Un Lugar para Ti

Narrativas autoreflexivas: Martha Cáceres

Tiempo de lectura: 4 minutos

 

Dimapur, India, Marzo 15, 2017.

 

 

Querido Alvarito,

 

 

Las cosas van bien en Dimapur, aunque con desafíos, la vida es muy distinta acá y siendo sincera me ha costado adaptarme un poco al estilo de vida. Por eso me hace feliz visitar las aldeas, tu sabes que me encanta el campo y el silencio. Ayer viajamos a una aldea que está a dos o tres horas de camino en carro, tomamos un taxi – jeep, sin ventanas y completamente cubierto por la tierra de los caminos destapados. Tuvimos que usar un tapabocas para protegernos del polvo que levantan las llantas y el viento durante el recorrido. Las carreteras de Nagaland abrazan las montañas, esas cumbres gigantes de diferentes tonalidades de verde que desde el cielo se ven como un océano de interminables olas gigantes y macizas que tocan el cielo con sus crestas. En el camino pensé en la imponencia de la tierra y lo pequeños que somos al lado de su magnitud. Llegamos a la casa de David, nuestro amigo de Nagaland, quien nos hospedó con mucho cariño. Estábamos completamente sucios por las tres horas recibiendo tierra, sol y viento, y tú sabes como es Mohit siempre pulcro y bien vestido, no pude evitar reírme al verlo con su ropa, zapatos y maleta cubiertos completamente de polvo.

 

Te  encantaria ese lugar, era una casa grande pero sencilla, hecha de madera y bambú. Con grandes ventanales desde donde se pueden ver los campos de arroz decorando las laderas de las montañas. La cocina, sin estufa pero con una hoguera, leña y unos banquitos pequeños para sentarse a ver el fuego y la comida mientras cocinas. Ollas grandes y elementos rústicos  cuelgan de las paredes. El baño está afuera de la casa, para llegar a él, tienes que salir, bajar unos escalones y pasar por el patio. Después de las seis de la tarde no hay electricidad entonces esa noche a la luz de las velas, comimos platos típicos de Nagaland preparados por David; arroz, dhal: una especie de lentejas amarillas y verduras hervidas. La comida  cocinada en leña sabe muy bien, además me recordó a nuestra abuela, con su sombrero, ruana y su casa en el campo. ¿Te acuerdas cuando llegábamos a la finca en esos días fríos y nublados, el humo de la estufa de leña salía por el techo y desde la ventana veíamos a mi abuela Carmen preparando la Mazamorra o el Cuchuco de Trigo? una sopa para abrigar el cuerpo decía mi abuela. Yo siempre lo recuerdo como una sopa de mi abuela para abrigar el alma. No olvido cuando estabas en Alemania y apareció en uno de tus sueños para despedirse y prepararte la última sopa para el frío, mientras acá en Colombia nos estábamos enterando de su partida.

 

Esa noche Mohit y yo salimos a caminar un poco en el patio de la casa, sentí el aire puro y frío sobre mi cara, luego mire el cielo y no sabes, ahí viví uno de los momentos más lindos de mi vida. El cielo mostraba una infinidad de estrellas, más de las que había visto jamás. Los astros iluminaban el firmamento como si por un instante hubiéramos podido salir de la tierra para ver el cosmos. Estrellas fugaces le daban vida a esa pintura de Dios. Mohit y yo absortos nos tomamos de la mano y le dimos gracias a la vida por ese momento. Los dos en un pueblo lejano de la India, experimentando un momento de eternidad.

 

Al otro día despertamos temprano para empezar nuestro camino a la aldea de David. La aldea me envolvió con una cálida sensación de sentirme en casa. La altura, los caminos en piedra, el paisaje aceitunado, el olor a leña y el aire frío, me llevaron de nuevo a la casa de mis abuelos. La aldea tenía unas veinte casas de bambú alineadas cada una con su pequeño campo de arroz, había niños corriendo sin zapatos, felices y libres. Había una pequeña capilla al final de la aldea y un salón social hecho también de bambú y decorado con elementos tradicionales, figuras talladas en madera, lanzas decorativas y artesanías con colores y diseños representativos de la tribu. La comunidad amable y sonriente nos invitó a una de sus casas y nos ofrecieron su bebida típica; la cerveza de arroz. ¡La probé y sabía a chicha! Las cosas de la vida, viajar más de quince mil kilómetros para encontrarme sentada en la finca de mis abuelos tomando chicha. Por eso el mundo es un círculo, Alvarito, viajamos al otro extremo para terminar encontrándonos de nuevo con nuestras raíces.

 

No puedo recordar el nombre del hombre que preparó y nos ofreció la cerveza de arroz, quedó registrado en mi memoria como el hombre feliz de Nagaland. Nos recibió descalzo y con una sonrisa inolvidable, nos mostró su sencilla y hermosa casa de bambú y  paja, tres cuartos y una pequeña sala decorada con las fotos de su familia. Un cuarto de la casa estaba ocupado con el arroz y los utensilios para hacer la cerveza. Nos mostró el proceso de elaboración con un entusiasmo auténtico, como cuando un niño explica emocionado alguno de sus juegos o descubrimientos. Nos sentamos todos en la parte de atrás de su casa, en esos butacos improvisados con un trozo largo de madera y piedras, y mientras mirabamos la inmensidad de las montañas Naga y bebiamos la cerveza, comenté con amabilidad, usted es una persona muy sonriente, y él me respondió: como no sonreír si lo tengo todo, puedo sentarme en cualquier momento a disfrutar mi cerveza en esta hermosa casa y con esta maravillosa vista. Y de verdad era un hombre feliz, todos lo percibimos y nos contagiamos de su energía. Esa noche empezamos nuestro viaje de regreso, mientras yo repensaba mi idea de felicidad.

 

 

Martha Cáceres es hija de la Pacha Mama, fascinada por las historias de castillos, hadas y duendes. Busca lo mágico en lo cotidiano, colecciona plantas, cristales y es contadora de historias.

 

Ejercicio de escritura del Taller: Narrativas autoreflexivas, una escritura de lo cotidiano. Dirigido por Angélica González Otero.  Educación Continúa, Universidad Javeriana de Bogotá.

 

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