Un Lugar para Ti

Poesía colombiana: Zeuxis Vargas

Tiempo de lectura: 5 minutos

Zeuxis Vargas

(Quetame, Cundinamarca, 1981)

 

Licenciado en Psicología y Pedagogía, autor de los libros de poesía Las cosas que aprendí, y El arca de Gokú,  de los libros de ensayo Razones de Sobra y Murmullos de la intimidad. Historia crítica de la poesía colombiana. Es el fundador de Seshat ediciones, editorial que tiene más de 50 libros dentro de su colección.

 

 

VISITAS AL PARAÍSO

Selección personal de poemas de la autopsia

 

 

Un  juguete para nombrar todo el desconsuelo 

 

por  Rómulo Bustos Aguirre

 

La infancia, ya se sabe, es una estación de la que nunca acabamos de partir. El tren o la flota se va, pero el que se embarca no es el verdadero yo sino su fantasma. Y ese fantasma del niño, ya adulterado, es el que habita nuestro ser más cotidiano e irreal.  El verdadero yo está allá, agitando sus manos con silencioso leguaje de señas que ya no alcanzamos a entender. Sin embargo, él no para de escribir sus señales en el aire. Esos ilegibles signos acaso son el poema.

Esta breve muestra se inscribe dentro de esta tradición de nostalgia, a la que Arturo ha dado carta de nacimiento en Colombia.

 

En mis ojos, sigue un niño

columpiándose entre los pomares, un niño

 

Pero lo de Zeuxis más que de casa grande habla de una infancia de vereda, de pequeño pueblo, agraria. El Arquetipo, ciertamente, es el mismo pero las experiencias vitales que le dan forma no, y por ello distinto el “decorado mítico” con que se hace presente: juego de maras, boliche, comején, hormigas, barriletes, las sutiles lluvias…

La melódica infancia de Arturo. La desbordada de terrores de Rojas Herazo. La de Zeuxis parece estar más cercana a la de Silva, donde la abuela atisba el futuro incierto del nieto. Este nieto se ha quedado sin el regazo materno y ahora mora en el poema que no acaba de escribir:

 

Has crecido en los bordes olvidados,

en los lugares que van tomando nombre de callejón, baldío, frontera

 

¿Qué hay en la infancia que imanta tan poderosamente el corazón del adulto adulterado? De dónde extrae su fulgor. Bien talismán que preserva en lo oscuro -como una lámpara- o bien cifra las claves perturbadoras de nuestra actual errancia. Enigmático Aleph, de bolsillo, personal.

 

¿Dónde estarán las canicas de la infancia, en qué mano alumbrarán como una estrella?

 

En la estación dichosa de la imaginación, el niño sigue enhebrando hilos invisibles, en lengua de sordomudos. Zeuxis inclina su oído del lado del corazón e insiste en escucharlo.

 

 

 

Diente de león 

 

 

Copito de nieve le decíamos

y soplábamos los sueños con nuestros labios niños.

 

Muchas de las cipselas

planearon, lo mejor que pudieron, hasta encontrar la tierra:

el mullido amor que llamamos barro y que sirve para medir nuestro destino.

 

Fuiste mota en la nariz de un elefante

la mejor manera de anhelar un beso o esperar una historia.

 

Has crecido en los bordes olvidados,

en los lugares que van tomando nombre de callejón, baldío, frontera.

Te he visto florecer en los campos como una invasión

y en las orillas de una alcantarilla como el último intento de la belleza.

 

Mañana crecerás sobre mi tumba, cuando todos hayan muerto.

 

 

 

Elegía para mis canicas  

 

Pocos tenían una canica de vidrio transparente,

pero habíamos los de las maras

cristal puro, fundido para cubrir, en el centro mismo,

unas vetas, unos colores deslizándose, otorgándole belleza.

Esferas sagradas, como talismanes escondidos en los bolsillos

dando tanto poder al saco de oro;

qué ambiciosos éramos entonces,

qué piedras preciosas mostrábamos como joyas

y nuestra canica, contra los balines, contra los negros yunques del desprecio.

 

Pocos saben del serio asunto en que nos metíamos

cuando de jugar boliche se trataba

la Troya era una verdadera guerra

y entonces, comprendíamos mejor a Homero con sus reliquias cantando.

¿Dónde estarán las canicas de la infancia, en qué mano alumbrarán como una estrella?

 

 

 

Mi poesía 

  

Mi poesía es la infancia,

los caracoles dormidos escuchando la lluvia,

las melancólicas crisálidas

colgadas como hamacas en mitad de la noche.

 

Mi poesía es la infancia,

escondida en los armarios,

buscando refugio

al dolor de estar vivo entre las balas.

 

Yo tengo una cara arrasada

para decirle a los juegos de las maras y el barrilete

que las cicatrices sanaron

para dejar marcas de protesta ante el olvido.

 

Hay un inventario

escondido entre la tierra

y una pistola de fulminantes

esperando a que regresen los indios.

 

Hay un juguete

para nombrar todo el desconsuelo.

 

Yo he desenterrado

muchas veces

el milagro

que temblaba en mi mano como un polluelo.

 

Mi poesía es la infancia,

que mira lela los telegramas resplandecientes

escritos por los fusiles.

 

Todo ese murmullo son los mitos

que quedaron confundidos ante el horror.

 

Yo vuelvo a la infancia

para decir silencio.

 

Yo hablo de unas manos encalambradas

de tanto rezo entre los labios.

 

Yo vuelvo a la infancia,

a casas con laberintos felices de comején

y hormigas buscando las melcochas.

Yo vuelvo a la infancia

para recobrar los juegos y el coraje.

 

En mis ojos, sigue un niño

columpiándose entre los pomares, un niño

que sabe del campo,

de las sutiles lluvias del asombro.

 

 

Las cosas que aprendí  

 

Aprendí que siempre se muere solo

y que la agonía es la intimidad reveladora.

Aprendí, que a veces, es mejor sólo desaparecer,

volverse un desconocido

para que todos puedan estar bien.

 

Aprendí que la libertad

sólo puede estar en la distancia

y que sentirse insatisfecho

es una condición feliz para poder encontrarse.

 

Aprendí que el nacimiento

siempre es un golpe de azar

que conlleva todas las entregas

y que la mejor forma

de ser responsable con la vida

es intentando ser uno mismo.

 

Aprendí que hay muchas cosas

que no valen absolutamente nada

y que muchas de ellas,

sólo sirven para perder el camino,

pero por sobre todas las cosas,

aprendí que se debe luchar,

pero no hasta la muerte,

sino hasta el momento oportuno

para poder dejar una historia.

 

Aprendí que las mejores historias,

nunca terminan.

 

 

 

Un hombre 

 

 

Soy tan recientemente nuevo

que una gota de lluvia anega todo lo que anhelo.

Podría enterrar mi mano como si fuera una semilla

y aletear hasta que el viento me nombrara

pero me gana el capricho de asombrar los ojos.

 

Es que tengo tanta pluma suave,

tanta melena de ángel poblándome por dentro

que me basta el primer rayo de sol para sonreír un canto.

 

Tengo la piel tan tierna

que me resulta sincero este amor de los árboles,

esta verdad de masticar todavía la noche como si fuera un fruto.

 

Algo de hombre se me precipita a veces

por todas las rutas de mi sangre;

el silencio, el deseo de apretar una mujer entre mis brazos,

la costumbre de perderme, apenas, mirando el horizonte,

los tendones anudando,

pero sé que soy tierra,

ese olor de bosque que espera entre mis labios.

 

 

Escribir 

 

Registrar el universo por el respaldo,

acumular todos los datos posibles

de la harija y la pátina,

preparar el informe

de las imágenes que nunca existieron

y pensar que se inventa.

 

Sortear la pena de no crear,

producir siluetas enteramente echadas a perder,

dejar que un texto muera sin lector inventado

y soñar que el viento puede descifrar el amor.

 

Dejar versos en la espalda de un muerto,

dejar caer una letra como si fuera una porcelana

y sentir en un cuerpo dormido

el calor de la ternura.

 

Vivir los días creciendo o casi consumiendo,

acumularlos para la fecha festiva de las márgenes

y oír que tienen nombre,

que se van llenando de fantasmas.

 

Construir un propósito al levantarse

para poder caminar seguro del suelo.

 

Sospechar que hace falta algo

para que sea completo el humano

que dejamos de acicalar en el baño.

 

Concentrar entre los ojos una promesa,

dar por sentada toda la experiencia

y saber que está vacío, todavía,

el gesto para sonreírle algún día a los recuerdos.

 

Escribir,

escribir hasta que comencemos

a aparecer entre las cosas.

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