Solange Rodríguez Pappe
(Guayaquil, 1976)
Al terminar de ojear Balas perdidas —libro del que hace parte el cuento que aquí presentamos y que fue ganador de los premios Pichincha de Cuento y Nacional Joaquín Gallegos en el 2010—, la autora ecuatoriana bien podría soplar el humo de su revólver creativo contra quien lee (como cualquier prototipo de héroe hollywoodense), pues es un texto que apabulla, que quiebra, que golpea con la contundencia propia de la mejor literatura fantástica de Latinoamérica; no por nada está organizado de tal manera que, hacia el final, su lectura es necesariamente una ejecución: no hay forma de salvarse. Enseguida un pequeño estallido onírico. ¡Pásense!
No sólo los dinosaurios duermen
Para Kiki
En la oscuridad, un montón de ropa sobre una silla puede parecer,
por ejemplo, un pequeño dinosaurio en celo. Imagínese
entonces, por deducción y analogía, lo que puede parecer en
la oscuridad el pequeño dinosaurio en celo que duerme en mi
habitación.
Ana María Shúa. Dinosaurio en celo
La salamandra y yo intercambiamos miradas antes de hacer peligrosas piruetas en el aire, porque sus ojos oscuros y temblorosos me indicarán el momento exacto en el que vamos a hacer el salto. Es un movimiento complicado que exige un total esfuerzo de mi cuerpo, porque no sólo debo elevarme lo suficiente para hacer el mortal, sino que también debemos estar perfectamente sincronizadas. Lo divertido de esa actividad es que, a pesar de que ella pareciera estar hecha únicamente de cartílago amarillo, ambas podemos hacer los brincos de manera simultánea, aunque yo sea diez veces más pesada.
Una y otra vez, muy contentas, saltamos con elegancia de trapecistas sobre el fuego, dejando que las llamas nos laman el estómago. Mientras lo hacemos, yo admiro de reojo el brillo de las canas plateadas de su lomo y la madeja de intestinos azules translucirse por su piel arrugada (porque ella es más vieja que yo y lleva muchos años dando brincos).
Luego caemos la una en los brazos de la otra, y yo siento el impacto frío y viscoso de su pesito sobre mi hombro, que golpea con toda la energía de sus miembros cortos. La salamandra me abraza, y yo junto mi rostro al suyo mientras chasqueamos la lengua alto, muy alto, en un canto coral de celebración que ningún público aplaude, pero que nosotras sabemos, es perfecto y magnífico. Somos las únicas habitantes de un mundo brusco y continuo donde hacemos cabriolas cada vez más y más perfectas. Luego retornamos a nuestras posiciones y volvemos a empezar. Entonces yo le digo con la mirada —el único modo con el que contamos para entendernos realmente—, que soy inmensamente feliz y que ojalá ella jamás, jamás jamás, despierte.