José Eustasio Rivera
(Rivera, 1888 – New York 1928)
José Eustasio Rivera: el poeta de la América intertropical
Por Gabriel Cortés
Hoy se cumplen 134 años del natalicio del autor de Juan Gil, Tierra de Promisión y La vorágine, José Eustasio Rivera Salas.
Para celebrar el nacimiento del poeta colombiano y los 101 años de la publicación de Tierra de Promisión(1921), presentamos al lector 5 poemas que desentonan con la cacareada interpretación de la obra poética como un canto elevado al “terruño”, a la “tierra baja” tropical, cuando no a la fauna y la flora nativas de la América intertropical.
Tres de estos poemas abordan el tema femenino directamente: el primero da cuenta de las formas de vida precolombinas, el segundo de la violencia imperial cristiana, el sometimiento indígena, y el tercero enseña a una “gentil calentana” como el resultado de dicho mestizaje. El cuarto, es un poema de vuelo metafísico que pierde de vista el “horizonte humano” y la naturaleza del trópico. El quinto, expresa la angustia y el tedio que experimenta el poeta moderno en la ciudad.
Tierra de promisión es un distanciamiento sensible de la “botánica del asfalto”, expresión modernista de la naturaleza, la vida americanas, y una alegoría a sus procesos históricos, lingüísticos, políticos y estéticos. Con José Eustasio Rivera la América intertropical, Nuestra América, encuentra su poeta.
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Amorosa y fecunda
Amorosa y fecunda como el monte nativo,
en la hamaca se mece bajo frescos palmares;
o tendida en las pieles de lustrosos jaguares
la perfuman los vientos del sonoro cultivo.
Acendrando la magia de su ardiente atractivo,
en el cuerpo se pinta voluptuosos lunares;
y en sus sienes, al ritmo de los raros collares,
juegan lánguidas plumas su reflejo más vivo.
Afligida, en la loma, con los serios desnudos,
la sorprenden las noches esperando al indiano
que en las chambas acecha los tapires membrudos.
Y hacia allá, mientras siente despertar los sinsontes,
ve que algún meteoro rasga el éter lejano
como lívida flecha que ilumina los montes.
Por saciar los ardores
Por saciar los ardores de mi sangre liviana
y alegrar la penumbra del vetusto caney,
un indio malicioso me ha traído una indiana
de senos florecidos, que se llama Riguey.
Sueltan sus desnudeces ondas de mejorana;
siempre el rostro me oculta por atávica ley,
y al sentir mis caricias apremiantes, se afana
por clavarme las uñas de rosado carey.
Hace luna. La fuente habla del himeneo.
La indiecita solloza presa de mi deseo,
y los hombros me muerde con salvaje crueldad.
Pobre… ¡Ya me agasaja! Es mi lecho un andamio,
mas la brisa y la noche cantan mi epitalamio
y la montaña púber huele a virginidad.
La gentil calentana
La gentil calentana, vibradora y sumisa,
de cabellos que huelen a florido arrayán,
cuando danza bambucos entristece la risa…
y se alegra el susurro de sus faldas de olán.
Es más clara que el agua, más sutil que la brisa;
el ensueño la llena de romántico afán,
y en los llanos inmensos, a la luz imprecisa,
tras las garzas viajeras sus miradas se van.
Siempre el sol la persigue, la sonroja y la besa;
con el alma del río educó su tristeza
al teñir los palmares el postrer arrebol.
¡Oh, daré mis caricias a su boca sonriente,
y los vivos rubores borrarán de su frente
esa pálida huella de los besos del sol!
En la estrellada noche
En la estrellada noche de vibración tranquila
descorre ante mis ojos sus velos el arcano,
y al giro de los orbes en el cenit lejano
ante mi absorto espíritu la eternidad desfila.
Ávido de la pléyade que en el azul rutila,
sube con ala enorme mi Numen soberano,
y alta de ensueño, y libre del horizonte humano,
mi sien, como una torre, la inmensidad vigila.
Mas no se sacia el alma con la visión del cielo:
cuando en la paz sin límites al Cosmos interpelo,
lo que los astros callan mi corazón lo sabe;
y luego una recóndita nostalgia me consterna
al ver que ese infinito, que en mis pupilas cabe,
es insondable al vuelo de mi ambición eterna.
Vibradora cigarra
Vibradora cigarra: con tu lírico empeño
los veranos cantabas en la azul lejanía,
y al temblor de tus alas resonantes, fulgía
todo el sol en mis ojos y en el valle risueño.
Y callabas al verme por el linde pampeño
divagar, cuando el rayo moribundo del día,
con las blondas palmeras que la tarde mecía
tuve amores, y el llano me enseñaba el ensueño.
Hoy que lánguidas brumas se vistió la pradera,
algo espera mi alma sin saber lo que espera:
que el sol brille, que vuelvas y en la luz te remontes.
Ni siquiera un celaje sobre el páramo eterno…
Como tú ya no cantas, ha venido el invierno
y las mudas neblinas encanecen los montes.