Mia Couto
(Beira, Mozambique, 1955)
António Emílio Leite Couto, conocido como Mia Couto, es un periodista y escritor africano. En su obra literaria juega con el lenguaje, crea neologismos, altera la sintaxis y su herencia literaria se nutre de la tradición oral y los proverbios. Su escritura refleja un profundo amor a África.
Rosa Caramela
Encendemos pasiones en la mecha del propio corazón.
Lo que amamos es siempre lluvia,
entre el vuelo de la nube y la prisión del charco.
Al final somos cazadores
que a sí mismos se hieren con su azagaya.
En el lanzamiento certero
va siempre algo de quien dispara.
De ella se sabía muy poco. Se conocía así, jorobada-gibosa desde niña. La llamábamos Rosa Caramela. Era de esas a quienes se les pone otro nombre. El que tenía, por naturaleza, no servía. Rebautizada, parecía más a tono como ser de este mundo. De ella no queríamos aceptar parecidos. Era Rosa. Subtítulo: la Caramela. Y nos reíamos.
La jorobada era una mezcla de todas las razas. Su cuerpo cruzaba muchos continentes. La familia se había alejado apenas la hubo entregado a esta vida. Desde entonces, el escondrijo de ella no era un lugar para ser visto. Era una casucha hecha de piedra espontánea, sin cálculo ni plomada. En ella, la madera no había ascendido a ser tabla: seguía siendo tronco, pura materia. Sin cama ni mesa, la jorobada no se atendía a sí misma. ¿Comía? Nunca nadie le vio sustento alguno. Incluso sus ojos le eran insuficientes por esa falta de querer, un día, ser mirados, con ese redondo cansancio de haber soñado.
A pesar de todo, su cara era bonita. Excluyendo su cuerpo, era capaz de despertar deseos. Pero si por detrás la observaran entera, enseguida se anularía tal lindura. Nosotros la veíamos que vagaba por las aceras, con sus pasitos cortos, casi juntos. En los jardines, ella se entretenía: hablaba con las estatuas. De las enfermedades que padecía, ésa era la peor. Todo lo demás que hacía eran cosas con un silencio escondido, nadie veía ni nadie oía. Pero eso no, nadie podía admitir que parlotease con estatuas. Porque el alma que ella ponía en esas charlas llegaba incluso a asustar. ¿Quería curar la cicatriz de las piedras? Con maternal inclinación, consolaba a cada estatua.
—Espera yo te limpio. Voy a quitarte la suciedad, es suciedad de ellos.
Y pasaba una toalla, inmundísima, a esos cuerpos petrimuebles. Después volvía a tomar los atajos, iluminándose a intervalos en el círculo de cada poste.
De día nos olvidábamos de su existencia. Pero, en las noches, el claro de luna nos confirmaba su silueta tortuosa. La luna parecía pegársele a la jorobada, como moneda en mano avara. Y ella, frente a las estatuas, cantaba con ronca e inhumana voz: les pedía que salieran de la piedra. Soñaba demasiado.
Los domingos ella se recogía, nadie podía verla. La vieja desaparecía, celosa de los que llenaban los jardines, alterando el sosiego de su territorio.
De Rosa Caramela, finalmente, no se buscaba explicación alguna. Sólo un motivo se contaba: cierta vez, Rosa se había quedado con las flores en la mano, inmóvil a la entrada de la iglesia. El novio, ese que tenía, tardó en llegar. Tardó tanto que nunca llegó. Él le había advertido: no quiero ceremonias. Vamos tú y yo, solamente los dos. ¿Testigos? Sólo Dios, si estuviera desocupado. Y Rosa suplicaba.
—Pero ¿mi sueño?
Toda la vida ella había soñado con la fiesta. Sueño de brillos, cortejo e invitados. Sólo ese momento era suyo, ella una reina, preciosa como para despertar envidia. Con el largo vestido blanco y el velo disimulando su espalda deforme… Afuera, mil bocinas. Y ahora, el novio le negaba la fantasía. Se deshizo de sus lágrimas, ¿para qué otra cosa sirve el dorso de las manos? Aceptó. Que fuera como él quisiera.
Llegó la hora, pasó la hora. Él no vino ni llegó. Los curiosos se fueron, llevándose sus risas, sus mofas. Ella esperó y esperó. Nunca nadie esperó tanto tiempo. Sólo ella, Rosa Caramela. Se acurrucó en el consuelo del peldaño, la piedra sosteniendo su universal desencanto.
Historia que cuentan. ¿Tiene algo de verdad? Lo que parece es que no había ningún novio. Ella había sacado todo aquello de su ilusión. Se había inventado como novia, Rosita-enamorada, Rosa-casadera. Pero como nada de eso sucedió, mucho le dolió el desenlace. Su razón quedó herida. Para sanar sus ideas, la internaron. La llevaron al hospital, no quisieron saber más. Rosa no tenía visitas, nunca tuvo el alivio de una compañía. Ella hablaba a solas, abandonada. Se hizo hermana de las piedras, de tanto apoyarse en ellas. Paredes, suelo, techo: sólo las piedras le daban cabida. Rosa descansaba, con la levedad de los apasionados, sobre los fríos pavimentos. La piedra era su gemela.
Cuando le dieron el alta, la jorobada salió en busca de su alma mineral. Fue entonces cuando se enamoró de las estatuas, solitarias y compenetradas. Las vestía con ternura y respeto. Les daba de beber, las socorría en los días de lluvia, en la estación fría. Su estatua preferida era la del pequeño jardín, frente a nuestra casa. Era el monumento de un colonizador de nombre ilegible. Rosa desperdiciaba las horas en la contemplación del busto. Amor sin correspondencia: el hombre de la estatua permanecía siempre distante, sin dignarse a prestar atención a la jorobada.
La veíamos desde el balcón de nuestra casa de madera, bajo el techo de zinc. Mi padre, sobre todo, la veía. Se callaba, de hecho, todo. ¿Era la locura de la jorobada la que nos hacía perder el juicio? Mi tío bromeaba, para salvar nuestra posición:
—Ella es como el escorpión, lleva el veneno en las espaldas.
Compartíamos las risas. Todos, excepto mi padre, quien sobresalía intacto, grave.
—Ninguno de ustedes ve su cansancio. Cargando siempre las espaldas en sus espaldas.
A mi padre le afligía mucho el cansancio ajeno. Él, de hecho, no daba golpe. Se sentaba. Se aprovechaba de los muchos sosiegos que da la vida. Mi tío, hombre enérgico, lo aconsejaba:
—Juca, hermano, búscale un sentido a la vida.
Él asentía, lentísimo.
—Ya conocen el contrato: se los llevan y después, cuando regresen, me cuentan cómo fue el partido.
Y se inclinaba a sacar los zapatos de debajo de su silla. Se agachaba con tanto esfuerzo que parecía estar agarrando el mismo suelo. Subía el par de zapatos y los miraba con fingida despedida:
—Me cuesta.
Sólo debido al médico se quedaba. Le prohibieron los excesos del corazón, las prisas de la sangre.
—Maldito corazón.
Se golpeaba el pecho para castigar el órgano. Y volvía a conversar con el calzado:
—Atención, zapatitos: tenéis que volver a la hora señalada.
Y recibía el dinero por adelantado. Se quedaba contando los billetes con muchos gestos. Era como si leyera un libro grueso, de esos que gustan más de los dedos que de los ojos.
Mi madre era la que ponía los pies sobre la tierra. Salía a su oficio muy temprano. Llegaba al bazar, la mañana era aún pequeña. El mundo se transparentaba, como estrella solar. Mi madre arreglaba su puesto antes que las otras vendedoras. Entre las coles apiladas se veía su cara gorda de tristes silencios. Allí se sentaba, ella y el cuerpo de ella. En la lucha por la vida, mi madre nos rehuía. Llegaba y partía estando oscuro. De noche, la escuchábamos, reprendiendo la pereza de mi padre.
—Juca, ¿tú piensas en la vida?
—Pienso, y mucho.
—¿Sentado?
Mi padre se ahorraba las respuestas. Ella, sólo ella lamentaba:
—Yo solita, trabajando dentro y fuera.
Al poco rato, las voces se apagaban en el corredor. De mi madre aún restaban suspiros, desmayos de su esperanza. Pero nosotros no le echábamos la culpa a mi padre. Él era un hombre bueno. Tan bueno que nunca tenía razón.
Y a eso se reducía la vida en nuestro pequeño barrio. Hasta que, un día, nos llegó la noticia: Rosa Caramela estaba presa. Su único delito: venerar a un colonialista. El jefe de las milicias dictó sentencia: añoranza del pasado. La locura de la jorobada escondía otras razones políticas. Así habló el comandante. De no haber sido eso, ¿qué otro motivo tendría ella para oponerse, con violencia y cuerpo, al derrumbe de la estatua? Sí, porque el monumento era un pie del pasado a rastras por el presente. Urgía circuncidar a la estatua por respeto a la nación.
De manera que se llevaron a la vieja Rosa para curarla de los desavíos que alegaban. Sólo entonces, en su ausencia, vimos hasta qué punto ella formaba parte de nuestro paisaje.
Pasó el tiempo sin tener noticias suyas. Hasta que, cierta tarde, nuestro tío rompió el silencio. Él venía del cementerio, llegaba del entierro de Jawane, el enfermero. Subió los pequeños escalones de la terraza e interrumpió el descanso de mi padre. Rascándose las piernas, mi viejo guiñó los ojos, calculando la luz.
—¿Y? ¿Me has traído los zapatos?
Mi tío no respondió inmediatamente. Estaba ocupado aprovechando la sombra, secándose la transpiración. Se sopló los labios, cansado. En su rostro vi el alivio de quien regresa de un entierro.
—Aquí están, nuevecitos. ¡Eh, Juca, hermano, me vinieron bien estos zapatos negros!
Buscó en los bolsillos, pero el dinero, siempre tan rápido para entrar, tardó en salir. Mi padre le corrigió su gesto:
—A ti no te los alquilé. Somos de la familia, calzamos juntos.
El tío se sentó. Tomó la botella de cerveza y llenó su vaso grande. Después, con habilidad, agarró una cuchara de palo y echó la espuma en otro vaso. Mi padre se aprovechó de ese otro vaso que sólo tenía espuma. Al prohibírsele los líquidos, el viejo se dedicaba únicamente a los espumantes.
—Es ligera la espumita. El corazón no nota su paso.
Se consolaba, apuntaba como si prolongara su pensamiento. No había más que fingimiento en ese ahondar en sí mismo.
—¿Había mucha gente en el entierro?
Mientras se desabrochaba los zapatos, mi tío le explicó la gran concurrencia, multitudes pisando los arriates, todos despidiendo al enfermero, pobre, también él se murió.
—Pero ¿realmente se mató?
—Sí, el tipo se colgó. Cuando lo encontraron ya estaba tieso, parecía planchadito en la cuerda.
—Pero ¿por qué razón se mató?
—No lo sé. Dicen que fue por causa de mujeres.
Se callaron los dos, sorbiendo los vasos. Lo que más les dolía no era el hecho sino la causa.
—¿Morir así? Más vale fallecer
Mi viejo recibió los zapatos y los inspeccionó con desconfianza:
—¿Esta tierra viene de allá?
—¿A qué allá te refieres?
—Pregunto si viene del cementerio.
—Tal vez sí.
—Entonces vete a limpiarlos, no quiero polvo de los muertos aquí.
Mi tío bajo las escaleras y se sentó en el último escalón, a cepillar las suelas. Mientras tanto, contaba. La ceremonia transcurría, el cura recitaba las oraciones, confortando las almas. De repente, ¿qué sucede? Aparece Rosa Caramela, vestida de riguroso luto.
—¿Rosa ya salió de la prisión? —preguntó, atónito, mi padre.
Sí, ya había salido. En una inspección que hicieron en la cárcel, le dieron amnistía. Ella estaba loca, ése era su único crimen. Mi padre insistía sorprendido:
—Pero ¿ella, en el cementerio?
El tío prosiguió su relato. Rosa, por debajo de sus espaldas, iba toda de negro. Como un cuervo, Juca. Fue entrando, con andares de enterradora, espiando las fosas. Parecía que quería escoger un hoyo para ella. En el cementerio, tú sabes, Juca, allí nadie se demora visitando tumbas. Pasamos deprisa. Solamente esa jorobada, la tipa…
—Cuéntame lo demás —cortó mi padre.
Prosiguió la narración: Rosa allí, en medio de todos, empezó a cantar. Con educado asombro, los presentes se fijaron en ella. El cura continuaba con la oración pero ya nadie lo oía. Fue entonces cuando la jorobada comenzó a desvestirse.
—Mentira, hermano.
Te lo juró por Cristo, Juca, que me caigan dos mil cuchillos encima. Se desvistió. Se fue quitando las prendas, más despacio que este calor que hace hoy. Nadie se reía, nadie tosía, nadie hacía nada. Ya desnuda, sin nada encima, se acercó a la tumba de Jawane. Alzó sus brazos, arrojó sus ropas a la sepultura. La multitud temió la visión, retrocedió unos pasos. Entonces Rosa rezó:
—Llévate estas ropas, Jawane, te van a hacer falta. Porque tú vas a ser piedra, como los otros.
Mirando a los presentes, ella levantó la voz, parecía más grande que una criatura:
—Y ahora: ¿lo puedo querer?
Los presentes retrocedieron, solo se oía la voz del polvo.
—¿Eh? ¡Puedo querer a este muerto! Ya no pertenece al tiempo. ¿O a éste también me lo prohíben?
Mi padre dejó la silla, parecía casi ofendido.
—¿Rosa habló así?
—Palabra.
Y el tío, inmediatamente, imitaba a la jorobada con su cuerpo oblicuo: ¿y a éste, lo puedo amar? Pero mi viejo se negó a oír.
—Cállate, no quiero oír más.
Brusco, lanzó el vaso por los aires. Quería vaciar la espuma pero, por un error improcedente, se le escapó todo el vaso de la mano. Como si pidiera una disculpa, mi tío se puso a recoger los añicos caídos de espaldas por el patio.
Esa noche, no pude dormir. Salí, senté mi insomnio en el jardín de enfrente. Miré la estatua, estaba fuera de su pedestal. El colono tenía las barbas en el suelo, parecía que era él mismo quien se había bajado, al cabo de grandes cansancios. Habían arrancado el monumento pero olvidaron retirarlo, la obra requería retoques. Sentí casi pena por el barbudo, sucio por las palomas y cubierto totalmente de polvo. Me encendí, entrando en razón: ¿estoy como Rosa, poniéndoles sentimientos a los pedruscos? Entonces vi a la misma Caramela, como atraída por mis conjuros. Me quedé casi helado, inmóvil. Quería huir, pero mis piernas se negaban. Me estremecí: ¿yo me convertiría en estatua volviéndome ahora blanco de las pasiones de la jorobada? Qué horror, que la boca huya de mí para siempre. Pero no. Rosa no se paró en el jardín. Atravesó la carretera y se aproximó a las pequeñas escaleras de nuestra casa. Se agachó en los escalones, limpió en ellos el claro de luna. Sus cosas se posaron en un suspiro. Después, ella se entortugó, disponiéndose, quién sabe, a dormir. O tal vez su impulso sólo obedecía a la tristeza. Porque la oí llorar, en un murmullo de aguas oscuras. La jorobada se deshacía en lágrimas, parecía que era su turno de convertirse en estatua. Me obcequé en ese espejismo.
Fue entonces cuando mi padre, con esmerado silencio, abrió la puerta de la terraza. Lento, se aproximó a la jorobada. Por unos instantes, se quedó inclinado sobre la mujer. Después, moviendo la mano como si fuera sólo un gesto soñado, le tocó los cabellos. Al principio, Rosa ni se delineaba. Pero, después, fue saliendo de sí, con su rostro a la mitad de la luz. Se miraron los dos, adquiriendo belleza. Entonces, él le dijo susurrante:
—No llores, Rosa.
Yo casi no oía, el corazón me llegaba a los oídos. Me aproximé, siempre detrás de la oscuridad. Mi padre hablaba todavía, nunca le había oído aquella voz.
—Soy yo, Rosa. ¿No te acuerdas?
Yo estaba en medio de las buganvillas, sus nudos me arañaban. Pero no los sentía. Me punzaba más el asombro que las ramas. Las manos de mi padre se hundían en el pelo de la jorobada, esas manos parecían personas, personas que se ahogaban.
—Soy yo, Juca. Tu novio ¿no te acuerdas?
Al rato, Rosa Caramela perdió realidad. Nunca había existido tanto, ninguna estatua le había merecido tantos ojos. Con la voz aún más dulce, mi padre le dijo:
—Vamos, Rosa.
Sin querer, yo me había apartado de las buganvillas. Ellos me podían ver, pero ya no me importaba. La luna pareció atizar su brillo cuando la jorobada se levantó:
—Vamos, Rosa. Recoge tus cosas, vámonos.
Y se fueron los dos, adentrándose en la noche.