Dambudzo Marechera
(Rodesia, 1952-1987)
Fue un autor polémico. Su obra retrata la pobreza y la violencia colonial en su región.
La casa del hambre
Cogí mis cosas y me fui. Estaba amaneciendo. No sabía adónde ir. Eché a andar camino del bar, pero me detuve en una licorería a comprar una cerveza. Había gente apoyada en el porche del establecimiento, bebiendo. Me senté bajo el gran árbol msasa, cuyas ramas arañaban los techos de uralita. Intentaba no pensar dónde iba a ir. No sentía rencor. Me alegraba de cómo habían salido las cosas; no podía quedarme en aquella casa del hambre donde te arrebataban cualquier pizca de cordura como un pájaro le arrebata la comida a sus propias crías. Y los ojos de aquella casa del hambre te acechaban como si una fiera desconocida fuera a abalanzarse sobre ti en cualquier momento. Por supuesto, estaba el tema de la chica. Pero, ¿qué otra cosa podía hacer yo al ver que Peter le pegaba día y noche? Además, mi intervención no fue tan desinteresada como me habría gustado.
Sí, el sol salió tan rápido que me golpeó entre los ojos y, antes de darme cuenta, ya se elevaba sobre las montañas.
Me quité el abrigo y lo dejé doblado entre los muslos. Por el cariz que había tomado el asunto, nadie podía culpar a nadie de sus almas hambrientas. La mía estaba polvorienta y acalorada bajo el sol de la mañana y no sabía qué podía hacer para aplacarla. Tenía, en cambio, la mente despejada, y cuando los policías negros se colocaron en formación y saludaron a la bandera, el empleado negro del distrito segregado caminó tranquilamente hacia los camiones de cerveza rubia y un grupo de escolares de uniforme caqui y verde corrieron como locos al colegio gris al oír el toque de la sirena, me encontré repasando con detalle la infecta que había sido y era mi vida en ese momento.
Los policías rompieron filas. El sargento era un gallito de más de metro ochenta, delgado, hambriento y taimado como un camaleón que acecha a una mosca. Este camaleón en particular no le había causado muchos problemas a la casa del hambre hasta ahora, pero habían ocurrido otros sucesos desagradables. El viejo, que murió en aquel horrible accidente de tren, se metió en líos por mendigar y vagabundear por las calles. A Peter lo enchironaron poco después por aceptar un soborno de un policía de incógnito. Cuando salió de la cárcel, Peter no se adaptaba. No dejaba de hablar de los blancos de mierda. Esa expresión, «los blancos de mierda», le quemaba el alma, y se metía en peleas que aterrorizaban tanto a todos que ninguno en su sano juicio se atrevía a cruzarse con él. Peter deambulaba fuera de sí deseando darse el gusto de enzarzarse en una pelea sin motivo alguno. A la gente le caía bien precisamente porque veían el hambre de lucha en su mirada. Eso empeoró las cosas hasta que la mujer que estaba con él se quedó embarazada y el inspector del colegio dijo que no podía dar clase en ese estado. Peter amenazó con no dejar títere con cabeza y se negó a casarse con ella porque quería ser «libre». Durante aquella desgracia, padre se tomó un veneno suave y cayó enfermo ante nuestros ojos; no decía ni una palabra, pero sabíamos que él sabía que sabíamos que su objetivo era presionar a Peter para que se casara. Después de todo, ella era dulce, inocente y la había fecundado con su esperma.
Todos envidiábamos la suerte de Peter. Por aquella época, mi clase de bachillerato, como tantas otras clases de bachillerato, se lanzó a las calles para protestar por la discriminación salarial y me arrestaron, con todos los demás, durante unas horas. Aquello implicaba huellas dactilares, fotografías y un par de bofetadas bien dadas para que «tuviéramos más luces». El comisario, en cambio, refrenó su mal genio y se conformó con darnos un largo sermón sobre lo necesario que era sacarse el título antes de poder dignarnos siquiera a levantar barricadas. Por entonces, yo estaba sediento de autoconocimiento y, curiosamente, lo buscaba en la «conciencia política». Toda la juventud negra estaba sedienta. No quedó un oasis de pensamiento que no lamiéramos hasta dejarlo seco; y ya cuando nos emborrachábamos de lo prohibido acabábamos en comisaría o sufriendo alguna que otra medida disuasoria. Ya había superado el dolor que me causó la inalcanzable Julia cuando mi mejor amigo la dejó a mi cargo. Estaba en ese punto en que uno ya no se escandaliza si tiene ganas, estimulado por un poco de hierba, de gastar dinero en adentrarse en los desconocidos horrores de las enfermedades venéreas. Yo me aventuré a tal experiencia una noche de tormenta y, después, me arrepentí.
Peter me entendía, sin duda.
—No eres un hombre de verdad hasta que no pasas por eso —decía.
Yo le daba la razón y sonreía lisonjero porque él conocía la cura o, al menos, cómo conseguir las inyecciones con una confidencialidad decorosa. Aquella experiencia me legó un asco irreverente por las mujeres que me acompaña desde entonces. Nunca más me entregaré incondicionalmente a una mujer.No obstante, no todo eran favores. Se producían arrestos en masa en la universidad que aumentaron cuando los trabajadores fueron a la huelga. Estas detenciones eran hasta tal punto el pan de cada día que nadie se inmutó cuando una mañana ejecuta- ron a dos guerrilleros y exhibieron sus cuerpos ante un grupo de escolares.
Sin embargo, se percibía en el ambiente un entusiasmo que nos incitaba a buscar el elixir inalcanzable que nuestra agitación vaticinaba. Pero la búsqueda estaba condenada al fracaso porque parecía que teníamos el elixir delante de las narices cuando en realidad no estaba allí. La libertad que ansiábamos, tal y como ansiábamos la maría, la cerveza, los cigarrillos o la vida después de la muerte, estaba tan viva en nuestro aliento y en nuestros dedos que nos embriagaba incluso antes de haberla encontrado. Era como el hombre que se relame al soñar con un banquete, como la mujer que baila al soñar con una fiesta, como el viejo que corre como una gacela al recordar cuando jugaba a los entierros en su juventud. Pero ni el banquete, ni la fiesta, ni los juegos existían.
El descubrimiento de esta paradoja nos volvía inquietos, maliciosos y, en el mejor de los casos, sufríamos el tormento de saber que ya habíamos cambiado. No era una despedida consciente de la adolescencia porque el vacío estaba profundamente arraigado en nuestras entrañas. Éramos conscientes de que ante nosotros se extendía un inmenso vacío cuyo apetito por la vida era, cuanto menos, voraz. La vida se nos antojaba como una hilera de casuchas impregnadas de hambre que llegaban hasta el horizonte. La mente se convertía en habitaciones lúgubres, las telas de araña polvorientas ocultaban diminutos cadáveres de la niñez que quedaban eternamente adheridos a la maraña de la tela, desplegada desde las piedras del suelo que pisábamos hasta las estrellas que brillaban tenues sobre el hedor de nuestras vidas. Uno se convertía poco a poco en la putrefacción de sus propios intestinos. Y a pesar de que cualquier insecto de pensamiento zumbara dentro de la lata que era nuestra cabeza mientras ocupábamos a horcajadas la letrina exterior, el sol seguía saliendo tan rápido como siempre y la oscuridad caía sobre la tierra tan deprisa como en años anteriores.
Las vidas de los hombrecillos son como telas de araña: están salpicadas de pequeños cadáveres de grandeza. Y la casa del hambre se aferraba con firmeza a la suya. Después de todo, los cadáveres de su tela todavía conservaban algo de vida en sus huesos diminutos. La chica y, por supuesto, lo que yo sentía por ella, se aferraba con rebeldía a su extraordinario coraje. La intensidad de las palizas no podía acabar con su locura. Y aunque finalmente le pegó hasta convertirla en una mancha roja, alcancé a ver en sus grandes ojos de fiera los latidos de su valentía salvaje. Tenía unos ojos que te hacían llorar. Aunque a Peter, con la mano abierta para propinar otro guantazo, lo que le hacían era enfurecerlo más. Montó el espectáculo porque yo estaba delante. Yo lo sabía, lo que empeoraba aún más su situación porque me había confesado que nunca cedería.
Entonces Peter, con decisión y calma, dijo: «Te pegaré hasta que cedas».
Al oír esto, los ojos le brillaron con esa mezcla que ella tiene de tristeza y obstinación.
—¡Pues sigue! —gritó, hundiendo la cabeza en el pecho de tal modo que el golpe que no le dio en el ojo cayó sobre su costado. Escuché algo, un gato, creo, maullar angustiado.
En ese momento habría jurado que era ella la que estaba actuando porque yo estaba delante. Me reí. Ese fue mi primer error. Ya había cometido otros errores que habían llevado a esto, pero este fue el primer error grave. Peter me miró con el puño levantado. Volví a escuchar al gato retorciéndose de dolor.
—¿Y tú de qué te descojonas, empollón de mierda?
No era una pregunta. Al mirarlo, habría jurado que él también era más agresivo al hablar porque yo estaba allí, aunque mantenía el tono fraternal. Por poco vuelvo a reírme. En vez de eso, acerqué la vela al libro que estaba leyendo y, después de un momento, encontré el pasaje por donde iba.
Pero él apagó la vela, sumergiendo la habitación en tinieblas. Notaba su aliento rancio adhiriéndose a mi cara. Por la ventana escuché a unos niños diciendo «Rómpele el cuello».
—Te he hecho una pregunta, Shakespeare —dijo en la oscuridad.
No contesté. Me desconcertó la rapidez de su ataque. Me agarró del cuello de la camisa.
No hice nada.
Me escupió en la cara, me tiró sobre la silla de un empujón y me di con la cabeza en la pared. Lo oí salir de la habitación. Permanecí inmóvil hasta que dejaron de escucharse sus pasos. Parecía que iba calle abajo, seguramente a la cervecería. Entonces, me di cuenta de que el bebé del cuarto de al lado estaba berreando como loco y que seguramente llevaría un buen rato gritando. Pero ni la chica ni yo nos movimos. Ella estaba jadeando de dolor en alguna parte de la oscura habitación. En lo único que podía pensar era en que sonaba como una niña pequeña. Tenía un nombre raro. La llamé:
—Immaculate, ¿estás bien?
Pero solo había silencio.
—¿Por qué volviste? —le pregunté—. Si sabes que siempre es lo mismo.
Tras otra larga pausa susurró algo como «¡chist!».
—¿Qué? No te oigo.
—No hables.
En la habitación contigua, el niño seguía gritando. Se oyó caer un pedrusco en el tejado. Al parecer, los hijos de nuestros vecinos habían vuelto a las andadas. Otra piedra, o quizás era un ladrillo, provocó un golpe sordo en el tejado. Una sombra que pasó como un rayo delante de la ventana me lanzó algo: una cosa mojada y peluda me golpeó en la cara. Me deshice de ella antes de darme cuenta de lo que era. Cuando me levanté a cogerla, una piedra se hizo añicos contra la silla en la que había estado sentado. Registré en mi abrigo en busca de cerillas. Finalmente las encontré y encendí una. Su luz, que estallaba con rabia, iluminó de pronto aquella cara hinchada y bañada en sangre por las heridas de los labios y las mejillas. Cuando la llama me quemó los dedos, tiré la cerilla gastada y encendí otra. En esta ocasión, ella tenía un cabo de vela. Una vez encendida, vi cómo se agachaba a coger el objeto mojado y peludo que me habían tirado. Era mi gato. Estaba muerto. Su pelo no solo estaba salpicado de sangre, sino que también estaba medio chamuscado, como si los hijos de los vecinos hubieran intentado quemarlo antes de lanzarlo por la ventana.
Se incorporó, puso la vela en la mesa y miró ensimismada la silla volcada.
—¿Te ha hecho daño?
Negué con la cabeza.
—¿Y a ti? —pregunté innecesariamente.
—Estaré bien enseguida —replicó—. El niño… no habrá tocado al niño… —No.
—Quería verte.
No sabía qué decir. Estaba ligeramente escandalizado. Siempre me hablaba así, como si yo fuera alguien con quien había fantaseado. No quería ignorar la pasión y las palizas de su insufrible vida. Fui yo quien lo había provocado todo. Mi intervención desinteresada. Así lo llamaba yo. ¿Cómo iba a imaginar que me tomaría la palabra? Sentí tanta amargura que tuve que reírme al pensar en el sarcasmo cruel que regía nuestras vidas.
Mi risa sardónica la asustó. Así que me apresuré a añadir:
—Estaba pensando que va a quedar como un idiota cuando se entere.
—¿Como un idiota quién?
—¿Quién va a ser? Mi hermano, Peter —respondí fingiendo inocencia.
Ella frunció el ceño.
Y me alegré: ella había mirado dentro de mí y se negaba a tener nada que ver con aquella corrupción. Pero, como siempre, me estaba engañando a mí mismo, porque su rostro se relajó y su ceño fruncido se trocó en un hoyuelo al intentar sonreír… ¡qué idiota!
—Eres tan crío —dijo acariciando mi brazo.
La aparté mascullando algo sobre mi gato muerto al que, por la furia contenida que tenía dentro, había empujado hasta la puerta de un puntapié. Luego, le di una fuerte patada que hizo que saliera despedido al patio. Deseé de todo corazón haberla mandado a ella de una patada a la oscuridad de la noche. La materia gris de mi cerebro ardía de odio hacia ella.
Las irregularidades y los caprichos del clima no solo parecían una afrenta personal contra mí, sino que su imprevisibilidad se me antojaba tan ponzoñosa que me esforcé por ignorar sus atenciones inesperadas. ¡Qué lejano queda ya todo eso! Me pasaba lo mismo con los amigos que actuaban con falsedad. Por supuesto, no estaba en mi mano poner fin a una tormenta tropical, pero la ignomi- nia de guarecerse de un fenómeno que, después de todo, formaba parte de uno mismo, era una humillación que yo no perdonaba. Esto hacía que me creara un mundo personal laberíntico que acabaría enredándome en su mitología primitiva. No podía soportar una estrella, una piedra, una llama, un río o una bocanada de aire porque todo parecía tener un significado que me resultaba irrevocablemente ajeno. Por ello, los ignoraba aunque los recreaba en palabras, cadencias, luces, murmullos y tormentas de aire que escapaban de la explosión que tenía lugar ahí arriba. Me sentía muy confuso. Encontraba el concepto de humanidad, de raza humana, más atractivo que las personas reales. Simplificando, yo no perdonaba al hombre, a mí mismo, por estar absolutamente y brutalmente ahí. Tenía la necesidad de ser perdonado. Y todos los infelices que se cruzaban conmigo siempre terminaban por consolarse a ellos mismos y a mí reduciéndolo todo al resentimiento.
—Ya se te pasará —me decían.
Igual que los niños pasan todas las enfermedades antes de inmunizarse a la más extraña de todas: crecer.
En la casa del hambre, las enfermedades eran las extrañas irrupciones de un universo trastornado. El sarampión o las paperas eran síntomas de un orden maligno. Hasta un resfriado común era casus belli entre vecinos. A esto hay que añadir el hedor de nuestra putrefacta vida en familia con sus eternas resacas, náuseas, ratas royendo queso y yo jugueteando con él a la mañana siguiente como un niño que encuentra placer rascándose con cuidado una herida en el dedo índice.
¿Cómo se me iba a pasar, por Dios?
La traducción es de María R. Fernández Ruiz