Un Lugar para Ti

Miércoles de «El cantar de la palabra»: Valentina Yashaneko

Tiempo de lectura: 5 minutos

Ficción: Valentina Yashaneko

(Bogotá, 1997)

 

Hace dos meses lanzamos a través de nuestras plataformas Desde todas las cosas se levantan cantos (2021), una antología literaria preparada por el proyecto literario El cantar de la palabra con el ánimo de reunir el trabajo creativo de estudiantes pertenecientes a la Facultad de Ciencias y Educación de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas de Bogotá. Hoy, y durante los próximos miércoles, estaremos difundiendo de manera individual las obras de algunas de las personas que hacen parte de este libro, con el deseo de que todo él sea curioseado, compartido y leído gracias a su descarga gratuita aquí.

 

La narradora que nos acompaña hoy posee conocimientos en historia del arte, braille, lengua de señas, escritura creativa y ensayos. También estudia francés y portugués. Ha dictado talleres sobre el acuerdo de paz, derechos humanos y lectura crítica a niños y adolescentes. Es, además, una persona amante de las artes manuales: pinta, teje, borda, dibuja y siempre está aprendiendo algo nuevo. ¡Adelante!

 

 

 

En honor a Afrodita

 

I

Llegamos en un barco desde Atenas. Fuimos catorce los escogidos para entrar en el laberinto de la bestia: solo uno se ofreció, los demás fuimos escogidos al azar. Éramos siete hombres y siete doncellas, ninguno tenía más de veinte. Fue nuestro destino por vivir en un reino que permitió la muerte del príncipe vecino: fuimos castigados por un crimen cometido hace dieciocho años, un crimen que no nos competía. Al bajar del barco ya habíamos aceptado nuestro destino, no éramos más humanos, solo éramos comida. Encadenados, nos llevaron hasta un jardín frente al gran muro del laberinto. A lo lejos y de blanco habían dos princesas mirándonos, pero yo preferí mirar el muro; tanta era mi curiosidad de saber cómo terminaría mi vida, cómo sería el lugar y la bestia. Dormimos todos juntos, no queríamos separarnos de las únicas caras conocidas. Todos menos Teseo, el muchacho que se había ofrecido; ahora estaba con las princesas.

 

En la mañana entramos a buscar nuestro destino; con algo de trampa y suerte, ese loco muchacho blandía una espada y ató un hilo dorado a una roca del muro. No queríamos preguntar por su cordura, después de todo era nuestra única esperanza. —¡Hermanos míos! Correré hasta encontrar a la bestia, la mataré y les traeré su cabeza. Ustedes sigan mi camino con este hilo dorado —nos ordenó con aliento efusivo.  Está bien, suerte con eso —dijo alguien, y Teseo se fue corriendo.

 

II

 

Pasaban las horas y nuestros pies dolían. Seguíamos la ruta, pero no encontrábamos salida alguna y si mirábamos atrás solo veíamos muro; tal vez las paredes se movían por alguna petición divina, lo que significaba que no tendríamos esperanza. Temblando y llorando seguimos el maldito hilo sin final por los gigantes pasillos. Esporádicamente veíamos conejos saltando en la delgada hierva y rompiendo el sonido del llanto. Casi de repente, el sol se fue. Al fin podríamos descansar. Decidimos turnarnos para hacer guardia y de repente escuchamos algo. —¿Música? —pregunté desconcertado. —¡Música! —gritó la menor de las doncellas, apenas una niña; el sonido de liras, flautas y tambores nos tranquilizó por completo. Ya nadie lloraba.

 

Los trece nos recostamos muy juntos para conservar el calor y olvidar nuestra pena, cuando extrañados vimos a lo lejos un resplandor de fuego; estaba a unos muros de lejanía. Nos miramos, el temor revelaba la incertidumbre y el miedo a nuestro posible final. Decidimos entonces no hacer el menor ruido y esperar a la mañana. Cuando el sol salió, la doncella más joven nos despertó gritando: —¿Huelen eso? ¡Huele a carne y frutas! ¿Huelen las fresas, la vainilla?—. Todos asentimos y vimos como ella corría entre los pasillos. —Tal vez es una trampa —dijo alguien, pero todos la seguimos, tal vez por curiosidad, tal vez para protegerla. De repente la niña se quedó quieta mirando hacia una entrada; al llegar los demás también quedamos atónitos.

 

III

 

—Los estábamos esperando —dijo una voz gruesa y fuerte. —¡Pasen, pasen al banquete! —nos invitó un minotauro sentado en un trono a la mitad de un verde campo lleno de conejos y amapolas. Rodeando al monstruo habían algunas personas (los que hace nueve años habían sido la ofrenda, supuse); todos estaban desnudos y sonrientes, los cubrían coronas y collares de flores. En un costado cerca a otro muro del enorme laberinto había una larga mesa de piedra, estaba llena toda de comida exquisita, habían más personas en ella y, casi sin pensarlo, mi grupo se lanzó corriendo a probar las delicias; pero yo era más desconfiado y no creía lo que veía.

 

Absorto en la imagen del rey toro, me acerqué a su silla. Sentía como mi corazón gritaba de miedo con cada paso y sacando mis palabras más valientes le pregunté qué ocurría, sin quitar mi vista de su enorme cuerpo, vi que tenía una herida en un hombro, pero me hipnotizaron sus gigantes ojos negros. —Verás muchacho, aunque no lo parezca, soy de la realeza, es esto lo que un príncipe merece y nada más —respondió solemne, sin siquiera mirarme. Solo contemplaba a su gente. —Mi madre poseía magia y sabiduría y de ella heredé estos favores. Y del rey, avergonzado por sus acciones, heredé este reino cuando aún era un becerro. Aquel hombre mandó traer a la puerta del laberinto unos conejos, para que estos se reprodujeran y me alimentaran; me subestimó: creyó que era solamente una bestia, todos lo hicieron, incluso Dándalo…—. El silencio reinó de repente. Ahora todos estaban sentados alrededor del rey, escuchando su respuesta. —¿Dándalo? —Sí, Dándalo, el creador de este paraíso infinito; junto con su hijo hicieron cada muro, y pusieron cada roca y a su paso dejaron libros, plumas y mapas. Y cometieron ese error: subestimarme, creyeron que por ser mitad toro, no podría robar sus mapas… Ni siquiera pensaron esa posibilidad y ahora están perdidos, quien sabe dónde—. Nuevamente el silencio se hizo presente, todos me miraban como esperando otra pregunta, que ya sin miedo pude hacer.

 

IV

 

—¿De qué eran los libros?

—Curiosa pregunta. Algunos eran poemas, lírica, música y otros eran sobre dioses, así que a ellos supliqué

—¿Te escucharon?

—Mira alrededor

 

Miré entonces la mesa con delicias, los conejos por doquier, los instrumentos, las flores y a quienes no estaban reunidos. Había un pequeño grupo, alejado: se besaban y tocaban casi en éxtasis. Luego miré a los sentados: incluso los que venían conmigo se habían despojado de sus telas. Entonces lo miré a él.

 

—Cuando supliqué, solo una entre todos se apiadó de mi soledad: era Afrodita, quien conocía muy bien mi historia y sabía que cada siete años llegarían ofrendas para hacer crecer su reino; y entonces ser su anfitrión es mi deber. A cambio de mostrarle nuestra devoción, ella me brindó lechos en ese lado del reino y comida infinita para el disfrute —señaló al costado Este del laberinto, en donde estaba el enorme bufete y atrás había otra entrada. –—De ese lado, por donde llegaste, hay un nido infinito de conejos que cada noche vienen y ofrecen sus carnes, también aquí tenemos lanzas y fogatas para cazar y alimentarnos, como Artemisa un día le solicitó a nuestra diosa madre. En esa otra entrada —esta vez señaló al costado opuesto de la mesa —hay un río de agua perfumada, para que purifiques tu cuerpo cada mañana, y tras el rio hay otro pasillo, ahí puedes encontrar una biblioteca con un sin número de pasadizos con todos los libros escritos y por escribir.

 

Estaba extasiado con su historia. Moría por rondar y conocer todo lo que había en mi nueva vida, pero Asterión aun no terminaba su guía.

 

—¿Y esa otra entrada?

—¡Ah! En ese último costado hay una enorme estatua de la diosa que nos protege; fue mi primera ofrenda. Ahora ve y diviértete, acompáñame por siempre que Teseo ya pereció y no hay quien frene nuestras orgías acompañadas de vino inacabable y éxtasis sin fin—. Me tendió entonces su enorme mano, la cual tomé obedientemente y entonces corrí con el y con mis nuevas fuerzas, me desnudé y bailamos, llegamos hasta la mesa y comimos hasta saciarnos; con mi nueva familia, curamos la herida que el rey minotauro tenía, nos envolvimos en el hilo dorado de Ariadna, bebimos de una tinaja de vino que nunca se vaciaba, copulamos y reímos, bailamos, cantamos y dormimos.

 

V

 

Aún lo hacemos cada noche: vivimos el éxtasis y los dones de la juventud eterna en nuestro reino escondido de atenienses con buena suerte. Todo en honor a Afrodita.

 

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