Diego Alonso Sánchez
(Lima, 1981)
Flores de Hiroshima
Ichi
Breve, muy breve…
El fulgor que deja
la luciérnaga.
Hiroshima era una ciudad de papel
gracias a los B-29 norteamericanos,
máquinas estúpidas que dibujaban pájaros oscuros
sobre las calles.
“B-san”, clamábamos mientras sonaban
las alarmas de evacuación
y desplegábamos los protocolos de defensa antiaérea.
En los árboles de alcanfor del parque Asano
brotaban hojas de polvo.
Así pasaban los días, impasibles,
bajo los fogonazos de pétalos blancos.
En la primera plana del Asahi de Osaka se publicó:
Todas las desgracias caerán un lunes 6 de agosto.
Ese día
los pájaros cantaron por última vez
a las 8:14 de la mañana:
era demasiado alto
como para saber que dentro de un solo bombardero
existiera tanta luz.
Ni
Lluvia de fuego,
llanuras desoladas.
Inútil claridad.
Mizu, mizu, ¡agua, agua!
Desde los escombros el aire ascendió en una exhalación oscura.
A varios kilómetros sobre Hiroshima,
turbulencias de arenilla y fragmentos de fisión
engendraron nubes venenosas.
Una lluvia gruesa
cubrió 140 mil cadáveres
con la serenidad de un Dios brutal.
Agua, agua. Mizu, mizu.
Los pocos que quedábamos en pie
no teníamos conciencia del desastre.
Ojos vaciados, piel desgarrada y huesos calcinados
(miles de gritos mutilados entre cuerpos indescifrables).
¡Mizu, mizu!
Algunos llegaron al río Otta
y se fundieron en su torrente
queriendo aplacar el ardor.
Dibujados sobre sus torsos desnudos
habían flores primaverales,
tatuajes dolorosos del kimono
antes de desvanecerse.
En el ambiente prevalecía un aroma eléctrico
y el cielo se deshacía en gotas extrañas, demasiado grandes…
¡Son los norteamericanos! Nos están rociando gasolina
¡Nos van a incinerar!
Y florecieron crisantemos carmesí entre los despojos humanos.
El presidente Harry Truman vociferó por la radio:
Si no aceptan nuestros términos,
pueden esperar un cascada de muerte,
algo nunca antes visto sobre la tierra.
Agua, agua.
Al poco tiempo
dejó de llover.
San
Cadena de deseos:
para llegar a mil grullas
se empieza con solo una.
Los informes de la prensa fueron abrumadoramente discretos:
durante tres días no tuvimos ningún reporte oficial
y la esperanza se diluía entre los cascajos de piedra
que antes eran nuestros hogares.
Hasta que estalló la rosa de Nagasaki.
A las 11:02 de la mañana, del 9 de agosto,
120 mil personas fueron vaporizadas en silencio.
A Hiroshima llegaron científicos para hurgar entre los esqueletos
con electroscopios.
La Cruz Roja atendía con ocho médicos a diez mil víctimas.
Nunca antes hubo tanta ceniza para los altares.
Entonces el Emperador Hirohito
sollozó por los altoparlantes:
Si continuamos, la guerra no sólo supondrá la aniquilación
de nuestro país
sino, también, de toda la civilización humana.
Todo ha terminado.
Ese mismo día otro B-29 desangró el cielo:
¡Flores de cerezo!, —cerramos los ojos.
Mil grullas de papel formularon un deseo.
La selección de los poemas es de Luis Alonso Cruz, poeta y narrador peruano, autor de los libros La música del hielo (Pájaro en los cables, 2015) y Hombre fractal (Bisonte editorial, 2018), entre otros.