José Leyva Lara
Culiacán – México. 1989
Administrador de oficio y escritor por gusto. Autor del poemario No precisamente el tiempo corre igual para todos.
Escribe en @jose.leyva.lara
La mirada contra el vacío
Sería justo
mirar adentro,
dejar esta bolsa sin fondo
que me gusta llenar
de pasados que no vuelven,
y de futuros que nunca llegan,
de cuentos que me invento
para revivir un pasado;
cada vez más muerto,
más triste,
más ausente,
con esa manía mía
de tercerizar,
de mantener la mirada baja
para no confrontar
esta vida que se me escapa
de las manos,
que viene y me revienta
en formas de culpas que me cierran los ojos/
que me hacen voltear la mirada/
para no ver
el desenfreno
el vacío
el reflejo de quien mira un cuerpo
sin sentido,
sin otra dirección
que sobrevivir otra noche
para despertar deseando ser otra persona
vivir en otro cuento,
en una historieta con finales ciertos/
con sonrisas claras
el vacío es un monstruo voraz
que me hace sentir pequeño,
derrotado en la mirada del presente
/con los brazos rotos/
por no saber gritar de ira
por no querer aventar las palabras que me salven
de este incendio,
de esta explosión
que nunca sale de mi boca,
y que me deja siempre
deseando
convertirme en otro,
arrancarme la muerte de las manos,
la rabia de los dientes,
el odio de mis ojos.
Alfarera
Aprendí del amor en el silencio
de la mano de quien poco pudo hacer para escapar del abandono,
del suicidio que significa vivir en la demencia,
en la añoranza de mirar hacia el pasado
y verse en un espejo que poco reconoce.
Solía verla sentada en el sillón, como si el ruido de la tele
pudiera hacer frente a su sordera,
nosotros buscábamos el ruido
por temor a quedar en el silencio,
en ese oscuro espectro
en que las voces se confunden con la nada,
en donde lo único que resta
es el pasado cada vez más lejos,
más amargo, más dolido.
Conocí a Dios
a través de las manos de mi abuela,
la podías ver
leer en braille las cicatrices de la cara,
le gustaba tocar el piano con mi piel,
acariciar el rostro
como el alfarero que talla
con los dedos el semblante que quería conocer,
en la oscuridad donde todos fuimos
una rama que tallaba hasta encontrar la figura de raíz,
me leía, como quien estudia a tientas
el terreno que conoce y desconoce,
me descubría siempre
entre sus manos que tallaban sus caricias en la piel,
me gustaba sonreír,
y que palmara cómo se formaban las arrugas en la frente
las mejillas que brillaban al contacto de sus palmas,
En el dedo corazón
donde siempre
fue más fácil saber que me quería,
que no había palabras
que pudieran acabar con la distancia del silencio,
de la oscuridad
que sólo se podía vencer
a través de la insistencia de sus manos,
del tacto que atraviesa la demencia,
el silencio,
la cicatriz que se quedó perdida.
Solía tocar su rostro
y ver cómo sus ojos
le daban la espalda a su pasado,
y de golpe la encontraba lúcida,
sonriente,
a sabiendas que el instante pasaría,
que significaba solo
un lapsus en el tiempo
donde mi abuela me veía en la ceguera,
me tallaba con sus dedos en la frente,
y sostenía mi nombre.
Mi nombre que es tu nombre
Y llevar en mi nombre
tu nombre
tu apellido
tu abuso.
Las garras
disfrazadas de caricias
de quién
al niño vio mujer
De quién
en ceguera
apagó las luces
para reconocer el cuerpo intacto
y dejó saña y dolor
cómo cristales en la boca,
cristales en el nombre
en donde siempre
al final de cada lista
resuena en consonante
el apellido,
la marca del tirano,
del hombre que quiso ver
en la niña
la mujer
Y robó
las cosquillas en los labios,
la posibilidad de dormir corrido,
el descanso que todo niño
se merece.
¿Cuál es la moneda de cambio del abuso?
el precio de la infancia
de la ingenuidad primera
y única
con la que se siembra odio en el pecho
¿Cuántos chocolates caben en tu tumba?
ahora
que tus garras se refugian en la tierra,
ahora que no hay descanso,
que la marca de tus uñas
quedan
disfrazadas en mi nombre
que es tu nombre
tu apellido
tu abuso.