Nguyen Sang
(Tien Giang, 1923 – Ho Chi Minh, 1988)
Reconocido como un influyente pintor del medio artístico vietnamita durante las décadas del 50, 60 y 70, dejó una importante huella en algunas nociones técnicas, estéticas y políticas del panorama nacional. Asimismo, como lo demuestra este relato, cultivó otras formas de comprender el mundo como la narración.
La mujer de la llanura de los juncos
Apenas terminó de comer la señora Bay, se oyeron los estallidos del cañoneo en una aldea situada
al otro lado del campo de arroz. Eran los disparos del cuartel My An contra las aldeas liberadas. Para Bay esto no era más que una señal de la hora: las seis de la tarde. Junio es la temporada de lluvia y de trasplantación del arroz. La noche cae muy rápido. Afuera una oscuridad lechosa cubría el campo. Los campesinos circulaban y conversaban por las orillas del río salpicando el ambiente con risas y voces.
Hai, su hija mayor, le dijo sin dejar de comer:
—Vete mamá. Voy a arreglar la casa. Ya es la hora de ir al campo. Pero Bay quería quedarse un rato más. Deseaba contemplar a sus hijos saboreando la comida. Desde hacía tres meses los yanquis querían concentrar a la población en un lugar situado en el distrito My An. Cañoneaban despiadadamente la zona todos los días. Arrojaban bombas de fragmentación y napalm. Su aldea, como otras de la Llanura de los Juncos, se extiende con barracas y huertas, a lo largo de las riberas del río. Cada casa tiene playa y embarcadero. Después de esas barracas y huertas se hallan inmensos arrozales que rodean el río y se extienden hasta el opaco bosquecillo de las aldeas vecinas.
Los helicópteros, en grupo de tres o cinco volaban rasantes a lo largo del río y disparaban indiscriminadamente sobre el camino y los botes que aparecían bajo su vista. Todas las casas y huertas fueron atacadas. A veces, entre dos ataques hacían exhortaciones por bocinas. Utilizaban también todo tipo de música: moderna, tradicional y de vez en cuando, una cinta con el llanto lastimero de una criatura. Recurrían a todos los medios. Pero nadie abandonó la aldea. Se dispersaron temporalmente las casas del río para adentrarlas en el llano. De esta forma los helicópteros, para atacar tendrían que serpentear y hostigar a cada casa por separado.
La señora Bay también evacuó su barraca. A los treinta y seis años tenía ya seis hijos: tres varones y tres chicas. La mayor, de doce años y el más chiquito de dos. Su esposo, cuadro revolucionario de la provincia, los visitaba a veces. Bay alimentaba a toda la familia. Trabajaba en la producción agrícola y había recibido de la revolución más de una hectárea de tierra cultivable sin bestia de tiro. Durante la cosecha tenía que trabajar con otras familias para que ellas le ayudaran a arar la tierra. Además de los trabajos agrícolas pescaba durante la temporada de agua, con diversos medios: red, vara, nasa, etc. Por la noche sacaba pescados y por el día los salaba, o preparaba salsa. Nunca estaba sin hacer nada. En los ratos ociosos se dedicaba a mejorar los refugios, que conservaba bien camuflados y limpios. La aldea había sufrido varios bombardeos. Su casa también incendiada una vez y destruida otra; pero los refugios siempre quedaban firmes. Sus hermosos y fuertes hijos eran admirados por toda la gente. Bay tenía una sola deficiencia: no asistía con frecuencia a las reuniones de la aldea: «Ay, tengo muchos hijos, no puedo ir temprano». «Mis hijos no me dejan ir». «Permítanme regresar antes, mis hijos…».
Al verla defenderse siempre con el mismo argumento, la gente le tomaba el pelo:
—¡Muchos hijos! Entonces ¿por qué pares tanto? Ella contestaba vivamente, también en broma:
—Tengo un rebaño de chiquillos en mi barriga y cada vez que mi esposo regresa, ellos dicen «presente».
Todos se daban cuenta de su situación y nadie la trataba mal. Bay, en reciprocidad cumplía siempre los acuerdos de las reuniones.
Después de cada parto, Bay lucía más fuerte y bonita. Pero las continuas evacuaciones y trabajos hicieron que adelgazara mucho.
Los helicópteros cañoneaban a diario. Cada dos o tres noches llegaban a escondidas los aviones de chorro a bombardear la aldea. Por eso Bay no se atrevía a concentrar a todos los hijos en una casa. La barraca que estaba a la orilla del río fue dividida en dos casuchas. Y situó una a siete metros de la otra. En cada casita preparó tres tipos de refugio: uno con gruesas paredes de tierra para protegerse de los ataques nocturnos; otro contra los helicópteros y el tercero para refugiare de los bombardeos realizados por aviones de chorro. Bay tenía que abrir seis refugios en total, trabajo que no podía cumplir ella sola. Pidió la cooperación de los vecinos quienes la ayudaron a cavar la tierra. Y como los enemigos atacaban diariamente, y por lo tanto no se podía demorar el trabajo de los refugios, tuvo entonces que poner a trabajar a los tres hijos mayores. Trabajando día y noche pudo terminarlos en quince días.
Luego dividió a la familia en dos grupos para ocupar las casas: los hijos grandes en una, y en otra ella con los tres más chiquitos. Por la noche casi no se podía dormir. Cada vez que oía el ronroneo de los aviones se levantaba de un salto y metía a sus hijos en el refugio.
Al conocer las penosas tareas de la esposa, el marido tuvo la idea de pedir un trabajo en la aldea con la intención de ayudarla en el cuidado de los hijos, pero ella lo rechazó inmediatamente.
—Si puedes alimentarlos –dijo– quédate con ellos; yo me voy a luchar. Al oír eso, el esposo tuvo que renunciar a sus propósitos.
Pero siempre que los helicópteros y los aviones de chorro atacaban la aldea pensaba en su marido. Si hubiera estado en casa en esos momentos, su vida habría sido menos pesada, con menos preocupación y angustia. Mientras acariciaba al chiquillo de dos años imaginaba que él se burlaba de las bombas y balas para estar con ella, con sus hijos. La presencia imaginaria del esposo la ayudaría a ahuyentar a los enemigos y todo saldría bien. Se decía a sí misma que al irse los aviones yanquis y al salir del refugio le pediría al esposo que regresara enseguida. Pero tan pronto se iban los aviones, y sus hijos salían sanos y salvos del refugio para reunirse con ella, se le disipaban como por encanto las ideas. Compartía la alegría con sus hijos, y reanudaba sus faenas: cocinar, remendar ropas y arreglar refugios.
Desde la evacuación, sólo comían juntos por la tarde. Servía el desayuno y el almuerzo en las dos casas separadas para evitar la sorpresa de los helicópteros yanquis. La hija mayor se encargaba de una, y ella de otra. Aunque las dos casas estaban cerca, extrañaba mucho a sus hijos separados. Los niños sentían igual y ella tenía que asustarlos a gritos o amenazarlos con pegarles para obligarlos a estar en la casa destinada. Un solo instante de calma y todos estaban ya a su lado de nuevo.
La comida de por la tarde era esperada ansiosamente. Los varones de la otra casa, al sentir el olor a pescado frito y ver el humo que salía de la cocina se asomaba a la puerta para preguntar: «¿Está servida la mesa, mamá?», «¿Mamá, podemos ir ahora?»
Y ella sólo tenía que hacer un gesto para que todos estuvieran rápidamente presentes. Sin embargo, ninguno entraba enseguida a comer. Los grandes rodeaban a los chiquitos y comenzaban a mimarlos, besuquearlos a jugar con ellos. Después, cansados de divertirse, iban a comer.
La comida de esa tarde era un caldo hecho con pescado, y además pescado frito. A los niños les gustaba mucho y se atracaban golosamente. La madre, al contemplar la escena, ya no tuvo ganas de salir de la casa, aunque era la hora de ir al campo. Encendió un candil y lo puso en medio de la bandeja para que la llamita iluminara suficientemente los alrededores. Los seis hijos mofletudos y bonitos tenían los ojos profundos y poco melancólicos como los de su padre. Se parecían bastante pero cada uno tenía su particularidad. La hija mayor a pesar de sus doce años, tenía las virtudes de una persona madura; comía con lentitud, y reservaba lo mejor a sus hermanos. El segundo de diez, era el más pícaro y travieso de todos; su juguete preferido era el tirapiedras. La tercera, de ocho, delgadita con ojos brillantes y labios finos. Hablaba de manera precipitada, y saboreaba a pedacitos, como un gato, el pescado. El cuarto, «cabeza de coco», calladito pero bravo, tenía seis años; comía lentamente, pero siempre se reservaba todo el pescado. La quinta, de cuatro años, era dócil como un conejo; aún no sabía manejar bien los palitos que sólo utilizaba para llevar el arroz a la boca, mientras el pescado lo cogía con la mano. El más pequeño, sentado en el regazo de la madre, comía lentamente.
***
¡Qué bello hogar!
Se oyó una voz desde el río:
—Tía Bay, ¿está aún en la casa?
Era la voz de la guerrillera Lanh. Bay, volviéndose, le contestó:
—¡Espérame! Oye, ven acá un momentico.
Frotó ligeramente la cabeza del chiquito y lo dejó en la cama:
—Quédate con tus hermanos, hijito. Voy para la trasplantación. Duerme con tu hermanita.
Lanh entró en la casa. Era una muchacha robusta de dieciocho años. Llevaba colgado un rifle. Un pañuelo rayado cubría su cabeza y parte de la cara. En una mano tenía un pico de bambú que servía para trasplantar en tierra dura. Una cartuchera, una cantimplora y una bola de arroz envuelta en un nailon verde abarcaban su cintura. Lanh era sobrina del marido de Bay. Al verla, los chiquitos corrieron a su encuentro. Ba, el segundo, fue más rápido en llegar.
—Ah, mi prima Lanh tiene un fusil –se balanceó prendido al arma–. A ver, a ver primita.
La mayor lo amonestó:
—Ba ¿qué haces? ¿Para qué quieres el fusil? Ba parecía no oír la voz amenazadora de su hermana; seguía halando el fusil, lo que obligó a la guerrillera a inclinarse un poco y gritar:
—¡Ay, mi hombro! ¡Suéltamelo! Es un fusil de verdad, y no se parece a tu honda.
Los más chiquitos se apartaron de su prima, pero Ba no dejó de agarrarse al fusil.
La señora Bay, que estaba atando los perniles del pantalón para protegerse de las sanguijuelas, se levantó:
—¡Basta ya, Ba!
Ba retiró la mano del fusil, pero no se alejó de su prima. Miraba a Lanh, a sus hermanos y a su madre. Y preguntó:
—¿Por qué no tienes fusil, mamá? Bay lo miró enojada:
—¡Basta de tonterías! Vete a tu habitación, anda.
El pobre niño no sabía el motivo de la ira de su madre. Se quedó callado, a punto de llorar.
La pregunta del niño le recordaba el asunto de la entrega del fusil. Ante Lanh se sentía avergonzada y preocupada. En los últimos días se habían entregado armas a todas las familias para rechazar a los helicópteros. Las familias grandes recibieron dos o tres y todas las casas, menos la suya, tenían ya fusiles. Se le preguntó varias veces, pero ella aún continuaba indecisa. Si hubiera estado todavía joven o soltera lo habría recibido desde los primeros días. Pero ahora, tenía seis hijos a los cuales debía llevar al refugio cuando vinieran los aviones enemigos. Solamente esto le costaba bastante trabajo. Y una vez todos en el refugio se veía obligada a estar con los más chiquitos, pues ellos sólo se tranquilizaban con su presencia. Entonces ¿cuándo podría entrar en combate? Los hijos la seguían siempre como su propia sombra. ¿Combatiría con los niños a su lado? Además, ella misma no quería alejarse de sus hijos en los momentos de peligro. Por lo tanto, ¿para qué recibir un fusil si no podía combatir? ¿Para alardear con los vecinos? ¡No! Había pasado ya ese momento. Si los niños se quedaran tranquilos en el refugio, podría salir para abrir fuego contra los helicópteros. Pero eso no sería más que revelarles el blanco, lo que atraería sin duda a los aviones. Entonces los refugios donde estaban sus hijos serían destruidos completamente. Así pensaba ella cada vez que se trataba lo del fusil. Esa idea la perseguía siempre. Era mejor actuar como lo hacía. Se consolaba a sí misma y trataba de no pensar más en ello. Este problema también provocaba ardientes debates en las reuniones de la aldea. Unos querían que ella tomara un fusil, mientras que otros opinaban lo contrario debido a los muchos hijos que tenía que cuidar.
La señora Bay cavilaba analizando su situación. No deseaba tener el fusil, pero si todos querían entonces no podía negarse. Sin embargo, como el recibir o no el arma era voluntario y nadie la obligaba, y ella seguía vacilando. Trataba de olvidarlo cuando esta vez, por casualidad, su hijo le recordaba el problema que la había disgustado.
Ba seguía calladito. Los demás se miraban sorprendidos.
Después de atar los perniles del pantalón, Bay cubrió su cabeza con un pañuelo, echó el nailon sobre sus hombros, cogió el pico de bambú y salió en compañía de Lahn.
Al alejarse de la tibia casucha aún olorosa de comida, aspiró a plenitud el aire puro del campo. Una ligera corriente de frío hizo detener a Bay. Dio media vuelta, entró en la casa y dijo a sus hijos con voz ya dulce:
—Hai, quédate con Bay y Sau. Ba, lleva a Tu y a Nampara la otra casa. Pueden jugar un rato más sin encender la luz. Voy a la trasplantación del arroz y regresaré temprano.
Una vez en la orilla del río, Lahn se puso delante y Bay la siguió lentamente. De vez en cuando volvía la cara, buscando con la mirada sus casas y los refugios donde estarían sus hijos al venir los aviones yanquis. De repente, se sintió intranquila. Detuvo sus pasos. Por un momento quiso regresar para continuar aconsejando a sus hijos; pero no sabía qué más decirles. Suspiró profundamente y aceleró la marcha hasta alcanzar a Lanh.
***
Amanecía. Días atrás, el campo aún estaba limpio, anegado de agua roja y revuelta. Ahora se revestía del verde lozando del arroz. A pesar de que se realizaba la labor en plena noche, sin candil ni luna, las matas iban quedando en filas rectilíneas.
A lo lejos se oía el rugir de los aviones de chorro, pero la neblina dificultaba verlos. Más allá, tres aparatos, pequeños como una mano, daban vueltas y picadas sobre un tupido bosquecillo. Se oían los estallidos como truenos de las bombas de balines. Torbellinos de humo blanco se levantaban
cada vez más altos.
Los campesinos regresaban. El zumbido de los aviones de reacción y los estallidos lejanos de las bombas no preocupaba a esos hombres, acostumbrados ya a la situación. Seguían caminando tranquillos, con el pico en la mano y el fusil al hombro; iban despacio por los senderos vecinales hacia sus caseríos.
Pero Bay sentía impaciencia. Sólo pensaba en sus hijos. Camino más rápido. Hizo que Lahn se pusiera a la cabeza de la fila. Casi corría dando tropezones y cayendo continuamente.
Apenas llegaron a un bosque de tram bau, donde comenzaba la huerta situada en la orilla del río cuando aparecieron los helicópteros. Venían de Vihn Long. Rápidamente los aldeanos se dispersaron buscando los refugios. Los que aún quedaban en el campo se metieron en los refugios individuales a todo lo largo de los diques.
Lahn y Bay entraron en una trinchera. La guerrillera preparó el fusil sin perder de vista a los helicópteros. Bay desarmada, no hacía más que agacharse y mirar hacia donde estaban sus casas.
Tres helicópteros HU-1A que solían disparar ráfagas muy largas, revoloteaban a ras del bosquecillo y arrojaban infinidad de proyectiles sobre el objetivo. Luego disparaban a cada casa y al campo de arrozales. El fuego de los fusiles repelía la agresión desde todas partes, y los aparatos enemigos recibían un nutrido fuego. Los estampidos se parecían al estallido del maíz al ser tostado.
No se veía la trayectoria de las balas, pero se sabía que una red de fuego rodeaba a los aparatos. Por cualquier parte que volaban sonaban enseguida secos disparos. Metidos en medio de un intenso tiroteo, los helicópteros cobraron altura para ponerse fuera del alcance de los fusiles.
Una vez lejos de la concentración de fuego, descendieron de nuevo para atacar las casas menos defendidas. Bay comprendió en el acto que se dirigían a la zona del árbol gao donde estaban sus casitas evacuadas. Los helicópteros iniciaron el ataque. La madre, pálida y temblorosa, no supo sino gritar:
—¡Lahn, fuego!
Lahn alzó el fusil y disparó dos veces; pero se encontraba tan lejos que los disparos fueron inútiles. Allá, los helicópteros seguían destruyendo el caserío.
Bay, apoyados los brazos sobre el brocal del refugio, gritaba como loca:
—¡Fuego! ¡Duro, compatriota!
Clavó fuertemente el pico en el borde del refugio y reclamó lastimosamente:
—¡Pobres hijitos míos!
Desesperada, se arrancó de la cabeza el pañuelo y lo tiró al suelo violentamente. Un instante después arrebató el fusil de su sobrina, saltó del refugio y se dirigió hacia donde estaban los helicópteros. No tomó por el bosquecillo como los demás, sino por un atajo que cruzaba a campo raso, y disparó hacia los aviones enemigos.
Corrió derecho al caserío. Al verla arriesgarse, los aldeanos salieron de los refugios y la siguieron. De nuevo comenzaron los disparos.
Los helicópteros no pudiendo resistir el fuego, tuvieron que emprender la retirada, perseguidos por el ataque de los aldeanos.
Cuando se extinguió el ruido de las hélices, la gente regresó con calma a sus casas. Bay entró a su patio sin entregar el fusil a Lahn. Una vez frente a las casitas, llamó a sus hijos.
Los niños fueron a su encuentro. Hai salió primero llevando al más chiquito. Todos, madre e hijos, se reunieron en el patio. Bay tendió los brazos para recibir al nene. Los demás expresaron su alegría, cada cual a su manera, echándose encima de la mamá. Todos querían hablar al mismo tiempo. Con el más pequeño en un brazo, alargó el otro como si fuera a abrazarlos. Contemplando a los niños brotaron lágrimas de sus ojos.
Sin darse cuenta de la emoción de la mamá, Ba, el más pícaro de todos saltaba contento al ver que ella llevaba un fusil:
—¡Un fusil de verdad! ¿Es tuyo mamá?
No la abrazó como los demás; se aceró al arma y trató de quitársela.
Desde esa misma tarde Bay pidió a Lahn que la ayudara a abrir un refugio más. Este refugio estuvo a unos veinte metros de los de sus hijos, y situado bajo la sombra de un matorral. Era el refugio individual que le serviría de puesto de combate. «En esta lucha contra los yanquis –pensó la
señora Bay― la madre ha de tener el fusil para cuidar a los hijos». Y desde entonces, al igual que sus vecinos, nunca dejó de llevar puesta el arma.
Este relato ha sido tomado de la publicación realizada en Omegalfa (2019).