Jorge Soria
(Puebla, México, 1988). Es profesor de secundaria, egresado de la Licenciatura en Lingüística y Literatura Hispánicas. Su prosa plantea una experiencia híbrida entre tiempos, espacios y modos de expresión.
El oculto
Un Dios que está Oculto en los rasgos manifiestos del orden natural; un dios cuya mirada todo lo ve y todo lo conoce; un Dios que se manifiesta con su perfume de incienso y fecunda a las mujeres para hacerlas madres de hijos divinos; un Dios cuyos himnos terminaron convertidos en Salmos que llegaron hasta nuestros días en un Libro Sagrado, fue, sin embargo, la sorprendente invención de una familia que gobernaba un feudo revoltoso en la margen derecha del Nilo, mientras Egipto era dominado por extranjeros. En esta familia, las mujeres ocupaban un lugar eminente, reunían fondos y arengaban ejércitos para expulsar a un enemigo de origen hebreo casi con toda seguridad. El relato de aquella derrota final y la huida humillante de los invasores a través el delta hasta la Península del Sinaí se convirtió, con el devenir de los siglos, en la narración de una falsa victoria, la historia de la liberación de un pueblo y su dudosa esclavitud que todavía fundamenta muchas de nuestras creencias sobre la civilización del valle del Nilo.
Con la anhelada partida de los invasores, la familia que encumbró al Dios Oculto se convirtió, quizá, en la dinastía más eminente de la Historia hasta la llegada de los Julio-Claudios. Las imágenes de una familia que se alza y se desmorona, entre la riqueza, la miseria y la perfidia, dejando a su paso una miríada de pequeños rastros de su memoria que son, sin embargo, inmensos bloques de piedra, constituye la verdadera fascinación que Egipto sigue ejerciendo en la mente del Hombre Moderno.
Sin embargo, quisiera elegir sólo algunos momentos, algunos fragmentos de aquella memoria familiar que devino en una frágil intuición de la Eternidad.
En los muros de Deir el-Bahari, la reina Hatshepsut hizo representar a sus súbditos navegando por las aguas del Mar Rojo hasta la misteriosa Tierra de Punt, en algún lugar que podría estar en Somalia o Yemen, una tierra maravillosa donde abundaban la miel y el incienso. Cuando la flotilla volvió, ella personalmente plantó retoños de árboles de incienso en las terrazas de su jardín, para perfumar a su Dios Oculto, de quien siempre dijo que había sido su verdadero padre. Al igual que su abuela, y la abuela de su abuela, Hatshepsut contó una y otra vez, la historia de su Dios anunciándose en un momento de perturbadora intimidad en la alcoba de la Reina. Y ella, agraciada, anunciaba su venia con un salmo de Adoración y se aceptaba a sí misma como el receptáculo de Dios en la Tierra.
Hace algunos años, al pie de un sarcófago en el Valle de las Reinas, los arqueólogos encontraron la momia de una mujer obesa y sin dientes. Como Egipto custodia celosamente el archivo genético de aquel linaje asombroso, se pudo comprobar que la anciana obesa era Hapshepsut. Cuando su sobrino, el faraón Tutmosis, hizo borrar el nombre de la tía de todos los monumentos de las Dos Tierras, un sacerdote fiel a la memoria de Hatshepsut sacó su cuerpo de la tumba original y lo depositó silenciosamente a los pies de aquel diminuto sarcófago de madera, que resultó ser el de la niñera de Hatshepsut. Acomodó sus manos, su gruesa carne convertida en piedra, y la hizo descansar para siempre junto al lecho eterno de la mujer que la había amamantado.
El Oculto, que era su padre, seguía mirándola desde los misteriosos aparatos de un laboratorio de genética.
La Misión Familiar se extendió por generaciones. Los jóvenes príncipes, las princesas, que olían a sudor e incienso, se arrodillaban en una sala de mil columnas para rezar a su Padre Oculto. Posiblemente sólo ellos entendían las razones de sus plegarias, mientras se replegaban en una complicada teología para separarse del resto del Hombres, que medran sus vidas apegados a verdades simples y obvian la maravilla y el espanto de ser gobernados por seres ocultos.
Para aquellos hombres inventaron interminables supersticiones. Vendían baratijas de vidrio azul en tiendas de amuletos y hacían promesas de vida eterna, que explicaban a sus servidores como un lugar exactamente al igual al mundo donde habían trabajado. Qué cansado que el Paraíso sea, al otro lado de la Muerte, también el cálamo del escriba, también la tierra de labranza y, sin embargo, aquellos simples dichosos hicieron pintar en sus tumbas cacerías de patos y tiburones, fiestas donde bebían cerveza, se perfumaban y tenían relaciones sexuales indistintamente con hombres y con mujeres.
Pero los Reyes, en sus tumbas, no se figuraban el más allá con esos placeres. Cuando se hubo olvidado del trago amargo de la tía que se cambió el sexo para usurparle el puesto, Tutmosis regresó a sus viejos papeles de intelectual, y vivió de tal modo absorto en los libros y en la guerra, que en su tumba, en vez de los vistosos colores, hizo pintar los muros exactamente como si fueran un libro, con una lista interminable de nombres cuyos verdaderos significados nunca lograremos conocer. Porque su padre, el Oculto, estaba de verdad en las palabras, y el Rey se había hecho un lenguaje para sí mismo en el que sólo cabía el mundo de los dioses.
Al nieto le sucedió algo extraño: una mañana, cansado y algo sediento, se quedó dormido bajo una cabeza enorme que estaba enterrada en la arena. Entonces, tuvo un sueño: bajo la cabeza dormía un león que le pidió ser desenterrado y, a cambio, le entregaría Egipto entero. Tutmosis (también, Tutmosis) despertó espantado y, de inmediato, hizo remover la arena, hasta que descubrió que, bajo aquella cabeza, dormía un león inmenso: con sus propias manos escribió el Déjà vu en una estela que hizo colocar en el pecho de la Esfinge. Tutmosis padecía epilepsia. Su Padre, el Oculto, le susurraba en visiones y sueños.
El hijo de aquel soñador, fue, quizá, el más fabuloso de los Reyes. Nunca hizo la guerra a los países vecinos. Nunca se hizo retratar con uniforme militar y, el único acto deportivo del que dejó constancia, fue la cacería de un león, para cumplir con el trámite de parecer un hombre fuerte ante la gente simple. Se casó con una de sus parientes, Tiye, una mujer profundamente espiritual. Ambos se recluyeron en un palacio espléndido al que cubrieron de esmaltes, y allí criaron a un hijo en una música secreta, pero desafiante, porque se acercaba el día en que el Dios Oculto habría de revelarse, como una joya inmarcesible en el horizonte, para quitarse de encima las supersticiones de la gentuza y la burocracia que mancillaba su pureza en la Ciudad del Cetro Uas.
Aquel niño era un idealista, estaba enamorado de la belleza, soñaba con ciudades espléndidas levantadas de la Nada y, sobre todo, estaba carcomido por una creencia tan noble como perniciosa: todos los hombres y las mujeres de su reino deseaban conocimiento y amor, y estaban listos para recibir una religión donde Dios era Uno y era Amor, y era Luz y Sabiduría.
Pero el Dios Oculto, temblando quizá de miedo o acaso de incertidumbre, se movió en los cielos y susurró: “Todavía no”. Porque el Dios Oculto debía mantenerse, precisamente, Oculto, y porque el Dios oculto sólo se revela con sus palabras de incienso a quienes tienen oídos para escuchar, a la nobleza que había escogido, escondido como vive entre los hilos de la Historia.
A partir de ese momento, se precipitó el final y la amargura. Se construyó la nueva ciudad de palacios desde la Nada, y a la Nada volvió, y se llevó consigo, como tormenta del desierto, a todos los miembros de la familia. A las princesas, que perecieron muy niñas, y a la Madre de las Princesas que se volvió en un ícono de belleza para el resto de la Eternidad, y a la segunda esposa del Rey que, cuando se quedó viuda, escribió desesperada a un reyezuelo de Asia para que le enviase un esposo nuevo.
Pero el Dios Oculto borró los rastros de la familia que había elegido y, con un último soplo, los condenó al silencio y los extinguió para siempre. Con su desaparición comenzó el final de la civilización más espléndida. El último de los hijos de la familia, el más pequeño, que murió a los dieciséis de un golpe en la cabeza, se convirtió en la imagen más característica de Egipto: su máscara de oro, intacta, fue el premio a la perseverancia de dos ingleses, uno de los cuales murió, supuestamente, por la maldición de aquella familia.
Y quizá, sí estaban malditos. Porque, como bien se sabe, ciertas estirpes no tienen ya una segunda oportunidad sobre la Tierra, la familia de geniales inventores de misticismos y monoteísmos, se convirtió en un rosario de nombres impronunciables incrustado en el corazón de la Historia.
Cuando terminó el torbellino, el Dios Oculto volvió a su Templo. Cuando murió el último niño de su linaje, el Dios Oculto volvió a su Templo, y supo que pronto él también iba a morir. Así que cerró los ojos por primera vez en el tiempo y cayó en el sueño de los dioses, del que sólo emergió tibiamente una mañana, cuando el Señor de la Cruz, que era (este es el secreto) su imagen y semejanza, ya se había impuesto en el Trono del Mundo, y un joven creyente, que intentaba revivir sus palabras secretas inscritas en el templo, murmuró, antes de que Diocleciano cerrara definitivamente las puertas de la Casa Divina: “Amón, Señor Mío, oculto en todos los seres del mundo, ¿por qué nos has abandonado?”.