Anamari Gomís
(Ciudad de México, 1950)
Ana María Gomís Iniesta, más conocida como Anamari Gomís, es una escritora y académica mexicana. Ha colaborado en distintas revistas, suplementos y periódicos, tales como Revista de la Universidad de México, Sábado, Siempre!, El Universal.
La nave del olvido
Me moriría si te vas, Mariana. Nomás mírame: me añora por todos los poros de la piel la fragilidad que me enluta. Ayer que saliste, me di santo madrazo al entrar a la cocina porque olvidé cerrar la llave del fregadero, así que, ya sabrás, parecía inundación. Tapicé el suelo con papel toalla, que era lo que había a la mano. Ni trazas de la jerga y para qué contarte del moretón que se me ha extendido en la zona del coxis, ahí donde nos pudo crecer a los humanos un rabo como a los animales. ¿Te lo enseño, Mariana, para que me compadezcas? Pero no te asustes, que no estoy para ningún hunky punky, eso se sabe desde hace mucho. Para qué agregarte que la otra mujer que me acompaña cuando tú no estás, la muy cretina, me regañó por el charco que dejé.
Espera un poco, Mariana, un poquito más. Entiendo que no viniste aquí, a este plano terrestre, si es que existen otros, para vivir mi vida, aunque te la daría a cambio de que te quedaras conmigo todo el tiempo. Nada en esta casa funciona sin ti. La luz tempranera se desplaza hacia todos lados con tu ímpetu, mientras a mí me cuesta mucho incorporarme, ya no de la cama, sino al mundo que tú recibes con naturalidad. «Que la garita arañó al pobre perro», «que habla un tal Pablo», «que Zutanita ya se peleó con el marido de nuevo», que si la tía de las muchachas», «que se acabó la leche». A veces no sé a quiénes mencionas, aunque imagino que por alguna razón nos incumben. Mariana, aún me queda un dinerito para ayudarte, para que alguien se encargue de tu mamá en el pueblo, pero a mí no me abandones. Te juro que te pondré en primer lugar y entiende que no doy para más. Ya fue suficiente con las fregaderas que me propinó la vida, con mi difunta que no parece que haya muerto. Tú bien sabes que se presenta a comer aquí con otro, el que nos cae muy mal a ti y a mí. Esta vez, lo juro, no volveré con ella, Mariana. Hemos terminado para siempre. Olvídate de atenderla, ya no vendrá nunca. Además, dices que ya se murió, ¿no? Yo siempre me someto a una dieta estricta, aunque de platillos fáciles, sin chiste. No te molesto mucho. Considera resolver lo doméstico, lo de diario, y auxilíame tantito cuando busco las cosas y no las encuentro. No entendería mi mañana si te fueras, Mariana. ¿Quién barrería, ordenaría, recibiría al que trae el pollo o al de la farmacia? Con estos malditos olvidos inexplicables, como si una bruma me abrazara de pronto para no soltarme, soy hombre al agua. Me da miedo la calle, Mariana, sin ti no me hallo ni para ir al baño.
Espera un poco, Mariana. ¿Te he dicho algo que nadie sabe? ¿Te he dicho que una vez maté a un hombre? Me altero cuando lo recuerdo. Fíjate, de repente, muy quitado de la pena, me encuentro tratando de descifrar lo que dice el periódico, disfrutando mi té con un poco de leche, y cruza como una ráfaga el estremecimiento de haberle dado muerte a un prójimo con mis manos. Claro, él me habría asesinado antes si yo no hubiera actuado con rapidez. Fue cuando el negocio de los barcos pesqueros. Entonces ni siquiera conocía a la difunta, creo. Es una nebulosa mi memoria, Mariana; sin embargo, a cada rato me viene a la mente cómo forcejeé con el individuo por largos minutos. Navegábamos en altamar. Era de madrugada y mi agresor se cargaba una densa resaca. Me odiaba porque yo no pertenecía a su linaje inmundo de pescador, igual que los demás, nomás que éste con más saña, así que, con su infernal aliento alcoholizado, se me abalanzó para acuchillarme. Mi cuerpo era otro, Matiana, robusto y fortalecido por el ejercicio al que me conminaban mis barcos, por lo que logré torcerle el brazo e inducirlo hasta la quilla de la embarcación. Lo combatí hasta arrojarlo por la borda. Ni gritar pudo. Desapareció en el océano mientras nuestra embarcación avanzaba y nunca volvimos a saber de él. Supongo que nadie de la precaria tripulación atestiguó el incidente. Nadie lo estimaba, más bien le temían. Sin embargo, había por allí un muchachito muy afeminado que era el único que lo seguía y se divertía con sus vulgaridades. Nada más él lo echó de menos. Días después, la viuda y las hijas reclamaron una suma razonable de dinero por el deceso y se acabó la historia.
Espera, Matiana, tengo varios vestidos y suéteres que regalarte. De los zapatos ni se hable, calzas del mismísimo número que la pinche vieja con la que yo dormía. Te puedo colmar con sus joyitas, las que le regalé y que no quiero que nos quite ahora que anda con su amante. Matiana, dime otra vez, ¿quién es el otro que viene a verme en compañía de una mujer que no conozco? No sabes cómo me inquieto con su presencia. Me dice cosas muy raras: que es mi hijo mayor; que la mujer, mi nuera; que el niño que traen y deja todo tirado, mi nieto. ¿Tú qué crees, Matiana? ¿Se burlarán de mí?
«No condenemos al naufragio lo vivido.» ¿De dónde me viene eso? Seguro de que al final de la vida uno simplemente naufraga. 0 desde antes, como cuando maté al pescador borracho. Poco más tarde me harté de los barcos y de la pesca y regresé a la ciudad, sin mucho dinero, y con el fardo en mi conciencia de la muerte del pelafustán aquel. Morir ahogado, qué horror. ¿Te lo he platicado, Matiana?
Mira, la difunta ya leyó el periódico y lo acomodó mal. Todo lo que toca se descompone o se muere en sus manos, qué mujer necia. En los últimos días le ha dado a la estúpida por decirme «papi» frente al amante. Es una fulaneja.
Mira, Mariana, me moriría si te fueras, créemelo. Yo sé que te asustas cuando a veces te cambio de nombre o te confundo con otra persona, pero comprende que se trata de estados pasajeros. A mí no me simpatiza la de blanco que se queda por la noche en la otra habitación. ¿Quién es, Mariana? ¿Por qué no puedo reconocer en ella tus largas pestañas, tus manos raspositas que tan bien me acomodan la cabeza en las almohadas, tu aroma de suave colonia? Ella no sabe que me gusta el té con leche, sin azúcar. En cambio, me obliga a beber un brebaje blancuzco como su indumentaria y me da órdenes, a mí, que he sido un hombre importante, de agallas, de dinero en la billetera siempre. Fajos, Mariana, fajos dejaba caer junto a mis mancuernillas, en la mesa de noche. Y la difunta me robaba cada vez que podía. ¿Recuerdas unos que vivían aquí y a los que debía yo pagarles todo? ¿Por qué se han ido de pronto y aun así varias fotos suyas se apostan por la casa, dentro de marcos plateados, especialmente esparcidos aquí en mi recámara?
Mariana, está por llegar la de blanco. Me moriría si te vas. Presiento que desea envenenarme. Muchas noches, cuando no te quedas tú, y daría mi vida para que te quedaras, se aparece la difunta y habla con la mujer de blanco. Se refieren a mí, cuchichean, se comportan conmigo como si yo fuera un niño idiota, levantan la voz y me administran toda clase de medicinas. Una de estas noches me matarán, Mariana. Y de algo me proveen ya, porque en el instante que apaga la luz la vieja de blanco, caigo como en un abismo, me desprendo de mí hasta el día siguiente. Por la mañana, ya tarde, abro los ojos con pesadez y mi cuarto y sus objetos me producen un extrañamiento. Imagínate, Matiana, que despierto de una anestesia: no sé de mí, ni recuerdo sueños, ni tengo idea del tiempo. Igual podría haber estado muerto. Por eso me anima verte, Matiana, y no a la blanqueta que rezuma un olor a tisana, a lejía, a trementina. Me marea, Matiana. No la aguanto.
Tomemos té, Matiana, pero té de verdad, no esas infusiones para niños de pecho con las que la difunta, que me roba el dinero, ¿te lo dije?, abarrota el lugar donde se guardan comestibles no perecederos, ¿cómo se llama? ¡Alacena! ¡Me acordé, Matiana! Búscate un Daijeeling, un Earl Grey, un Prince of Wales. No olvides calentar un poco la leche. Tú ponle azúcar al tuyo, si quieres.
Sus ojos brillaban en aquel poderoso instante del alba, agitado por el vaivén marino, con un instinto asesino. Yo sabía que mi vida dependía de mi pericia, la que nunca pude desplegar en el negocio pesquero. No servía para eso, Matiana, me dragaban el entusiasmo los días perdidos en el mar, el bullicio a la hora de la pesca, las horas muertas, el hedor de los pescados y su rastro de sangre sobre la cubierta de los barcos. No pude.
Lo lancé cuando menos se lo esperaba. Sus ojos sanguinolentos relampaguearon cuando perdió el equilibrio y yo aproveché para darle el empellón definitivo, Matiana. ¿Lo sabías?
No me gusta la noche porque es cuando te vas y me quedo a merced de las brujas. ¿Por qué vienen? ¿Por qué la difunta no se sepulta, se eclipsa, se esfuma para siempre? Ya no quiero reencontrarla, allí donde duermo, ni en el comedor cuando nos visita con su amante para besarme las mejillas y decirme papa.
Matiana, prepárame un té, ven a mi lado y espera a que me duerma para entonces irte. Mientras me adormezco te narraré una historia escabrosa, la de cuando maté a un hombre hace muchos años. Aún me persigue su mirada de alarma cuando supo que el mar se lo tragaría.
Cámate en mi asiento, Matiana. Derrama néctar de té sobre mi cabeza para no pensar en los ojos del maldito. Resistamos juntos. Úntame esa cosa en las sienes para calmarme. Mira que me entra la marea en el pecho. Miénteme pero no te vayas. No escapes por la claraboya. Sujétate al timón. ¿Se llama timón? ¿Te llamas Matiana? Y vámonos, de una vez por todas, en la nave del olvido.