Paula Viviana Gómez Osorio
Recientemente iniciada en las insospechadas aguas de las narrativas autorreflexivas. ¡ah! y estudie psicología y me dedico a la psicoterapia. Supongo que eso también es importante decirlo.
El oficio de ser terapeuta
09 de julio de 2021
(quería escribir un título mágico, deslumbrante, creativo. Pero no encontré uno mejor que este: simple, real, contundente, así como mi oficio. Ese oficio que yo no escogí, sino que me escogió a mí, pero ese es tema para otro momento).
Hoy es día de sesiones de terapia. No es un día cualquiera porque los días en que veo a mis pacientes no son días cualquiera. Son días de contradicciones.
Me cuesta mucho levantarme de la cama, pienso que no es coincidencia que los viernes amanezco con el sueño más pesado y estiro la locha entre las cobijas lo que más puedo. Reviso mi celular con la esperanza de que Micaela, que está en Japón y para quién son las nueve de la noche, me haya dejado un mensaje cancelándome la sesión. Pero no, ella nunca cancela. Ella siempre está conectada por el enlace dos minutos antes de la sesión. Me odio en este momento por programar sesión a las 7:00 a.m.
Me entra la condenada angustia de repasar nuestras últimas sesiones en la cabeza. Me cuestiono si realmente puedo ayudar a esta mujer peruana, artista, que está al otro lado del sol confiando en que esta colombiana será buena guía para su crisis de identidad y creatividad. ¡No por favor, Micaela!, no esperes eso de mí que mejor me quedo debajo de las cobijas todo el día.
Recuerdo que tengo 34 años, que llevo 9 haciendo esto y que, ¡de esto vivo!, así que me armo de valor, me levanto, me pongo el traje de gala y me preparo el primer café. Nunca entro a sesión sin una taza de café en la mano. Es la única razón por la que le escribo a mis pacientes: “dame 5 minutos ya ingreso”. Añoro los tiempos en los que esta taza de café la servía doble y le ofrecía a mi paciente la taza que dice: “di hola a un nuevo día”.
La taza de café es un bastón. Cuando estoy incómoda tomo un sorbo y miro al fondo de esta. Son dos segundos de descanso, de huir de la mirada de ese otro que tengo al frente, que está entregado a esta relación con tal confianza que me acojona.
Suena la melodía que me anuncia que Micaela se ha unido a la sesión. Chequeo una última vez no tener los pelos parados y le doy ingreso.
-hola, Paula, buenos días.
¡Que linda es!, para ella son las 10 pm, pero me dice buenos días porque sabe que una parte de mí aún sigue durmiendo.
Desde este primer instante, este primer respiro en su presencia empieza la sesión.
Siempre el primer contacto me angustia. Rastreo todas las pistas que me dejen saber como está, como viene hoy a este encuentro. Noto su rostro diferente, se ve cansada, afectada. Me dice que está mal. Ya hemos superado esa ridícula etapa en que me decía que estaba bien por automatismo. En nuestra relación ya hay espacio para ser transparentes desde el primer instante.
“Cuéntame” le digo. Cuéntame. Qué palabra más mágica. Es como una llave que abre la puerta del mundo infinito que es el otro, a través de la palabra, de su narración, de su relato que sucede en su rostro, en su cuerpo, en su respiración, en su emoción.
Yo entro en un estado de trance que solo logro en este espacio sagrado. No hay droga que me haya ofrecido una experiencia similar. Empiezo a sentir también mi propio cuerpo, me hago consciente de mi respiración y de mis emociones. Todo lo que esta a mi alrededor se difumina y hago zum a ella, a su existencia, a su historia.
En cuestión de un par de minutos empiezo a pulsar. Es como una danza energética, una sintonización de nuestros ritmos. Una sincronización de nuestras almas. Le ofrezco lo único verdadero que tengo: mi presencia. Mi presencia comprometida, arriesgada, asustada, honesta.
Rápidamente empieza la explosión de imágenes, veo su mundo, sus colores, sus escenas heroicas y temidas. Siento, sobre todas las cosas, ¡siento! Siento su confusión, siento su angustia, siento su miedo, siento su dicha y respiramos, respiramos juntas toda es mixtura, ese collage que es la vida humana. Y con cada respiración le abrimos espacio a su existencia y a la mía. Ella se narra y yo la acompaño, la escucho. Yo le ofrezco mi vida para que proyecte la suya y así juntas existir, coexistir y habitarnos, la una a la otra, con coraje, con aceptación, con confrontación mutua y, sobre todo, con mucha mucha, aunque nos cueste, mucha verdad. Esa verdad que hemos tenido que sembrar, regar y cultivar sesión tras sesión.
Navegamos primero por aguas agitadas, turbulentas. Yo le voy mostrando algunos lugares por los que pasamos, le voy señalando algunos hitos del camino. Ella dirige la embarcación, Ella el capitán, yo el timonel. Finalmente conquistamos aguas más calmas, más claras. Nunca la tierra prometida porque esta no existe.
Su rostro ha cambiado un poco y el mío también. La hora ha pasado volando. Yo quedo con ganas de más. Ella respira, percibo su energía más apacible. Ese suspiro liberador me vale más que su siguiente “Gracias”. Ella dice gracias, yo digo gracias. No es una mera formalidad. Es una gratitud que sale de adentro, nos reconocemos mutuamente y nuestras almas se agradecen el coincidir.
Termino extasiada, llena de vida. Amando este oficio que me escogió (pero ese es tema para otro momento). Me sirvo una nueva taza de café y miro el celular con la esperanza de que Alejandra me haya dejado un mensaje cancelándome la sesión. Pero no, Alejandra nunca cancela.
Ejercicio de escritura del taller “Narrativas Autorreflexivas para Acompañar la Vida”. Dirigido por Angélica González Otero.Educación Continúa, Universidad Javeriana de Bogotá.