Un Lugar para Ti

Narrativa y ficción de México: Bernardo Monroy

Tiempo de lectura: 10 minutos

Bernardo Monroy

(Ciudad de México, 1982)

Bernardo Monroy (Ciudad de México, 1982). Vive en León, Guanajuato. Es periodista, autor del libro de cuentos El Gato con Converse y de la novela La Liga Latinoamericana.

Nada salvo un buen momento

 

-1-

El despertador sonó a las 9:40 de la mañana. Jeremy Jiménez se levantó con un dolor de cabeza y unas náuseas tan intensas que eran, de alguna forma, el presagio del suicidio que cometería ese mismo día.

Encendió su computadora y reprodujo Nothing for a good time, de Poison. Caminando entre latas de cerveza y botellas de ron fue hasta su refrigerador, donde sacó una Heineken que se bebió de golpe. Fue hasta la sala y se sentó en el mullido sillón. En las paredes colgaban pósters de sus películas: Señor Pesadilla, El aprendiz del tiempo y Jefe de grupo, tanto solo tres de las veinte que protagonizó durante los años ochenta. En ese entonces era exitoso y guapo. Los críticos lo consideraron “el Michael J. Fox chicano”, ahora solo era un alcohólico con serios problemas económicos, emocionales, psicológicos y para colmo, con un puto fantasma viviendo en su casa… eso sin mencionar la demanda por parte de su ex novia y un asedio constante por parte de periodistas de espectáculos y los idiotas usuarios de redes sociales, quienes por tener acceso a internet se creían juez, jurado, ejecutor, policías, sacerdotes, detectives privados y especialistas de cuanto tema tuviera un hashtag. Muchas cosas habían arruinado su vida: las malas decisiones, el alcohol, las drogas, alcanzar el éxito y la fama a los diecisiete años, la farmacodependencia, pero por encima de todo, la estupidez más grande desde el Tratado de Versalles: el movimiento #metoo.

─Supongo que ahora sí vas a matarte –le dijo una voz que parecía venir de todos los rincones de la casa y de ninguno a la vez, del aire, del suelo y de la nada, una voz que solo podía pertenecer a un fantasma, aunque parafraseando a Ebenezer Scrooge, podía tratarse no del ánima en pena de su amigo sino de alguna de las muchas porquerías que consumía y se metía por la boca y el culo: desde tachas hasta Mc Patatas, estas últimas por ambos orificios.

El fantasma de Matthew Bender apareció súbitamente en la casa y flotó entre manchas de vómito, condones usados, latas de cerveza, bolsas de Doritos, botellas de vino y pósters de tiempos ochenteros en los que uno no era un fracasado y el otro estaba vivo. Se asomó por la ventana y contempló, con sus traslúcidos ojos, la playa, el mar y el bulevar Seawall de Galveston, ciudad texana a donde Jeremy decidió huir cuando las legiones de sus detractores quisieron matarlo.

─Una bonita mañana para que al fin termines con tu vida… y no, no creas que soy mala persona y quiero incitarte a hacerlo, solo que yo soy la prueba viviente de que hay vida después de la muerte… lo de “viviente” es un decir, se entiende.

─Siempre fuiste el comic relief de todas mis películas, y no solo ante cámaras sino en la vida real, y siempre veías la forma de tranquilizarme en el set. Cuando más nervioso y estresado estaba ponías tu mano sobre mi hombro y me dabas una palmada.

─Lo peor del caso fue que nunca me pagaron extra por ser tu terapeuta.

Jeremy fue hasta la cocina y bebió, tan rápido como se lo pudo permitir su rampante dipsomanía, un six pack entero de Heineken. Fue a sentarse frente a su computadora y a checar las redes sociales. Necesitaba estar ebrio para poder soportar cada que ingresaba a Facebook y Twitter.

Leyó los titulares: “Actor chicano señalado por #metoo”, “Sex symbol de los ochenta en aprietos”, “Jeremy Jiménez: acosador y pervertido sexual”. Todas las noticias estaban en el mismo tenor y eran igual de injustas y humillantes, pero la peor era la de la página “Washed up celebrities: Actors Nobody Cares About Anymore”. El término “washed up” se refería a personalidades que habían caído en el más absoluto olvido, que a nadie les importaba. En la deshonrosa lista estaba Val Kilmer, quien perdió el papel de Batman y ganó cabello, Axl Ros, vocalista de Guns n’ Roses y por supuesto, él.

─Lo que no entiendo es por qué si allí dice que a nadie le importas a todo mundo le importa que te hayas cogido a Montse –comentó Matthew detrás de él.

Prefirió ignorarlo. El alcohol comenzaba a hacer efecto en su organismo, y poco a poco comenzó a recordar. Dio click en la carpeta de música en formato MP3 y reprodujo una de las canciones que más le gustaba hace más de 30 años: Video killed the radio star.

-2-

En 1986 su vida era perfecta.

Jeremy creció en Los Ángeles y a finales de aquel año fue a hacer un casting. No tenía nada que perder salvo unas cuantas horas. La película era Mr. Nightmare, comercializada en español como El Señor Pesadilla, sobre un asesino que mataba adolescentes en sus sueños, mientras dormían. Necesitaban un protagonista, que personificara a un hijo bastardo de Morfeo, dios griego del sueño, quien lucharía contra el villano. Sin duda, un chicano sería la opción ideal. Pasó el casting y descubrió tres cosas: la primera, que tenía talento para la actuación. La segunda, que le encantaba coger y la tercera, que le encantaba el alcohol y las drogas. Señor Pesadilla se volvió un éxito, proyectada en miles de cines, rentada en millones de videoclubes y transmitida en centenares de canales de TV por cable.

Para 1987 vino su segundo éxito: Jefe de grupo. Se trataba de una película de acción que buscaba emular las de Duro de matar y las cintas de Arnold Schwarzenegger, pero para el público adolescente. Después de todo, en aquellos años las películas dirigidas por John Hughes eran la moda entre los jóvenes. En su segunda película, conoció a Matthew y por desgracia, a la maldita de Montse.

La puta de Montse. La perra de mierda. Así la recordaba, y le importaba un carajo que las feministas lo tacharan de misógino.

Class President fue elogiada por la crítica. La sinopsis en la contraportada del videocasete Beta decía: “Acompaña a Jeremy Jiménez, el protagonista de Señor Pesadilla, en una cinta de acción que hará cimbrar la pantalla. El joven actor latino encarna a Henry Mc Cloud, un talentoso agente de la CIA con apenas diecisiete años que debe infiltrarse en una escuela preparatoria para asesinar a un espís soviético infiltrado, que planea adoctrinar a la juventud para desencadenar la Tercera Guerra Mundial. Lo ayudará Greg Willis (Matthew Bender) su amigo nerd, y su novia, Lupita Olmos, caracterizada por Montserrat Galván, otra talentosa actriz con sangre latina”.

Los jóvenes del siglo XXI habrían calificado la filmación de Jefe de grupo como un desmadre de proporciones interplanetarias. Jeremy empatizó inmediatamente con Montse y Matthew. Los tres se hicieron amigos y dedicaron las noches a beber y drogarse. Una tacha por aquí, cristal por allá, cocaína por doquier, mucha marihuana y alcohol a raudales, porque la cerveza y el vodka nunca faltaba.

Pasaban las noches en el set, que reproducía a la perfección cualquier escuela preparatoria estadounidense, y bebían hasta quedar dormidos en colchonetas que durante el día se usaban para los saltos mortales del héroe de acción.

Una noche, sin quererlo, Jeremy arruinó su vida.

Bebieron tanto que decidieron filmarse teniendo sexo. Fue idea de Montse: después de todo había cámaras y sabían usarlas. Matthew se opuso. “Olvídenlo, yo soy gay. No tengo el menor interés en participar en sus orgías”. Jeremy, apestando a licor y con los ojos rojos cual villano de su película anterior, sugirió que él podía filmarlos. “Haz algo útil en tu vida” le dijo Montse, mientras le quitaba la ropa a Jeremy y comenzaba a besarlo. Matthew corrió hasta la cámara y no paró de grabar.

─Oye, pero siempre personificas a héroes, estaría bien que caracterizaras a un violador –comentó, como si cualquier cosa, Montse.

─Lo siento, nena, pero como que ser villano no es lo mío.

─¿Te da miedo salirte de tus papeles estereotipados?

Entonces, él comenzó a insultarla, a golpearla con medida, como había aprendido. La humilló, le gritó, y después los dos dejaron escapar los fluidos de sus cuerpos. Quedaron recostados en la colchoneta. Fornicaron al ritmo de Walk this way de Aerosmith, la canción de moda en 1986.

Al día siguiente, olvidaron los hechos. Terminaron la filmación de Jefe de grupo y nadie le importó aquella noche. La vida siguió. Montse se dedicó a hacer biopics de artistas mexicanas (la de Elena Garro y la de Frida Kahlo fueron una mierda, destrozadas por la crítica) y Matthew volvió a compartir escenarios con Jeremy en su nueva película: Aprendices del tiempo, en la que daban vida a dos becarios de un centro de investigación enfocado en viajar a través del tiempo. Se trasladaban a la Francia de tiempos de los Tres Mosqueteros, al Londres Victoriano y a la Segunda Guerra Mundial, donde Matthew le frotaba el pito a Josef Mengele a mitad de sus experimentos. Corría el año 1987. Siempre que estaba estresado, su amigo le daba una palmada en el hombro y se tranquilizaba.

En mayo, Matthew murió de una sobredosis.

Montse y Jeremy fueron a su velorio y posterior entierro. Jamás se lo dijeron a los periodistas, pero sabían que el destino de su amigo era tan predecible como la trama de sus películas. Toda una vida de excesos tenía que cobrarse de alguna manera. Los dos salieron del Hollywood forever cementery y caminaron hasta el Paseo de la Fama. Los edificios de Los Ángeles se alzaban encima de ellos, y a sus pies, las estrellas del gremio hollywoodense. De algún bar sonaba Paradise City, de Guns N’ Roses, la canción de moda.

─¿Qué nos pasará después de esto? –preguntó Montse-. Tenemos que ver la manera de durar en el mundo del espectáculo. En un santiamén nos carga la chingada, y somos pocos los actores chicanos que tenemos éxito. Aquí lo difícil no es entrar, sino mantenerse.

Jeremy no dijo una sola palabra. Solo asintió.

-3-

Los años pasaron. Jeremy vivió gracias a las regalías de sus películas. Intentó volver al mundo del cine pero nadie quiso contratar a un actor con panza cervecera, aspecto de zombi debido a sus eternas resacas y nariz destrozada por la cocaína. Montse siguió haciendo películas Serie B e hizo un cameo en una serie de Netflix que adaptaba los cuentos de Juan Rulfo. Era una actriz mediocre, a la que lo único que la salvaba era la moda por la nostalgia de los ochenta que cobró furor a mediados de 2015.

Desde 2008 Jeremy fue visitado por el fantasma de Matthew. Al principio se paralizó de miedo y se orinó en los calzones (incluso, en honor a la verdad, se quedó impotente dos semanas, y ni siquiera los videos de Youtube que mostraban esos fetiches extraños que tanto le gustaban, lo ayudaron a recuperar sangre a su miembro) pero después atribuyó las apariciones del ánima en pena de su amigo a todas las drogas que consumía.

─¿Y a qué has venido desde el más allá?

─Soy como el fantasma de Jacob Marley: te visito para advertirte, para que no acabes como yo.

─¿Y quién mierdas es Marley? –preguntó Jeremy, al momento que forjaba un porro de marihuana.

─Me doy cuenta de dos cosas: la primera es que no entendiste mi referencia a Charles Dickens.

─¿Y la segunda? –le dio un trago a otra cerveza.

─Que eres un caso perdido.

En octubre de 2017 surgió el movimiento “Me too”, cuya traducción literal era “Yo también”, a raíz de las acusaciones de acoso sexual y violación del productor Harvey Weinstein. A lo largo y ancho de internet, todas las personas que sufrieron acoso en el mundo del espectáculo lo hicieron público en redes sociales, con el hashtag “#metoo”. Cayeron actores, directores, músicos, escritores. Pareciera que nadie en el mundo del espectáculo y la fama estaba a salvo. El público, por su parte, estaba fascinado, pues solo hay una cosa que le gusta más a la gente que contemplar cómo se alza una celebridad, y es presenciar su caída.

Denuncias de violación, acusaciones de hostigamientos, maltrato, misoginia y homofobia. La cloaca hollywoodense se abría y emergían con ella aguas negras y hedor a mierda. Lo cierto fue que Jeremy nunca le prestó mucha importancia, después de todo jamás había acosado ni violado a nadie desde que empezó su carrera a mediados de los ochenta.

Una mañana de 2018, con casi 50 años por cumplir, encendió la televisión y allí estaba: “Montserrat Galván denuncia a Jeremy Jiménez de violación. Muestra pruebas”.

Primero, creyó que era una broma, pero no era ni día de los inocentes en México ni April Fools Day en Estados Unidos, de modo que subió el volumen y miró a Montse: había engordado muchísimo, y tenía canas. No era la belleza latina de los ochenta. Decía, con lágrimas en los ojos:

─Durante la filmación de Jefe de grupo, Jeremy me violó. Lo hizo una y otra vez, aunque le rogué, aunque le supliqué ante Dios y la Virgencita de Guadalupe. Por suerte todo está grabado. Mi valiente amigo, Matthew Bender, grabó todo. El sería testigo, pero por desgracia se murió.

─¡Puta mentirosa! –dijo el fantasma, que ya vivía en casa de su amigo-. ¡Pero voy a testificar en la corte! Bueno, lo haría si estuviera vivo.

Mostraron el video, no sin antes hacer la aclaración de ley de todo noticiero morboso: “las imágenes que está usted a punto de ver son muy fuertes, recomendamos apagar su televisor si hay niños cerca”.

─Las cosas no pasaron así –susurró Jeremy, mientras apagaba la televisión con su dedo tembloroso.

Lo primero que hizo fue marcar al teléfono móvil de Montse. Le contestó al quinto intento.

─A ver, Jeremy. Antes de que pierdas los estribos déjame explicarte…

─¡Que te explique tu chingada madre, Montse! ¿Qué putas estás haciendo? ¡Tú sabes cómo ocurrieron las cosas! ¡Me estás jodiendo la vida!

─No te la puedo joder más de lo que ya la tienes, querido.

─No puedo creer que hayas guardado el video todos estos años, de veras que eres una cabrona. Fue una tontería de adolescentes lo que hicimos, no era real, nada de eso era real…

─Entiéndeme, Jeremy. Yo no me maté como Matthew y no vivo de regalías como tú. Necesito dinero, necesito que me vuelvan a contratar. Tengo dos hipotecas y cinco hijos. Si tengo que joderte lo voy a hacer. Si puedo aprovecharme de esas locas del me too lo haré. Y no me grites porque te puedo joder todavía más.

Dicho esto, colgó. Jeremy arrojó el teléfono a un muro y comenzó a pisotearlo, con el rostro enrojecido.

─¿Bueno, y el pobre móvil qué te ha hecho? –preguntó Matthew.

Suspiró. Se llevó las manos a la cara y comenzó a llorar. Era lo único que podía hacer.

Al día siguiente comenzaron las amenazas. Arrojaron una bomba molotov a su departamento en Wilshire Boulevard, y no podía salir a un 7 Eleven a comprar una bolsa de Doritos porque ya lo estaba esperando una mujer con un bat de baseball o un hombre con un revólver. Definitivamente, Los Ángeles ya no era una ciudad segura para él.

No lo pensó dos veces: debía mudarse a Galveston. Siempre le había gustado esa isla de Texas, con sus enormes playas y sus edificios de estilo victoriano. Solía pasar las vacaciones con su padre, sus tíos y su primo, y solo tenía buenos recuerdos de su niñez. Así que esa misma noche huyó de California a Texas.

Para su desgracia, los acosadores –los verdaderos acosadores, esos que lo acusaban a él- no lo dejaron en paz.

Galveston le pareció una ciudad maravillosa. Compró una casa frente al mar y dedicó sus días a alcoholizarse y a ver cómo, en redes sociales, lo quemaban vivo… metafóricamente a estas alturas. Comprobó la afirmación que una vez hizo Umberto Eco: “las redes sociales le dan derecho de hablar a legiones de idiotas”.

Salía a caminar por la playa todas las mañanas, y le gustaba perderse en el centro de la ciudad, con edificios que emulaban el Londres de finales del siglo XIX. No recordaba ni donde ni cuando, fue la primera vez que pensó en el suicidio como su única opción.

-4-

Dejó de sonar Video killed the radio star.

Los recuerdos se esfumaron.

Miró por la ventana. Admiró el mar por última vez.

Después fue a su habitación, donde tenía todas sus drogas: metanfetaminas, somníferos. Suficientes para drogarse durante un año y para dormir a una estampida de elefantes. Los ingirió con whisky.

Comenzó a vomitar y a sentir calambres. Retortijones en el estomago y temblores en todo su cuerpo.

De súbito, el dolor terminó. Se puso de pie, percatándose que estaba flotando. Era traslúcido y no pesaba absolutamente nada.

─Bienvenido al mundo de los muertos –le dijo Matthew.

Su amigo pudo apoyar la mano sobre su hombro.

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