Un Lugar para Ti

Poesía Colombiana: Martha Cecilia Ortiz Quijano

Tiempo de lectura: 7 minutos

Martha Cecilia Ortiz Quijano

(Tumaco, Nariño)

 

Es Politóloga de profesión, autora de los libros “De Eros a Tánatos” (2003), “Desde la Otra Orilla” (2020) y coautora de “El Trébol de Cuatro Hojas” (2014). Actualmente vive en Cali, Colombia.

 

Al final de los poemas, te invitamos a leer Una casa para leer a los amigos, la reseña que escribio el escritor Juan Carlos Acevedo sobre la obra de Martha.

 

 

Abuela Tina

 

A Robertina Rodríguez

 

Mi abuela es palmera,

su espalda marimba de chonta tocada por el sol.

Mi abuela es negra

como las noches sin luna

su cabello en cambio es nieve rebosada

y en su sonrisa de alondra viajera

se alojan todas las estrellas.

 

Mi abuela lleva la primavera en su vestido

menea su cuerpo altivo

impulsada por olas del mar.

La casa de mi abuela de madera y azotea

de corredores amplios y Veraneras

y una escalera que lleva a un cielo desconocido.

La casa de mi abuela con carbón siempre tibio y comida fresca,

los ecos de mi infancia

aún conservan la risa de traviesa

en un cofre olvidado de esta casa vieja.

 

Mi abuela se marcha sin avisarme

el penúltimo día de febrero

con la frente en alto y el deber cumplido;

se marcha mi abuela subida en su canoa

y se va alejando por un camino largo, estero de manglar,

los cangrejos miran su paso y le dicen adiós

ella rema con su canalete

y la vista fija hacia delante

para no ser estatua de sal.

 

 

Noche primigenia

 

Yo nací un día

que Dios estuvo enfermo,

grave.

César Vallejo.

La noche en que nací

una tormenta era mi casa.

Los rayos iluminaron el vientre de mi madre.

La luz, se hizo vida.

 

Esa noche, la primera de mayo

se hizo cántaro de fuego.

Las manos sabias de una partera

me trajeron al mundo.

 

A mi madre,

un dolor de recién parida, le alegró el alma:

Una bocanada de aire, se hizo canto.

Una niñita con rostro luna y ojos gitanos

bebe de su pecho, le hace creer de nuevo en los milagros.

 

En la madrugada, a la una menos cinco,

un oleaje de mar

inundó la casa.

Las tijeras de modista,

separaron mi cuerpo del suyo:

Fui poesía junto a su regazo.

 

 

La noche en que nací

mi madre le puso cerrojo a su templo

ahora, útero de cal y cemento.

 

 

Receta de amor

 

Tiene tatuado el litoral, mi madre en sus manos.

Sus palmas guardan los secretos de los antepasados.

Mi madre tiene la sazón del achiote y el cimarrón.

Mientras ralla el coco, ella canta…

Canta arrullos que rasgan la memoria

(…” Abuela Santana porqué llora el niño”…)

Tiene tatuado el litoral, mi madre en sus manos.

Sus manos huelen a cebolla, ajo, romero y albahaca.

Entre trastos, especias y manjares va guisando su historia.

 

Ella aprendió el arte del amor, igual que la abuela.

El arroz atollao es lo que mejor le queda.

Añora el pescao recién cogido.

Su casa huele al café de la mañana.

Mi madre cuando cocina baila…

Baila al ritmo de las atarrayas

que llegan con el amanecer.

 

 

Arte poética

 

¿Qué haría yo?

si un día las palabras se acaban,

se ahogan en el pozo más profundo,

o se suicidan de hastío; vocales y consonantes

si el poema pierde el cauce de mi río,

y si el silencio llega al vórtice más alto.

Entonces…

mi muerte estaría cerca.

 

 

 

Poema a los N.N.

 

Los muertos hablan a través de las piedras de un río

gritos que nadie escucha

cuerpos sin nombres y sin apellidos

a esos que nunca se les rezó

―un brille para él la luz perpetua―

 

Esos muertos

por calles y plazas por tanto tiempo: buscados

la lluvia ha borrado sus historias y ahora, olvido

cenizas, huesos incinerados.

Vengo con esta elegía a recordarlos.

 

Hay muertos que hablan desde un lugar lejano

su última morada no fue un campo santo rodeados de mausoleos,

siguen reclamando una tumba entre lamentos.

Colmado de estos muertos de la guerra

esta patria mía.

 

En una fosa común de una paraje desierto

un centenar de cuerpos se retuercen

se acunan entre ellos,

esos, que entre sus manos

les han empezado a crecer flores.

 

 

Un nombre hecho de agua

               

                                                                                       A Mario

 

Tu nombre me sabe a mar,

me sabe a río lleno de peces.

Tu nombre suena a canción

hecha de piedra,

memoria del mundo.

 

Tu nombre hurga en el vacío de mi existencia,

me hace una herida con la punta de la M,

se desangra a cuentagotas el alma,

de luna, centro y papel.

 

Tu nombre, me cubre toda,

me susurra en las noches,

que en la curva de sus vocales también existe Dios,

que nada detendrá tu paso – Ni siquiera mi amor –

 

Tu nombre contiene al sueño

contiene al pájaro que nunca fue enjaulado,

a la estrella de mar que fue expulsada del cielo,

me contiene a mí,

sedienta de tu sal, de tu oleaje,

de la fuerza, que te habita.

 

 

He regresado a casa, papá

 

Papá, he recorrido otra vez nuestra casa

hecha de palafitos, tablas de madera y zinc,

la de ocho habitaciones

y pasillo largo,

tus manos la edificaron

sin descanso.

 

De nuevo mis hermanos

en la mesa con tenedores y cuchillos,

algarabía.

Mamá en la cocina,

la comida justo a la seis.

Las risas de tus hijos aún resuenan con el litoral/

y el humo que viene desde la carbonera

dejan en las paredes su marca,

desde la azotea

veo a los pescadores regresar de su jornada

antes que el bajamar se aleje con la tarde,

ha descubierto tus raíces de manglar,

esas, que también son mías.

 

Ya no soy esa chiquilla inquieta

que revoloteaba con la ligereza de lo etéreo,

la del arcoíris en sus ojos lluvia

la muchacha de cabellos de alambres

que no llegaste a conocer,

te busca a hurtadillas.

 

En tu lecho de enfermo

en la prisión de tu cama,

con tus ojos del tamaño del mundo

me miras, sin musitar palabra

-silencios compartidos-

 

La ausencia toda

en un instante de eternidad.

 

¡Ay, cómo quisiera que la muerte no te hubiera

arropado con su manto!

 

He regresado Papá, en mis sueños

a tu casa,

que los embates del tiempo,

derribaron.

 

 

 

RESEÑA

Una casa para leer a los amigos

 

 

“Y el fuego, el que reúne, también entrega: Cocina.

Y la casa es también la mesa, su otro fuego.

El vital, el que sostiene.”

Hugo Mujica.

Pocas veces los poetas se leen entre sí. Los  poetas no se leen se vigilan, dicen graciosamente muchas veces en reuniones. Pero podemos leerlos sin sentirlos una amenaza, leerlos como quien lee en sus líneas la huella de unos pasos que nos aproximan al afecto por una obra.

Así me adentro en los poemas de Martha Cecilia Ortiz Quijano, llego a ellos siguiendo la huella que me deja frente a la puerta de sus libros de su poética.

Al estar ahí frente a esa puerta la abro y cada página, cada frase, cada palabra y cada letra me dicen que una verdadera poeta habita esa casa, la casa secreta de la poesía.

No podría, yo, como el torpe lector que soy, entender esta poética sino es desde el sinnúmero de habitaciones que la conforman, y aquí, quiero que me permitan la licencia de llevarlos por cada una de ellas a través de los poemas que en más de dos décadas ha escrito la poeta Martha Cecilia Ortiz Quijano.

La imagen de ver su poesía como una casa no es gratuita, ni siquiera es una imagen que quiere parecer literaria. Ésta es, en verdad, la imagen de la fuerza ancestral de la madera que sostiene su pasado cerca al mar y que está atada con los verdaderos, los genuinos lazos de la infancia que teje a su vez la familia:

[…] La casa de mi abuela de madera y azotea

de corredores amplios y Veraneras

y una escalera que lleva a un cielo desconocido.

La casa de mi abuela con carbón siempre tibio y comida fresca,

los ecos de mi infancia

aún conservan la risa de traviesa

en un cofre olvidado de esta casa vieja. […]

 

Y al buscar la casa como arquitectura propia para edificar una poesía propia, Martha Cecilia debe reencontrarse con su pasado que es ella misma:

 

La noche en que nací

una tormenta era mi casa.

Los rayos iluminaron el vientre de mi madre.

 

De ahí que ésta, la imagen de la casa no sea poética porque sí. No, ésta es una imagen que sale del olor de los alimentos que habitan sus poemas:

[…]Tiene tatuado el litoral, mi madre en sus manos.

Sus manos huelen a cebolla, ajo, romero y albahaca.

Entre trastos, especias y manjares va guisando su historia.[…]

 

Y es que en la cocina, laboratorio de palabras, el fuego que reúne, el que da olor, sabor y consistencia a los alimentos, también es el fuego que nos reúne para hablar y acaso la palabra oral no es ya génesis de la poesía misma.

[…]¿Qué haría yo?

si un día las palabras se acaban […]

 

Es entonces ésta una habitación que atravesamos en la casa poética de Martha Cecilia Ortiz Quijano, para saber que ella es una mujer hecha de palabras orales y escritas, y que igual; el viento o la ciudad, el río o la piedra, la sensualidad o son cuartos de la casa que habita en ella; como en cualquier otra morada el dolor, las pérdidas y la esperanza pueden hallarse en pasillos, corredores o viejos zaguanes, por eso la guerra, por ejemplo,  también será uno de los cuartos de su casa:

[…]Los muertos hablan a través de las piedras de un río

gritos que nadie escucha

cuerpos sin nombres y sin apellidos

a esos que nunca se les rezó

―un brille para él la luz perpetua―[…]

 

Pero si habitaciones oscuras encontramos en su hogar de palabras, también hallamos otras donde la luz lo ilumina todo:

[…]Tu nombre contiene al sueño

contiene al pájaro que nunca fue enjaulado,

a la estrella de mar que fue expulsada del cielo,

me contiene a mí,

sedienta de tu sal, de tu oleaje,

de la fuerza, que te habita.[…]

 

La casa, leída como palabra y a la vez metáfora de una poética que nos recuerda, según Hugo Mujica que “la casa es algo así como la geografía de nuestra extensión”, construimos nuestra casa como queremos que sea, ella nos refleja, nos abarca, nos dice esto eres, y si me permiten, diría que eso he sentido en cada lectura de los poemas de Martha Cecilia Ortiz Quijano, ella es su casa, su casa es ella y habitar esa casa de papel y tinta no es otra cosa que habitar la poesía que Martha Cecilia nos ofrece como un hogar donde refugiarnos de un mundo a veces despiadado, otro benevolente, pero un mundo donde no estamos del todo tan cómodos.

 

Juan Carlos Acevedo

Manizales bajo la segunda primavera de la pandemia.

 

 

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