la corriente y lo encontré okei.
—¿No será un problema mecánico? —dije, acercándome más al horno.
—No, viejo —dijo Sosa. —Lo acaba de revisar Rivera con una brigada de mecánicos y todo está normal.
La cosa es eléctrica.
—Okei, vamos a ver —dije.
Le grité al fundidor que estableciera el arco en la pizarra. Cuando hizo girar la palanca, observé las luces de los electrodos que se encendieron, primero normalmente, y que luego, casi de inmediato, comenzaron a palidecer. Una de ellas se apagó por completo. Me acerqué al horno por la parte posterior y escuché… El horno es una maraña de ruidos simultáneos. Para un oído poco entrenado, todos los ruidos se confunden, se entrelazan y dan la impresión de que son un solo ruido grande. Pero los años no pasan por gusto. Ni la experiencia por los oídos tampoco. Yo había ayudado a montar ese horno diez años atrás y le conocía hasta el ritmo de su respiración. Por eso podía diferenciar el ruidito de muelle partido de un electrodo resbalando, o de telégrafo descompuesto, que es el ruido habitual de la pizarra, o el más leve, pero seco sonido del sistema de alimentación de agua… Por eso me incliné un poco más y me puse a escuchar. Me bastaron unos minutos. Volví a mirar la pizarra, toqué ligeramente los cables y entonces le dije a Sosa:
—Es el sistema de alimentación. Hay que desmontarlo. Debe tener un corte.
—¿Y cómo usted lo sabe? —dijo el ingeniero un poco molesto.
A mí no me gustó el tono de Losada. Así que lo miré serio y le dije:
—No importa cómo lo sé. Yo digo que es el sistema de alimentación.
—Y yo digo que es la pizarra —dijo el ingeniero dirigiéndose a Sosa. —Es evidente que un relay está malo —agregó.
Sosa se dirigió entonces a los dos.
—¿No pueden ponerse de acuerdo?
—Es el sistema de alimentación, Sosa. Si usted no me cree… —dije.
—No es que no lo crea, viejo —dijo Sosa. —Pero fíjese, el ingeniero dice que es la pizarra, y usted que es el sistema de alimentación…
—Si quieren desarmar el sistema de alimentación, háganlo —dijo Losada. —Ahora, como ingeniero, yo ni estoy de acuerdo, ni me hago responsable.
Yo no dije una palabra más. Yo sabía que Sosa estaba pasando un mal momento, pero no podía hacer nada. Vi que el ingeniero volvía a mirar en el plano y se acercaba a la pizarra, trazaba en el aire un imaginario circuito con el dedo y volvía a decir bajito: “Tiene que ser en la pizarra…”
Así que, finalmente saqué a Sosa de su cavilación y le dije:
—Bueno, Sosa, usted decide. ¿Se desarma el sistema de alimentación, o no se desarma?
Sosa todavía vaciló unos segundos más. Finalmente, miró al ingeniero con un gesto de resignación y dijo:
—Está bien, viejo. Desármelo.
Y salió caminando en dirección a la salida del taller.
—¿No se queda? —le pregunté.
—No —dijo. —Puede ser que venga después. Vi que el ingeniero lo seguía.
—¡Losada! —le dije. —¿No quiere darme una mano? Él se volvió con la cara muy seria. Hizo como si quisiera decirme una mala palabra, que eso se lo noté en el gesto. Pero no dijo nada, y salió detrás de Sosa.
Al poco rato apareció, sin camisa, con una caja de herramientas en las manos. Me dijo:
—¿Por dónde empezamos?
Eran más de las once de la noche. Llevábamos más de seis horas seguidas trabajando y la rotura no había aparecido. Revisábamos pieza por pieza, palanca por palanca, cable por cable. Losada consultó varias veces el esquema eléctrico. Se subió al horno todavía caliente y estuvo revisando las terminales de los electrodos. Pero no encontramos la rotura. Me senté unos minutos a descansar en el piso del taller y Losada me imitó. El ingeniero no hablaba. Me pasé las manos por la frente y se me empaparon de sudor y polvo. Me levanté y volví a observar los cables tirados en el suelo, las herramientas llenas de grasa, la cara del ingeniero que seguía mis movimientos con un gesto inexpresivo.
—Losada —le dije— yo llevo cuarenta años de electricista y le digo a usted que el problema de ese horno está en el sistema de alimentación…
—Puede ser, viejo —dijo Losada. —Pero el hecho es que no aparece. ¿Qué va a hacer ahora? ¿Por qué no miramos la pizarra? Mire —y abrió nuevamente el plano grasiento ya por el uso— el circuito aquí…
—Losada —volví a decirle. —¿Quiere hacerme un favor?
—¿Qué es?
—¿Me ayuda a revisar los cables otra vez?
—Pero viejo —dijo el ingeniero—, ¿no ve que es inútil, que lo hemos comprobado todo minuciosamente? ¿No ve que la rotura no está aquí? ¿No lo ve? —dijo un poco alterado.
—Losada —insistí yo. —Nunca le he pedido nada a usted, ¿verdad? Ésta será la primera cosa que yo le pida. Y será también la última. Si el defecto no está aquí, mañana pido mi retiro…
—Mire, viejo, la cosa no es para tanto. Cualquiera puede equivocarse —dijo el ingeniero.
—Losada —le dije yo muy serio. —¿Me va a ayudar? Dígame sí o no.
El ingeniero se quedó callado. Dobló cuidadosamente el plano y lo guardó en el bolsillo del pantalón. Se puso de pie y se dirigió nuevamente al horno. Se inclinó sobre los cables y me dijo:
—Usted revise otra vez las anillas, viejo. Déjeme a mí los cables.
Yo comprendo que soy un tipo seco. Eso lo dicen todos aquí. Y yo creo que es verdad. Pero también tengo mis momentos, como todo el mundo, en que los ojos se me nublan y me entra la flojera por dentro. Lo que pasa es que eso no ocurre con frecuencia. Y yo sé ocultarlo. Y ayer fue un día de esos. Ya he dicho que fue un día difícil. Tan difícil como encontrar la cabrona rotura que no aparecía por ninguna parte. Yo ya había terminado de revisar todo nuevamente y tuve que sentarme porque las piernas se me aflojaron.
Estaba ya por tomar mi decisión, la única que podía tomar, cuando desde la calle, detrás de las sombras de esa noche cerrada, allá por las casas que circundan la fábrica, se oyó una gran algarabía y empezaron a sonar los voladores y un montón de fuegos artificiales empezó a caer del cielo como una cascada de luces y de estrellas. Yo miré el reloj y me di cuenta. Se oyó la voz de Sosa que entraba en el taller con una botella. Y con él una turba de gente cantando, riendo…
—¡El año que se va, merece un trago! —gritó Sosa.
Yo no le respondí. Él se me acercó. Me pasó un brazo sobre los hombros, y dijo:
—Tómese un trago, viejo, que debe hacerle falta…
Yo iba a decirle que no, que lo dejara, que no estaba para tragos, que era muy bueno que él estuviera aquí, con uno, en un día como éste, pero que ya no importaba nada más, que todo iba a terminar…
Entonces, el ingeniero Losada se levantó de los cables y vino hasta nosotros sin decir una palabra. Cogió la botella. Bebió. Luego me agarró una mano y la apretó largamente entre las suyas.
—En el tercer cable, viejo… Un corte en el terminal —dijo.
Y yo le vi los ojos al ingeniero. Y a Sosa. Y no hizo falta más. Con eso me bastó, me basta para seguir aquí, en mi fábrica. Hasta que me retiren. O hasta que muera…
El relato aquí seleccionado proviene de El viejo y el horno. Historias de la revolución cubana (Para leer en libertad, 2013).