Un Lugar para Ti

Narrativa y ficción de Estados Unidos: Gertrude Atherton

Tiempo de lectura: 18 minutos

Gertrude Atherton

(San Francisco, 1857-1948)

Muchas de sus novelas están ambientadas en su estado natal, California y dentro de sus temas de interés, resaltan el feminismo, la política y la guerra. Black Oxen se convirtió en una película silente del mismo nombre.

La muerte y la condesa

Era un viejo cementerio, y ellos habían estado largo tiempo muertos. Aquellos últimamente muertos, habían sido puestos en el nuevo camposanto, sobre la colina, cerca de Bois D’Amour y cerca de los sonidos de las campanas que llaman a la gente a misa. Pero la pequeña iglesia donde se celebraba la misa, seguía fielmente al lado de los viejos muertos; sin embargo, en ese rincón olvidado de Finisterre, no se construían nuevas iglesias desde hace siglos, dado que la pequeña plaza sobre la que tenía que elevarse el calvario de sus piedras, estaba rodeada de casitas grises; además, el castillo de la torre redonda, que se erigía cruzando el río, había sido construído por los Condes de Croisac. Pero los muros de piedra que encerraban aquel gran cementerio habían sido cuidados y estaban en buen estado. En el cementerio no había malezas, lozas movidas o lápidas rotas. Se lo veía frío y desolado, como todos los cementerios de Bretaña.

Algunas veces se parecía a un cuadro de gran belleza. Cuando los aldeanos celebraban el perdón anual, una gran procesión (sacerdotes con relucientes sotanas, jóvenes en sus trajes de gala, todos con fulgurantes estandartes, doncellas vestidas suntuosamente), salía de la iglesia y marchaba cantando a lo largo del camino que bordeaba la pared del cementerio, donde descansan sus ancestros, los mismos que en su momento llevaron los estandartes y cantaron el servicio del perdón. Ya que los muertos eran campesinos y sacerdotes (los Croisacs tenían su propio cementerio en una hondonada de las colinas que había detrás del castillo), viejos y mujeres que habían llorado y muerto por aquellos pescadores que se habían ido y jamás regresaron. Aquellos que caminaban frente a los muertos por el perdón, o luego de una ceremonia de matrimonio, o tomaban parte en alguna de las festividades religiosas menores con que la aldea Católica vivificaba su existencia, todos, jóvenes y viejos, se veían serios y tristes. Desde las mujeres hasta los niños sabían que su destino les esperaba, y los hombres que el océano es traicionero y cruel.

Consecuentemente los vivos tenían poca simpatía por los muertos que les habían dejado tal agobiante carga; y los muertos bajo sus piedras, bastante satisfacción. No había envidia entre ellos por los jóvenes que vagaban al anochecer y se juraban fidelidad en el Bois d’Amour, solamente sentían piedad por aquellos grupos de mujeres que lavaban sus linos en el arroyo que afluía al río. Parecía como figuras, en el verde libro de la naturaleza, estas mujeres, con sus resplandecientes tocados y collares; pero para los muertos no era mejor envidiarlos, y para las mujeres (y los amantes) no era mejor apiadarse de los muertos.

Los muertos descansaban en sus cajones y agradecían a Dios por la tranquilidad y el hallazgo de la paz sempiterna, por la que ellos habían aguantado pacientemente la vida, fueron tomadas de esta calma.

La aldea era pintoresca, y no había ninguna otra como esta, en toda Finisterre. Los artistas que la descubrieron se hicieron famosos. Luego de los artistas vinieron los turistas, y la vieja y crujiente diligencia se convirtió en un anacronismo. Bretaña era la moda durante tres meses del año y dondequiera que hubiera moda, al menos tenía que haber un ferrocarril. Este se construyó para satisfacer a aquellos que deseaban visitar las bravías y melancólicas bellezas del oeste de Francia, y sus rieles pasaron a un lado del pequeño cementerio de este relato.

Tomó bastante tiempo para que los muertos se despierten. Ellos no escucharon ni el sonido audible de los hombres trabajando ni siquiera el primer resoplido de la locomotora. Y, por supuesto, tampoco escucharon o supieron de las súplicas del viejo cura para que la línea se construya en otro sitio. Una noche, él marchó al viejo cementerio, se sentó en una tumba, y se puso a llorar. Él amaba a sus muertos y sentía que era una pena que la codicia de dinero, la fiebre del viaje, y la mezquina ambición de hombres cuyos lugares eran la gran ciudad, donde nacían sus ambiciones, quebraran para siempre la sagrada calma de aquellos que habían sufrido tanto en la tierra. Él había conocido a muchos de ellos en vida, ya que era muy viejo; y a pesar que, como todos los buenos Católicos, él creía en la existencia del cielo, el purgatorio y el infierno, siempre había visto a sus amigos antes de enterrarlos, pacíficamente dormidos en sus ataúdes, las almas reposando con las manos plegadas, como los cuerpos que las poseyeron, pacientemente, esperando el llamado final. Él jamás lo habría contado, el bueno y viejo cura, que creía que el cielo era un gigantesco palacio, en el que Dios y los arcángeles moraban esperando por el gran día, cuando las almas selectas de los muertos se elevarían y entrarían bajo la Presencia. Era un viejo que había leído y pensado poco, pero tenía una fantasía zigzagueante en su humilde mente, que era ver a sus ancestros y amigos, cuerpos y almas en el profundo ensueño de la muerte, pero dormidos, no con cuerpos putrefactos, abandonados por sus atemorizados compañeros; y a todos quienes ahí dormían, tarde o temprano, les llegaría el momento de despertar.

Él sabía que ellos habían dormido a través de las violentas tormentas que arrebataron las costas de Finisterre, cuando las naves son arrojadas contra las rocas y los árboles caen en el Bois d’Amour. Sabía también que ningún acorde del suave y lento cántico del perdón se había acuñado jamás en sus memorias; ni las gaitas de la villa, cuando sonaban para que la novia y sus amigos bailasen por espacio de tres días.

Todo esto los muertos lo sabían en vida, y ya no podía molestarlos ni interesarlos ahora. ¡Pero ese espantoso intruso de la civilización moderna, un tren de vagones con una locomotora chirriante, eso podía sacudir la tierra que los contenía y hacer pedazos el pacífico aire con tales disonantes sonidos, que impedía que cualquiera, muerto y vivo, durmieran! Su vida había sido una largo y continuo sacrificio, y ahora intentaba en vano imaginar una mejor, ya que asumía de buen grado que este desastre le traería su propia muerte.

Pero el ferrocarril fue construído, y durante la primera noche que el tren pasó desaforadamente, sacudiendo la tierra y haciendo temblar las ventanas de la iglesia, el cura salió y roció cada una de las tumbas con agua bendita.

En lo sucesivo, dos veces al día, al amanecer y al atardecer, luego del paso desgarrante del tren a través de la quietud del paisaje, él iba y rociaba cada tumba, levantándose en ocasiones del lecho de enfermo, y otras veces desafiando viento, lluvia y granizo. Y por un tiempo creyó que este artilugio sagrado podía prolongar el sueño de sus viejos muertos, alejándoles del poder humano de levantarse. Pero una noche los escuchó murmurar.
Ya era tarde. Había algunas pocas estrellas en el cielo negro. Ni una brisa de viento corría por la solitaria campiña, ni siquiera desde el mar. No habría naufragios esa noche, y todo el mundo parecía estar en paz. Las luces iban extinguiéndose de a poco en la aldea. Una, sin embargo, permanecía en la torre de los Croisac, donde se encontraba enferma, guardando cama, la joven esposa del conde. El cura había estado con ella al momento que el tren pasó rugiendo por el cementerio, y ella le había murmurado:

«¡Quisiera estar allí! ¡Oh, este solitario, solitario lugar! ¡Este frío y reverberante castillo, con nadie para hablar, día tras día! Si me mata, que me entierren en el cementerio al lado del camino, donde dos veces al día puedo escuchar el tren pasar, ¡ese tren que viene de París! Si me sepultan en cambio, en la bóveda tras la colina, gritaré en mi ataúd, noche tras noche.»

El cura había curado lo mejor que pudo la sufriente alma de la joven noble, con quien él rara vez trataba. Él meditó, y se movió a través del oscuro camino con sus piernas reumáticas, pensando sobre si la mujer tendría el mismo deseo que él mismo.

«Si ella es realmente sincera, pobre chica,» pensó en voz alta, «me abstendré de rociar el agua bendita en su tumba. Aquellos que sufren en vida deberían ver cumplidos todos sus deseos luego de la muerte, y me temo que el conde se lo niegue. Pero le rezo a Dios que en mi lecho mortal no llegue a escuchar ese monstruo nocturno.» Y plegó su túnica bajo el brazo y rápidamente rezó un rosario.
Pero cuando llegó al cementerio y fue entre las lápidas, con el agua bendita, escuchó a los muertos murmurar.
«Jean-Marie,» dijo una voz, palpando el camino entre tonos desusados en busca de las notas olvidadas, «¿estáis listo? Seguro que este es el último llamado?»

«No, no,» retumbó otra voz, «ese no es el sonido de una trompeta, François. Será de repente y se oirá fuerte y agudo, como un gran témpano del norte, cuando se zambulle al mar desde los desfiladeros de Islandia. ¿Los recordáis, François? Gracias a Dios que pudimos morir en nuestras camas, rodeados de nuestros nietos y con una única brisa suspirando en el Bois d’Amour. ¡Ah, los pobres amigos que murieron en su juventud! ¿Los recordáis cuando la gran ola cubrió a Ignace, y cuando no lo vimos más? Nos tomamos de las manos, en la creencia que nosotros seguiríamos, pero al final, vivimos y fuimos y volvimos, y morimos en nuestras camas. ¡Gran Dios!»

«¿Por qué pensáis en eso ahora… aquí en la tumba, donde eso ya no importa, ni a los vivos?»

«No lo se; pero fue esa noche cuando Ignace cayó, que pensé que la respiración se me iba. ¿O por qué pensáis que habéis muerto?»

«Por el dinero que debía a Dominique y no pude pagar. Quise que mi hijo lo pagara, pero la muerte vino tan rápido que no pude hablar. Dios sabe como ellos me juzgaron en la villa de St. Hilaire.»

«Estáis equivocado,» murmuró otra voz. «Morí cuarenta años después que vosotros y los hombres no son recordados tanto en Finisterre. Pero vuestro hijo fue mi amigo y recuerdo que él pagó el dinero.»

«Y mi hijo, ¿qué de él? ¿Está él aquí, también?»

«No; él yace en la profundidad del mar del norte. Fue su segundo viaje, y tuvo que regresar la primera vez para alimentar a su esposa. Luego no regresó más, y ella tuvo que lavar en el río para las damas de los Croisac, y tiempo después murió. Yo la hubiera desposado, pero ella dijo que era suficiente haber perdido un marido. Desposé a otra, y ella envejecía diez años cada vez que yo salía. ¡Ay, por Bretaña, ella no tuvo juventud!»

«¿Y tú? ¿Llegasteis a viejo antes de acudir a este lugar?»

«Sesenta. Mi mujer vino primero, como muchas esposas. Ella yace aquí. ¡Jeanne!»

«¿Es esa vuestra voz, mi esposo? ¿No es la del Señor Jesús Cristo? ¿Qué milagro es este? Creo que es el terrible sonido de la trompeta del juicio final.»

«No puede ser, vieja Jeanne, ya que aún seguimos en nuestras tumbas. Cuando la trompeta suene, tendremos alas y mantos de luz, y volaremos derecho al cielo. ¿Habéis dormido bien?»

«¡Ay! ¿Pero porque hemos sido despertados? ¿Es la hora del purgatorio? ¿O lo tendremos aquí?»

«El buen Dios sabe. No recuerdo nada. ¿Estáis asustada? Podría tomar vuestra mano, como cuando estábais por deslizarte de la vida al largo sueño que tanto temíais.»
«Estoy asustada, mi esposo. Pero es dulce escuchar vuestra voz, hueca y gutural como si proviniera del mismo sepulcro. Gracias al buen Dios que habéis enterrado junto a mí un rosario,» y ella comenzó a orar con rapidez.

«Si Dios es bueno,» gritó François, con amargura, y su voz llegó descarnadamente a oídos del cura, como si la cubierta del ataúd estuviese podrida, «¿por qué habemos sido despertados antes de nuestro tiempo? ¿Qué mefítico demonio trona y aúlla a través de las congeladas avenidas de mi cerebro? ¿Ha sido Dios, quizás, vencido y es el Maligno reina en Su lugar?»

«¡Silencio, silencio! ¡No blasfeméis! Dios reina, ahora y siempre. Esto no es más que un castigo que Él nos ha impuesto por los pecados de la tierra.»

«Ciertamente, hemos sido castigados mucho antes que descendamos a la paz de hogar. ¡Ah, pero está oscuro y frío! ¿Quizás tengamos que yacer así por una eternidad? En la tierra duramos hasta que morimos, pero tememos el sepulcro. Quisiera estar vivo de nuevo, pobre y viejo y solo y adolorido. Sería mejor que esto. ¡Maldito sea el demonio apestoso que nos despertó!»

«No maldigas, mi hijo,» dijo una voz suave, y el cura se detuvo e hizo la señal de la cruz, ya que era la voz de un añejo predecesor. «No puedo deciros que es aquello que nos sacude de manera descortés en nuestras tumbas y libera nuestros espíritus de su bendita esclavitud, y no me gusta la conciencia de este lugar, estos montones de tierra sobre mi cansado corazón. Pero es cierto, debe ser cierto… »

Un bebé comenzó a lloriquear, y desde otra tumba subió la angustia de una madre intentando calmarlo.

«¡Ah, por el buen Dios!» sollozó. «Yo también pensé que era el sonido del gran llamado, y en este momento tendría que levantarme y encontrar a mi hijo e ir con mi Ignace, cuyos huesos yacen en el fondo del mar. ¿Podrá mi padre encontrarle, cuando los muertos salgan de sus tumbas? ¡Yacer aquí en la duda, esto si que es peor que la vida!»

«Sí, sí,» dijo el cura, » todo estará bien, hija.»

«Pero no todo está bien, padre, porque mi bebé llora y está solo en una pequeña caja en el suelo. Si pudiera arrancar la tierra para allanarme el paso hacia él… pero mi vieja madre yace entre ambos.»

«¡Recen vuestros rosarios!» ordenó el cura, con severidad. «Recen vuestros rosarios, todos ustedes. Todos aquellos que no lo hagan, recen el ‘Ave María’ cien veces.»

Inmediatamente un raudo y monótono murmullo comenzó a ascender desde cada solitaria cámara de aquellas profanadas tierras. Todos, a excepción del bebé, que aún gemía con la inconsolable aflicción del niño abandonado, obedecieron el mandato. El cura sabía que ellos ya no volverían a hablar esa noche, y volvió a la iglesia para ponerse a rezar hasta el amanecer. Estaba enfermo de tanto horror y pavor, pero no por sí mismo. Cuando el cielo estuvo rosado y el aire lleno de las dulces fragancias de la mañana, un penetrante rugido rasgó el silencio matinal. El cura se apresuró en regresar al cementerio y volver a rociar cada tumba esta vez con doble ración de agua bendita. Luego que cesó el temblor de la tierra, el cura puso su oído en el suelo. ¡Ay, aún seguía conmoviéndose!

«El demonio está nuevamente en vuelo», dijo Jean-Marie; «pero luego que pasó me siento como si el dedo del Señor hubiera tocado mi frente. No puede hacernos daño.»

«¡Yo también sentí esa caricia celestial!» exclamó el viejo cura. Varios «¡Y yo!» «¡Y yo!» «¡Y yo!» surgieron de cada tumba, a excepción de la del bebé.

El cura, profundamente agradecido que su simple acción los hubiera conformado, marchó con rapidez hacia el castillo. Olvidó que no se interrumpió ni siquiera para dormir. El conde era uno de los directores del ferrocarril, y realizaría una súplica final a él mismo.

Era temprano, pero nadie dormía en Croisac. La joven condesa había fallecido. Un gran obispo había llegado en la noche y le había dado la extrema unción. El cura preguntó si podía presentarse ante el obispo. Luego de una larga espera en la cocina, le he dicho que podría hablar con Monsieur L’Évêque. Siguió al sirviente a través de la escalera espiral de la torre circular, y luego de sus veintiocho escalones, entró a un salón adornado con tapizados púrpuras estampados con flores de lis doradas. El obispo estaba recostado seis pies por encima del piso, en una de las espléndidas camas talladas contra la pared. Grandes cortinas cubrían su frío y blanquecino rostro. El cura, que era pequeño y respetuoso, sintióse inconmensurablemente más pequeño bajo tan augusta presencia, y pidió la palabra.

«¿Qué deseas, hijo mío?» preguntó el obispo, en su frío y cansado tono de voz. «¿Es algo tan urgente? Estoy muy cansado.»

Nervioso, el cura contó su historia, y mientras se esforzaba por transmitir la tragedia de la atormentados muertos, no solamente sentía la pobreza de su expresión (que estaba muy desacostumbrado en utilizar) sino que también le asaltó el pensamiento tortuoso de que aquello que dijera, podría sonar antinatural y descabellado.

Pero el no estaba preparado para causar tal efecto en el obispo. Él estaba parado en el medio de la habitación, cuya lobreguez era acentuada por la deficiente iluminación de los velones de un gran candelabro; sus ojos, que habían estado vagando abstraídamente de una pieza a otra del moblaje labrado, súbitamente se enfocaron en la cama, y él detuvo su relato y enrolló su lengua. El obispo se sentó, lívido de ira.

«¡Y este era vuestro asunto de vida o muerte, loco parloteante!» tronó. «¡Por esta sarta de estupideces soy arrebatado de mi descanso, cómo si yo fuera otro viejo lunático! Tú no eres adecuado para ser sacerdote y cuidar de las almas. Mañana…»
Pero el cura ya había escapado, retorciéndose las manos.

Cuando intentó bajar por las escaleras, chocó con el conde. Monsieur de Croisac había cerrado la puerta detrás suyo. La abrió y, guiando al cura dentro de la habitación, le mostró a su condesa muerta, que yacía con los brazos entrecruzados, despreocupada por siempre de los seis pies de cupidos labrados y margaritas que la cuidaban. Había un alto pedestal a la cabeza y otro a los pies, que tenían candelabros dorados con pálidas llamas. Los tapizados azulados de la habitación, con sus flores de lis blancas, estaban descoloridos, como las alfombras del viejo y gastado piso; ya que el esplendor de los Croisac se había ido con los Borbones. El conde vivía en el viejo chateau porque tenía que hacerlo; pero la noche anterior había reflexionado sobre el error de traer a vivir allí a una joven, y sobre todas aquellas cosas que pudo haber hecho para salvarla de la desesperación y la muerte.

«Rece por ella,» dijo al cura. «Y usted la enterrará en el viejo cementerio. Fue su último deseo.»

Él salió, y el cura se arrodilló y comenzó a musitar sus oraciones para la muerta. Pero sus ojos discurrían hacia las ventanas, a través de las cuales la condesa habría pasado horas y días mirando, observando a los pescadores zarpando hacia la mar, seguidos por una ribera de esposas y madres, hasta que sus barcos se perdían entre las grandes olas del océano exterior; a menudo miraba el enardecido torrente, o las arboledas, las ruinas, las lluvias cayendo como agujas a través del agua. El cura no había comido nada desde su magro desayuno, a las doce del día anterior, y su imaginación estaba activa. Se preguntó si el alma se regocijaba en la muerte con la belleza del cuerpo inquieto, y de la vehemencia de la mente pensante. No podía ver la cara de la joven, desde donde estaba arrodillado, solo veía las manos pálidas cruzadas como en un crucifijo. Se preguntó si su rostro había quedado más apacible con la muerte, o enfurecido e irritable como lo había visto la última vez. Si el gran cambio la habría suavizado, entonces tal vez, el alma podía sumergirse bajo las profundas aguas, agraciada por el olvido, y ese maldito tren no podría despertarla en años. Curiosamente sucedió una maravilla. Él detuvo su oración, y acercó una silla a la cama. Se sentó y acercó su rostro al de la mujer muerta. ¡Ay! El suyo no era un semblante de paz. Tenía estampado la tragedia de un amargo renunciamiento. Después de todo, ella era joven, y al final murió a disgusto. Había aún una torva tensión cerca de las fosas nasales, y su labio superior estaba curvado como si su última palabra hubiera sido una imprecación. Pero ella era muy bonita, a pesar de la demacración de sus facciones. Su cabello negro casi cubría la cama, y sus pestañas parecían muy pesadas para aquellas mejillas.

«¡Pobre pequeña!» pensó el cura. «No, ella no descansará, ni tampoco quería eso. No la rociaré con agua bendita en su tumba. Sería maravilloso que ese monstruo pueda darle algún confort, pero si lo hace, entonces está bien.»
Él fue al pequeño oratorio contiguo a la alcoba y rezó más fervientemente. Pero cuando los testigos llegaron, una hora después, lo hallaron en aletargado al pie del altar.

Cuando se despertó estaba en su propia cama, en su pequeña casa, junto a la iglesia. Pero habían pasado cuatro días antes que pudiera levantarse para cumplir sus deberes, y para ese momento la condesa ya estaba en su tumba.

La vieja ama de llaves dejó de cuidarlo. Él esperó con ansias la llegada de la noche. Había una llovizna pronunciada, y las nubes borroneaban el paisaje y empapaban el suelo en el Bois d’Amour. Las tumbas estaban húmedas, también; pero el cura prestaba poca atención a los elementos de la naturaleza en su larga vida de martirio, y ni bien escuchó el remoto eco del tren nocturno, se apresuró en ir por su agua bendita para regar todas las tumbas, excepto una.

Se postró y escuchó afanosamente. Habían pasado cinco días desde la última vez que lo había hecho. Quizás ellos se habrían adormecido de vuelta. En un momento estrechó sus manos y las levantó al cielo. Todo lo por lo que ellos gemían era por paz, por descanso; maldecían al demonio apestoso que los sacudía de las puertas de la muerte; y entre las voces de hombres y niños, el cura distinguía las temblorosas notas de sus ancianos mayores; no estaban maldiciendo sino rezando con amarga imploración. El bebé estaba gimoteando con los acentos de un terror mortal y su madre estaba más que desesperada por cuidarlo.

«¡Ay!» gritó la voz de Jean-Marie, «¡Nunca nos dirán que purgatorio es este! ¿Qué es lo que saben los curas? ¿Cuando fuimos advertidos con este tipo de castigos por nuestros pecados? ¡Dormir un par de horas, y hechizados con el momento de despertar! Entonces un cruel insulto de la tierra que está cansada de nosotros, y la orquesta del infierno. ¡De nuevo! ¡Y otra vez! ¡Y otra! ¡Oh Dios! ¿Por cuánto tiempo? ¿Cuánto?»

El cura tropezó sobre la lápida y la tierra que estaba sobre la condesa. Podía escuchar una voz alabando al monstruo de la noche y el amanecer, una nota de alegría en ese terrible coro de desesperación que él creía lo conduciría a la locura. Juró que a la mañana siguiente movería a sus muertos, aún si tuviera que desenterrarlos con sus propias manos y los acarrearía hacia la colina, para enterrarlos allí por su propia cuenta.
Por un momento no escuchó sonidos. Se arrodilló y pegó su oído a la tumba, entonces contuvo la respiración. Un grito cavernoso se escuchó. Luego otro, y otro. Pero no había palabras.
«¿Es ella que está gritando por simpatía con mis pobres amigos?» pensó; «¿O es que está aterrorizada? ¿Por qué no les habla? Quizás ellos olvidarían su difícil condición teniendo ella que decirles del mundo que habían abandonado hace ya tanto. Pero no era su mundo. Tal vez esto es lo que la angustia, ya que ella será una solitaria aquí tal como en la tierra. ¡Ah!»

Un brusco y horrible grito penetró en sus oídos, luego un jadeante chillido, y otro; todo se desvaneció en un espantoso trueno.
El cura se levantó y estrechó sus manos, mirando al cielo por inspiración.

«¡Ay!» gimió, «ella no está contenta. Ella cometió un terrible error. Descansaría en la profunda y dulce paz de la muerte, y ese monstruo de hierro y fuego y los desesperados muertos a su alrededor le atormentan el alma, ya tan atormentada en vida. Quizás pueda encontrar descanso en la bóveda detrás del castillo, pero no aquí. Lo se, y debo arremeter con la tarea, ahora, ya.»

Se arremangó la sotana y corrió tan rápido como pudo, con sus viejas y reumáticas piernas, hacia el chateau, cuyas luces brillaban a través de la lluvia. En la orilla del río vio a un pescador y le suplicó que lo llevara en el bote. El pescador extrañado, levantó al viejo en sus fuertes brazos, y lo puso en el bote, y comenzó a remar hacia el chateau. Cuando tomaron tierra, él se apuró.

«Esperaré en la cocina por usted, padre,» dijo el pescador; y el cura lo bendijo y se apresuró en llegar al castillo.

Una vez más entró a través de la puerta de la gran cocina, con sus adoquines azules, sus brasas y bronces, los mismos que habían conformado a nobles y monarcas en los días de esplendor de los Croisac. Se sentó en una silla frente a la estufa, mientras una criada se fue a avisar al conde. Ella regresó mientras el cura aún seguía temblando, y le anunció que su amo recibiría su visita en la biblioteca.

Era una habitación lúgubre donde estaba esperando el conde y olía un poco rancio, ya que los libros en los estantes eran antiguos. Un par de novelas y periódicos yacían sobre la pesada mesa, el fuego ardía en la chimenea, los tapices en las paredes estaban muy oscurecidos y las flores de lis estaban deslustradas y manchadas. El conde, cuando estaba en casa, dividía su tiempo entre la biblioteca y el mar, esto cuando no podía ir a cazar un jabalí o un ciervo al bosque. Pero a menudo tenía que ir a París, donde podía permitirse la vida de un potentado en un ala de su gran hotel; había conocido mucho acerca de las extravagancias de las mujeres para dar a su esposa la llave de sus pálidos salones. Había amado a la joven cuando la desposó, pero sus quejas y amargo descontento lo habían enajenado, y durante el último año había estado alejado de ella, en hosco resentimiento. Muy tarde comprendió, y soñó con la expiación de su culpa. Ella había sido una entusiasta y vivaz criatura, y su mente insatisfecha se había refugiado en el mundo que había vivido. ¡Y él le había dado tan poco a ella!
Se levantó cuando entró el cura, y se inclinó. La visita lo aburría, pero el viejo y buen cura le merecía su mayor respeto; más aún, había realizado varios oficios y ritos en su familia. Acercó una silla hacia su invitado, pero el viejo agitó su cabeza y nerviosamente juntó sus manos.

«¡Ay, monsieur le comte,» dijo, «puede ser que usted también me diga que soy un viejo lunático, como hizo Monsieur L’Évêque. Sin embargo, tengo que hablar, por más que ordene a sus criados que me echen del chateau.»

El conde recordó cierto comentario ácido del obispo, seguido de una manifestación de que un joven cura debería ser enviado, para reemplazar al viejo, que estaba en su chochez. Pero él le replicó suavemente:
«Usted sabe, padre, que nadie en este castillo le faltará a usted el respeto. Diga lo que desee; no tema. ¿Pero por qué no toma asiento? Estoy muy cansado.»

El cura tomó asiento y clavó su vista suplicantemente en el conde.
«Este es el asunto, monsieur.» Habló rápidamente. «Ese terrible tren, con sus estrepitosos hierros, carbones, humareda y chirridos, ha despertado a mis muertos. Los he estado calmando con agua bendita, para que no lo escuchen, hasta que una noche que falto, el ruido que hace este ferrocarril, sacude la tierra y remueve los clavos fuera de los ataúdes. Me apuré, pero el daño ya estaba hecho, los muertos habían despertado, el querido sueño de la eternidad había sido interrumpido. Ellos pensaban que era el llamado de la trompeta del juicio y se preguntaron porque seguían aún en sus sarcófagos. Pero hablaron entre sí y no fue tan malo como parecía. Pero ahora están desesperados. Están en el infierno, y yo tengo que implorarle a usted que apruebe que sean movidos a la colina. ¡Ah, piense, piense, monsieur, no puede ser que el largo sueño del sepulcro se vea interrumpido tan rudamente… el sueño por el que vivimos y padecemos tan pacientemente!»

Se detuvo abruptamente y contuvo la respiración. El conde había escuchado sin haber cambiado de semblante, convencido que se trataba de la fantasía de un loco. Pero la farsa lo fatigó, e involuntariamente su mano se movió hacia una campana en la mesa.

«¡Ah, monsieur, no todavía, aún no!» jadeó el sacerdote. «Es acerca de la condesa que he venido a hablar. Lo había olvidado. Ella me había dicho que deseaba yacer ahí y escuchar el tren venir desde París, así que no rocié su tumba con agua bendita. Pero ella, ahora, está infeliz y horrorizada, monsieur. Ella grita y gime. Su ataúd es nuevo y fuerte, y no puedo escuchar sus palabras, pero he escuchado gritar espantosamente desde su tumba esta noche, monsieur; lo juro sobre la cruz. ¡Ah, monsieur, debéis creerme, por favor!»
El conde se puso tan pálido como la mujer que había enterrado en su ataúd, y estremeciéndose de la cabeza a los pies, se tambaleó de su silla y clavó la vista en el sacerdote como si viera el mismísimo fantasma de su condesa.

«¿Usted escuchó…?» llegó a jadear.
«Ella no está en paz, monsieur. Ella gritó y gimió de manera terrible, como si tuviera la boca tapada con una mano.»

El conde se repuso de repente y voló del salón. El cura pasó su mano por la frente y cayó lentamente en el piso. Había pronunciado la última de sus palabras.

«Él comprobará que he dicho la verdad,» pensó, mientras caía dormido, «y mañana intercederá por mis pobres amigos.»

El cura yace sobre la colina, donde ningún tren jamás podrá perturbarlo, y sus viejos camaradas del cementerio violado están cerca, alrededor de él. El conde y la condesa de Croisac, quienes adoran su memoria, se apresuraron en darle en muerte aquello que fue su último deseo en vida. Y con ellos, todas las cosas están bien, para un hombre, también, puede nacer de nuevo, y sin descender a la tumba.

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