Un Lugar para Ti

Narrativa y ficción de Puerto Rico: Magali García Ramis

Tiempo de lectura: 9 minutos

Magali García Ramis

(Santurce, 1946)

 

 

La puertorriqueña Magali García Ramis no es una autora demasiado conocida en Suramérica, pero tiene mucho que decirle a la comunidad lectora de este lado del mundo: novelista, escritora de literatura infantil, ensayista y periodista, siempre ha sabido encontrar una palabra a la vez punzante y estremecedora para la memoria común del continente.

 

 

Una semana de siete días

 

Mi madre era una mujer que tenia grandes los ojos y hacía llorar a los hombres. A veces se quedaba callada por largos ratos y andaba siempre de frente al mundo; pero aunque estaba en contra de la vida, a mí, que nací de ella, nunca me echo de su lado. Cuando me veían con ella, toda la gente quería quedarse conmigo. «Te voy a robar, ojos lindos», me decían los dependientes de las tiendas. «Déjala unos meses al año acá, en verano, no es bueno que esa niña viaje tanto», le habían pedido por carta unas tías. Pero mi madre nunca me dejaba. Caminábamos el mundo de mil calles y cien ciudades y ella trabajaba y me miraba crecer y pasaba sus manos por mi pelo cada vez que me iba a hacer cariños. En cada lugar que vivíamos mamá tenía muchos amigos —compañeros les decía ella— y venían a casa de noche a hablar de cosas, y a veces a tocar guitarra. Un día mamá me llamó seria y suave, como hacía cuando me iba a decir algo importante. «Vamos a regresar a casa», me dijo, «papá ha muerto». Muerto. Los muertos estaban en los cementerios, eso sí lo sabía yo, y nuestra casa era este departamento azul donde, como en todos los que habíamos estado, mamá tenía la pintura del señor de sombrero con fusil en la mano, la figura de madera de una mujer con su niño, un par de fotos de un hombre que ella ponía en el cuarto y una de otro hombre que ella pegaba en la pared junto a mí cama. «No hay tal papá Dios, este hombre es tu padre, tu único papá», me decía. Y yo lo miraba todas las noches, a ese hombre de pelo tan claro y ojos verdes que ahora estaba muerto y nos hacía irnos de casa.

No me puedo acordar cómo llegamos a la isla, sólo puedo recordar que allí no podía leer casi nada aunque ya sabía leer, porque les daba por escribir los nombres de las tiendas en inglés. Entonces alguien nos llevó en un auto a San Antonio. Antonio se llamaba mi padre y ese era su pueblo. Antes de salir para San Antonio mi madre me compró un traje blanco y otro azul oscuro y me puso el azul para el viaje. «Vas a ver a tu abuela de nuevo», me dijo. «Tú vas a pasar unos días con ella, yo tengo uno asuntos que atender y luego iré a buscarte. Tú sabes que mamá no te deja nunca, ¿verdad? Te quedarás con abuela una semana, ya estás grande y es bueno conocer a los familiares».

Y así de grande, más o menos, llegué dormida con mamá a San Antonio. El auto nos dejó al lado de una plaza llena de cordones con luces rojas, verdes, azules, anaranjadas y amarillas. Una banda de músicos tocaba una marcha y muchos niños paseaban con sus papás. «¿Por qué hay luces, mamá?». «Es navidad», fue su única respuesta. Yo cogí mi bultito y mamá la maleta, y me llevó de la mano calle arriba, lejos de la plaza que me llenaba los ojos de colores y de música. Caminamos por una calle empinada y ya llegando a una colina nos detuvimos frente a una casa de madera de balcón ancho y tres grandes puertas. Yo me senté en un escalón mientras mi madre tocaba la puerta de la izquierda. Desde allí, sentada, mis ojos quedaban al nivel de las rodillas que una vez le habían dicho que eran tan bonitas.

«Tus rodillas son preciosas, y tú eres una chulería de mujer» le decía el hombre rubio a mamá y yo me hacía la dormida en la camita de al lado y los oía decirse cosas que no entendía. De todo lo que se dijeron y contaron esa noche, lo único que recuerdo es que sus rodillas eran preciosas. Aquel hombre rubio le decía que la quería mucho, y que a mí también, y que quería casarse con ella —pero ella no quiso. Un día estábamos sentados en un café y le dijo que no volviera, y allí mismo él pagó la cuenta y se fue llorando. Yo miré a mi madre y ella me abrazó.

Hacía frío y creí que me iba a dormir de nuevo, pero no me dio tiempo porque detrás de la puerta con lazo negro una voz de mujer preguntó: «¿Quién?» «Soy yo, Doña Matilde, Luisa, he venido con la niña». La mujer abrió la puerta y sacó la cabeza para mirar al balcón y allí en la escalera a su derecha estaba yo, mirando a esa mujer con los ojos verdes de mi padre. «Pasen, pasen, no cojan el sereno que hace daño», dijo la abuela. Pasamos un pasillo ancho con muchas puertas a los dos lados, y luego un patio sin techo, en el medio. «¿Por qué tiene un hoy esta casa, mamá?». «Es un patio interior, las casas de antes son así», dijo mamá, y seguimos caminando por la casa de antes hasta llegar a un comedor. Allí estaba Rafaela, la muchacha de abuela que era casi tan vieja como ella. Nos sentamos a tomar café con pan y mamá habló con la abuela.

Al otro día amanecí con mi payama puesta en una cama cubierta con sabanas y fundas de flores bordadas, tan alta que tuve que brincar para bajarme. Busqué a mamá y me asustó pensar que quizá ya se había ido por una semana y me había dejado sin despedirse, y yo en payamas. Entonces oí su voz: «La nena ha crecido muy bien, Doña Matilde. Es inteligente, y buena como su padre». Tiene los ojos Ocasio», dijo la abuela. «Yo sé lo que usted piensa, que tanto cambio le hace daño, y yo sé que usted no está de acuerdo con la vida que yo llevo, ni con mis ideas políticas, pero deje que la conozca a ella para que vea que no le ha faltado nada: ni cariño, ni escuela, ni educación». «Él preguntó por ti antes de cerrar los ojos, siempre creyó que tú volverías», contestó la abuela, como si cada una tuviese una conversación aparte. «Mamá, mamá, ya me desperté. Pero no se dónde está mi bata», grité, porque ella estaba diciéndole a la abuela que yo tenía educación y aunque nunca me ponía la bata eso ayudaría a lo que mi mamá decía. «Olvídate de eso, si tú no te la pones, ven», repitió mamá, que nunca fingía nada. Yo me acerqué y vi de frente a la abuela que era casi tan alta como mi madre y con su pelo recogido en redecilla me sonreía  desde una escalerita donde estaba trepada podando una enredadera en ese patio sembrado de helechos y palmas. «Saluda a tu abuela». «Buenos días, abuela», dije. Y ella bajó de la escalera y me dio un beso en la cabeza.

Durante el desayuno siguieron mi madre de mí y mi abuela de mí padre. Luego me pusieron el traje blanco y fuimos al cementerio. Hacía una semana que lo había enterrado, nos contó la abuela. Vimos la tumba que decía algo y después tenía el nombre escrito de mi papá: Antonio Ramos Ocasio, Q.E.P.D. «Yo sé que tú no eres creyente, pero dejarás que la niña se arrodille y rece conmigo un padrenuestro por el alma de su padre…» Mi madre se quedó mirando como a lo lejos y dijo que sí. Y así yo caí hincada en la tierra en el mundo de antes de mi abuelo, repitiendo algo sobre un padre nuestro que estaba en los cielos y mirando de reojo a mamá porque las dos sabíamos que ese padre no existía.

«Mamá, ¿esta noche me llevas a aquel sitio de luces?», le pregunté ese día. «¿A qué sitio?», preguntó abuela, «recuerda que en esta casa hay luto». A la plaza pregunta ella, Doña Matilde. No frunza el ceño, recuerde que en este pueblo nadie nos conoce, que ella nunca ha estado unas Navidades en un pueblo de la isla, y que yo me voy mañana…» y terminó de hablar con miradas. Abuela respiró hondo y se miró en mis ojos.

Esa noche fuimos a la plaza mamá y yo. De nuevo había mucha gente paseando. Vendían algodón de azúcar color rosa, globos pintados con las caras de los Reyes Magos y dulces y refrescos. Había kioscos con comida y muchas picas de caballitos donde los hombres y los muchachos apostaban su dinero. Y la banda tocó marchas que le daban a uno ganas de saltar. Yo me quedé callada todo el tiempo porque todo eso me iba entrando por los ojos y de tanto que me gustaba me daban ganas de llorar. «No te pongas triste», dijo mamá. «No estoy triste, es que estoy pensando, mamá», le expliqué, y ella me llevó hasta un banquito de piedra. Nos sentamos justo donde decía: «Siendo alcalde de San Antonio el honorable Asensio Martínez, se edificaron estos bancos con fondos municipales para el ornato de esta ciudad y la comodidad de sus habitantes». «Mamá se tiene que ir mañana a la ciudad donde llegamos primero. Va a estar solamente una semana yendo a muchas oficinas y es mejor que te quedes esos días acá con abuela, ¿me entiendes, cariño? Tú sabes que mamá nunca te ha mentido, si te digo que vuelvo, vuelvo. ¿Te acuerdas la vez que te quedaste unos días con Francisco, el amigo de mamá?

Las dos cotorras que tenía Francisco hablaban. Vivimos con él un tiempo y una vez que mamá tuvo que ir a un sitio importante, me dejó con él unos días. Cuando regresó me trajo una muñeca japonesa con tres trajecitos que se le cambiaban y Francisco me hizo cuentos de los hombres del Japón. Un tiempito después mamá llegó y nos dijo que había conseguido trabajo en otra ciudad y que teníamos que mudarnos ese día. Francisco quiso mudarse con nosotras; Francisco le dijo que no. Y nos despidió en la estación del tren con los ojos llenos de lágrimas, de tan enamorado que estaba de mi madre.

«Sí, mamá, me acuerdo», le dije. «Pues es igual. Mamá tiene cosas muy importantes que hacer. La abuela Matilde es la mamá de tu papá. Ella te quiere mucho, ¿viste que sobre el tocador hay un retrato de cuando tú eras pequeñita? Ella te va a hacer mañana un bizcocho de los que te gustan. Y te hará cuentos. Y ya enseguida pasa la semana. ¿Estamos de acuerdo?». Yo no lo estaba por nada del mundo, pero mamá y yo éramos compañeras, como decía ella, y siempre nos dábamos fuerzas la una a la otra. Así que yo cerré mi boca lo más posible y abrí mis ojos lo más que podía, como hacía cada vez que me daba trabajo aceptar algo y le dije «sí mamá, de acuerdo», porque yo sabía que ella también se asustaba si estaba sin mí. Y nos dimos un abrazo largo allí sentadas sobre el nombre del alcalde y del ornato, que quería decir adorno, me explicó mi mamá.

Al otro día, frente a la plaza ahora callada después del almuerzo, nos despedimos de mamá que subió en un auto lleno de gente. «las cosas en la ciudad no están muy tranquilas, Luisa, cuídate, no te vaya a pasar nada». «No se preocupe, Doña Matilde, sólo voy a ver al abogado para arreglar eso de los papeles de Antonio y míos, y enseguida vuelvo a buscar la niña y nos vamos. Cuídela bien y no se preocupe».

«¿Tú sabes cuánto es una semana?». «Sí, abuela, es el mismo tiempo que papá lleva enterrado». «Sí, pero en tiempo, hijita, en días, ¿sabes?». «Son siete, siete», me repetía, pero yo nunca fui buena con los números ni entendí bien eso del tiempo. Lo que sí recuerdo es que entonces fue tiempo de revolú. Una noche se oyeron tiros y gritos, y nadie salió ni a la calle ni a la plaza. Por unos días todos tenían miedo. Abuela tomaba el periódico que le traían por las mañanas al balcón y leía con mucho cuidado la primera página y luego ponía a Rafaela a leerle unas listas de nombres en letras demasiado chiquitas para su vista que venían a veces en las páginas interiores. A mí no me lo dejaban ver. Yo sólo podía leer rápido las letras negras grandotas de la primera página que decían cosas como D E T E N I D O S L E V A N T A M I E N T O S O S P E C H O S O S I Z Q U I E R D I S T A S que yo no entendía.

Una noche después, llegaron unos hombres cuando nos íbamos a acostar Rafaela, abuela y yo. «Súbete a la cama, anda», me dijo muy seria la abuela. Yo la obedecí primero y luego me bajé. Corrí de cuarto en cuarto hasta llegar al que daba a la sala y me puse a escuchar. Ya los hombres estaban en la puerta y sólo pude oír cuando decían: «De modo que no trate de sacarla del pueblo y mucho menos de la isla. Sabemos que ella vendrá por la niña, y tendremos orden de arresto». «Mire, señor policía», le decía la abuela, «yo estoy segura de que ella no tuvo nada que ver. Le repito que vino a la isla solamente porque murió mi hijo, ella ya no está en política, créame, ¿por qué hay orden de arresto?». «Ya está avisada, señora, hay que arrestar a todos esos izquierdistas para interrogarlos. Y si no tuvo que ver, ¿por qué se esconde? Hay testigos que afirman que la vieron en la capital, armada… ¿eso es ser inocente? Con que ya lo sabe, la niña se queda en el pueblo».

La niña era yo, eso lo supe enseguida, y en lo que la abuela cerraba la puerta corrí cuarto por cuarto de vuelta a mí cama. Abuela vino hasta donde mí. Yo me hice la dormida, pero no sé si la engañé porque se me quedó parada al lado tanto rato que me dormí de verdad.

Ahora estoy en el balcón esperando que me venga a buscar mi mamá, porque sé que vendrá por mí. Todos los días pienso en ella y lo más que recuerdo es que tenía unos ojos grandes marrones y que era una mujer que hacía llorar a los hombres. Ah, y que nunca me mentía: por eso estoy aquí, en el balcón, con mi bultito, esperándola, aunque ya haya pasado más de una semana, lo sé porque ya sé medir el tiempo, y porque mis trajes blanco y azul ya no me sirven.

 

 

Este cuento fue compartido por William Pascagaza Jiménez

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