Un Lugar para Ti

No ficción de Colombia: J. A. Osorio Lizarazo

Tiempo de lectura: 10 minutos

José Antonio Osorio Lizarazo

(Bogotá, 1900 – Ibid., 1964)

 

El bogotano Osorio Lizarazo es uno de los escritores fundamentales de las primeras décadas del siglo XX en la capital colombiana, pues bajo lo que después se denominó «realismo social» logró retratar las dinámicas vertiginosas de la incipiente urbanidad bajo el proceso de industrialización nacional. Esta crónica fue compartida por Harold Pascagaza Jiménez.

 

 

Las escenas de horror y de miseria que Bogotá presenció durante la epidemia de gripa de 1918

 

Yo, Pascual Goya, me encontraba en una cama de hospital cuando se presentó la epidemia. Tenía a mis costados dos rufianes de tipo clásico, y por toda la extensión de la sala se extendían los cuerpos, lacerados por la miseria, de mendigos, vagabundos y obreros de ínfima categoría. En el ambiente flotaba a todas horas un penetrante olor de ácido fénico, con el cual los practicantes y enfermeros querían amortiguar el que despedían las carroñas humanas que se descomponían entre las camas. Por las ventanas, abiertas sobre el patio colonial, de ladrillos perpetuamente humedecidos, se encontraba también un olor de enfermedad y de muerte, y las macetas de flores que trataban de prender entre aquella humedad esparcían aromas agonizantes como de corona mortuoria. Yo, Pascual Goya, era adolescente y habíame solidarizado en el padecimiento con esa gentuza. Tenía, como los rufianes, una llaga purulenta, que me abrió las puertas de la gran casona misericordiosa en cuya escalera de piedra, anchurosa y cómoda, hecha como para que no se desbaratase con el excesivo ejercicio el vientre obeso de los frailes que habían de habitar en sus aposentos, después salas de cirugía, se destacaba, con olores opacos por el tiempo, la efigie inexpresiva del fundador español. Bajo un numerito que habría reemplazado mi nombre, Pascual Goya, como en los presidios, se descomponía mi carne adolorida, sin que los yoduros, las aguas oxigenadas y los jarabes innocuos que costeaba la beneficencia, trajeran alivio alguno para la agresividad implacable del mal, que corroía, corroía sin cesar, hasta perforar el hueso y hacer precisa, al cabo de años de sufrimiento en el lecho mercenario, la amputación. Entonces fue cuando se presentó la epidemia. Los supervivientes de aquella época recuerdan los días angustiosos que vivieron. Era hacia septiembre de 1918 y el bacilo misterioso que no pudo ser localizado bajo las lentes de los microscopios ni pudo ser seguido en su historia clínica había atravesado el Atlántico, a bordo de cualquier embarcación y colocado en la sangre de algún marino anónimo. Era la guerra que llegaba hasta nosotros, que cruzaba el mar trayendo hasta los Andes su ímpetu destructivo, y que como no podía enviar obuses disparaba el cólera, con la implacable ferocidad con que en la Edad Media se corría del Ganges hacia occidente, cuando la vieja civilización asiática quería obstruir la que se formaba más acá del Cáucaso. La primera víctima fue una señora que iba a subir al tren, en viaje para Girardot. Dio un alarido y cayó muerta entre las ruedas del vagón. El itinerario del tren se modificó aquel día de septiembre, 1918, y el cadáver fue llevado a la sala de autopsias, junto al cementerio, entre el horror de cuantos presenciaron la trágica escena, porque las muertes repentinas, en aquellos días, se empeñaban en ser castigos de lo Alto por algún pecado oculto. Poco después pereció un señor en el tranvía, y otro cayó de redondo “como herido por un rayo”, según la gráfica expresión de entonces. Y así, las defunciones fuéronse mostrando, rápidamente, con angustiadora frecuencia. Primero era un leve dolor de cabeza, un malestar general, un poco de fiebre: los síntomas clásicos de aquello que los buenos bogotanos llamaban un catarro, y que se disolvía en fluxiones nasales, lo que concedía a la enfermedad un final un poco grotesco. Luego la persona, si no era robusta y bien constituida, perdía el conocimiento y entraba en un período de agonía atónita, prolongada durante tres o cuatro horas. Y enseguida se quedaba muerta. Algunos, los más fuertes, se salvaban, pero otros prolongaban el sufrimiento por tres o cuatro días, al cabo de los cuales fallecían. La literatura, que como es tradición nuestra, se exaltó frente a la trágica invasión de la peste, no fue bastante para contener el avance del mal. Diéronse explicaciones científicas, que no fueron eficaces. Publicáronse fórmulas precaucionales, expresáronse conjeturas, sentáronse hipótesis, escribióse mucho y muy largo, pero la enfermedad seguía asolando los hogares con inaudita crueldad, que no acertaban a explicarse aquellas excelentes personas de altísimo cuello de pajarita, sombrero hongo de ala plana y chaqueta de cuatro botones y diminuta solapa. No, la literatura no era suficiente para combatir el mal y entonces se hicieron rogativas, responsos e imploraciones a los poderes celestiales, se trajo al Señor de Monserrate y se ofrecieron promesas a la Virgen de Chiquinquirá. Los remedios efectivos iban en progresión lamentable hacia el materialismo, y el gobierno tuvo que intervenir, dictar resoluciones drásticas y emprender una lucha heroica contra el bacilo, sirviéndose de limones como de proyectiles poderosos e irremplazables. La palabra gripa, que fue adoptada por los científicos y por el público para darle algún nombre a la peste, no decía nada ni tenía significación de peligro, siendo así que se trataba de un auténtico cólera. Pero gripa sonó agradablemente a los oídos bogotanos, se acomodaba a la despreocupación con que quería recibirse la tremenda epidemia, y no faltaba quién dijera amistosamente “gripita” cuando empezaba a sufrir los primeros síntomas, que le habrían de producir la muerte algunos pasos más adelante, si estos primeros síntomas se presentaban en la calle. En realidad es lo único serio que vio en sus días iniciales nuestra generación, aparte de los temblores que en el año inmediatamente anterior conmovieron a Bogotá y amenazaron con destruirla.


El hospital

 

La epidemia llegó muy pronto al hospital, donde yacía yo, Pascual Goya, en la cama número 76. En un rincón, al extremo de la sala colonial y sucia, se debatía un hombre que ululaba como un niño desamparado. Se le estaba licuando el cerebro por algún mal desconocido y le fluía por todas las aberturas craneales. Estaba ciego y sordo, y los residuos de su vida se habían acumulado en la garganta para cristalizar en esa interminable lamentación sin vocalizar, que parecía un aullido. Por la mañana amaneció caído sobre el pavimento de ladrillos que fueron cuadrados, se rompieron con el tiempo, continuaron sirviendo por generaciones y albergaron entre sus hendiduras los viles insectos que martirizaban a la pobrería hospitalera. Amaneció caído, de cabeza. Se había golpeado el cráneo martirizado, y acababa de encontrar el alivio definitivo para su padecimiento. No lo escucharíamos más, en la noche interminable y oscura. Por el rincón donde estaba ese hombre, la epidemia penetró en el hospital de caridad, y llegaba hipócrita, haciendo una obra misericordiosa, una cándida eutanasia. Por la tarde murió otro. Era un albañil caído de un andamio y que se había roto la columna vertebral. Estaba tendido de espaldas hacía más de una semana, y el cuerpo inmovilizado, corroído por las suciedades se había llenado de llagas. Deliraba a todas horas, daba órdenes, pedía barro, insultaba a los oficiales, y hacía ademanes, como si manejara sus instrumentos de trabajo. Gritaba: ¡Maistro Abdón! ¡Barro! Trataba de incorporarse, pero volvía a caer, rendido por el dolor y por la inutilidad del esfuerzo. Los enfermeros lo sacudían con crueldad, eran insensibles para sus gritos, lo tiraban al suelo cuando iban a cambiarle las sábanas, y el obrero hablaba en su delirio de ladrillos mal colocados y de paredes desplomadas. Se quedó muerto esbozando un gesto de laboriosidad, con la mano extendida, como si untara pañete sobre un muro que sólo fuera visible a sus ojos. Y después siguió la epidemia. Visitó todas las camas. Recorrió los salones vetustos y hediondos a ácido fénico. Se trasladó a los lechos donde agonizaban las mujeres. No, no era muy limpio entonces el hospital, en la vieja casona de San Juan de Dios, y la gripa tuvo un ancho campo para prosperar. Tantos insectos como se prendían en los cuerpos enflaquecidos, tanta mosca como manchaba el ambiente, cuánta suciedad en estos largos camisones grises que se untaban de llaga y se ponían olorosos a cadaverina, eran vehículos perfectos para llevar la gripa por todos los recovecos del hospital. Los enfermos morían por decenas. Por las mañanas, durante algunos días, los enfermeros, unos pobres y brutos campesinos que pasaron directamente de las peonadas a los hospitales, sacudían a los que se quedaban quietos cuando entraba el sol. Casi todos eran cadáveres. Entonces arrastraban las camas, produciendo contra los ladrillos un rechinamiento que crispaba los nervios, las depositaban en los corredores, y las abandonaban allí hasta cuando llegara la hora de trasladarlos, desnudos, al cuarto de los muertos. Este aposento estaba situado en el piso bajo, se cerraba con candados y en los tiempos normales conservaba siempre algún cadáver, que esperaba a los deudos para que le dieran sepultura. Si al cabo de un plazo prudencial la familia no se había presentado, entonces entregaban los restos del desconocido a los estudiantes, que hendían los músculos, aserraban las tibias, perforaban el vientre y se divertían buscando los secretos de la vida, que no podrían describir jamás. Pero muy pronto los enfermeros empezaron a morir también y no quedó quién sacara los muertos. Las hermanas de la Caridad —por dónde andará aquella hermanita Dionisia, que bromeaba con el practicante Amaya, era pequeñita, viva y ágil como una ardilla y sonreía a todas horas— se recogieron en sus habitaciones particulares, lejos de los salones donde los enfermos gritaban, pedían algún alivio y escandalizaban durante las noches. Algunas de ellas se salvaron, lo mismo que varios enfermeros. No todo el mundo había de perecer. Había organismos fuertes, vigorosos, que resistían con victoria el impulso destructor del mal y sobrevivían, pálidos y temblorosos, porque habían estado en contacto con la muerte. Cuando los empleados del hospital empezaron a desaparecer, la cosa presentó graves dificultades, porque nadie sacaba los cadáveres, ni siquiera para desocupar las camas. Habían extendido en los corredores, en los pasillos, en los rincones, en los espacios que separaban las camas dentro de los largos salones, sacos llenos de tamo y de paja, y en ellos tiraban a quien trajeran de la calle, sin preguntar el nombre, sin hacer averiguaciones. La policía entraba con un agonizante, buscaba dónde podía arrojarlo, y se iba. Al principio, vinieron unos mozos de cordel, reclutados en el mercado, que se echaban a la espalda los muertos para llevarlos al cuarto bajo. Por las madrugadas, hombres desconocidos y haraposos sacaban por una puertecilla de la calle 12 su trágica mercancía, la echaban, amontonada, en carritos tirados por un caballo y la transportaban al cementerio, donde hacían hoyos para que se pudrieran en buena paz treinta o cuarenta cadáveres anónimos. Tapaban de cualquier manera aquellos huecos y escapaban a buscar alguna droga o a que los llevaran por la tarde al mismo hospital, para hacer luego el mismo viaje y tener idéntico fin. Pronto no hubo tampoco mozos de cordel. La gente parecía acabarse en la ciudad. En el hospital no sabíamos nada. Estuvimos enterados a medias de lo que acontecía por fuera una vez que llegaron dos mujerucas del pueblo y distribuyeron limones. No se había encontrado preventivo ni vacuna igual al aroma penetrante del ácido cítrico, pero una fruta de estas valía hasta cincuenta centavos. ¡Oh, aquel regalo de dos verduleras del mercado, fue una dádiva opulenta! Los sobrevivientes mantuvimos por varias horas, pegado a la nariz, un limón y aspirábamos con deleite el olor providencial. Y ese fue el único contacto que tuvimos con la calle, por entonces. Ni médicos ni enfermeras habían vuelto a asomarse por las salas. Los médicos andaban recorriendo las vías, lo supimos después, llamados simultáneamente de todas partes. Los enfermeros habían muerto o se estaban curando. Las hermanas de la Caridad se debatían en ambigua lucha contra la muerte. El cuarto bajo estaba atestado de cadáveres. Los últimos que se habían recogido, y que materialmente no cabían, veíanse tirados en el suelo, frente a la puerta, en el ángulo de dos viejos y anchos corredores. Aquella mañana, yo, Pascual Goya, presencié un espectáculo insólito. Me puse renqueando a pasear, por los escuálidos jardines, despacio, envuelto en mi sucio camisón gris, reponiéndome del asalto infructuoso que le hizo a mi cuerpo desmedrado la epidemia. Trataba de escapar un poco al ambiente de los salones, al cuadro macabro de cien cadáveres extendidos al lado de otros tantos agonizantes. Pero los jardines estaban también invadidos por sacos de paja, y en ellos perecían otras personas. Había un hombre congestionado por el alcohol en el que buscó valor para afrontar a la muerte, y otro que gritaba como un condenado porque le habían dado una cuchillada en el costado. Le pedí que me mostrara la herida, pero no tenía nada. Insultaba a los médicos y a los enfermeros, que no se apresuraban a poner fin a sus padecimientos. De pronto, mientras yo quería hacer de enfermero, la puerta que cerraba el cuarto de los cadáveres crujió siniestramente. Luego se abrió con violencia hacia afuera y un derrumbe de cosas descompuestas cayó sobre el corredor, sepultando a los que esperaban, allí, ojos vidriosos, lengua colgante, su hora de ser transportados al cementerio. Fue una rebelión de fantasía, una insubordinación de espectros, como si aquellos miembros hinchados pidieran su incorporación a la tierra, como una huelga espantosa, de cadáveres en marcha. Estaban reunidos los sexos, las edades, las categorías, desnudos todos, y al caer quedaron en las más grotescas posiciones. Un acre olor se esparció por el ambiente y asfixió todas las posibilidades de oxígeno cuando se movilizó, por la ley de la gravedad y por el crecimiento del contenido, aquella masa monstruosa.


En la ciudad

 

Esto pasaba en el hospital de San Juan de Dios, donde me hallaba recluido yo, Pascual Goya, con una larga herida sobre una pierna. Pero la ciudad entera habíase convertido en un vasto hospital. Una gran desolación flotaba sobre ella. Se había dispuesto que en cada casa donde hubiera un enfermo fuera izada una bandera, y la urbe presentaba un aspecto inédito con sus trágicos trapos al aire sobre los edificios. Los médicos, envueltos en abrigos, con pañuelos atados sobre la nariz enrojecida, corrían por las calles procurando llevar consigo algún alivio. Los servicios públicos estaban suspendidos. No había quien condujera los tranvías, y los aurigas, que sufrían resignadamente la derrota que les imponía el desarrollo del automóvil, caían desde sus pescantes sobre las ancas de los caballos pacientes y morían entre las ruedas de sus coches. Nadie se atrevía a salir a la calle, por el temor de regresar con el contagio para los suyos, o de no retornar jamás, pero el contagio llegaba, implacable, a todas las puertas. Los víveres no podían conseguirse, porque las tiendas estaban clausuradas. Los campesinos venían a vender sus productos y llevaban desde la ciudad hasta el agro el bacilo estúpido de la gripa. Algunos tampoco pudieron volver y se perdieron para siempre dentro del desorden tremendo de la ciudad. La policía, aquellos agentes que habían sobrevivido ya o los que aún no habían padecido la epidemia, andaban con camillas recogiendo enfermos para llevar al hospital, sin detenerse a averiguar nombres ni categorías. En el Parque de la Independencia había tres edificios, de pésimo gusto, que fueron afortunadamente demolidos, y que certificaban el énfasis que pusieron los buenos bogotanos en la celebración del centenario de la Independencia. En ellos instalaron hospitales de emergencia. Pero también allí los cadáveres se acumulaban, sin que nadie pudiera conducirlos a las fosas comunes. Gente distinguida se mezclaba con rufianes en la identidad del padecimiento, como después se reunirían también debajo de la tierra. Se constituyeron juntas de auxilios, que recogían cuanto pudiera ser útil en tamaña angustia. Los comerciantes ofrecían cobertores, géneros para sabanas, almohadas. Otras personas entregaban víveres o medicinas. Pero todo era insuficiente, porque no siempre había quién llevara esos preciosos recursos al lugar de su destino. En los barrios pobres, que comenzaban a formarse sin higiene, sin control, y sin preocupación distinta al negocio de los terratenientes que habían resuelto urbanizar, la cosa se presentaba con mayor gravedad. Las gentes humildes morían por centenares. Familias enteras, de nombres oscuros, desaparecieron en su totalidad. Y esto solo se supo después de la gripa, cuando se trataron de hacer recuentos, y se encontraron casitas abandonadas, abiertas, olvidadas. El hambre se reunía a la enfermedad para hacer más implacable la crueldad de los acontecimientos. Las juntas de auxilio desarrollaban muy difícilmente su eficacia, por la suspensión del transporte, por los problemas de la integración de las mismas juntas. No se hicieron estadísticas, pero se dice que no hubo familia donde no faltara un ser querido cuando la normalidad trató de restablecerse. ¡Y cuán lentamente fue volviendo! ¡Cómo se despejaba, con cautela, la ciudad de su luto, lanzaba sobre los pavimentos sus transeúntes y regresaba a su inquietud habitual! Yo, Pascual Goya, fui de los sobrevivientes que escaparon del hospital. Acaso el único sobreviviente, porque cuando la sonrisa iluminada por la hermana Dionisia fulgió de nuevo sobre el salón, todos los lechos mercenarios estaban ocupados por gentes nuevas, de caras sufrientes, que venían a ostentar sus llagas. Solamente en la cama número 76 reposaba yo, Pascual Goya, con mi rostro de siempre, un poco pálido, pero conocido. Y la hermana me saludó con ansiedad, como si volviéramos a vernos, por fin, después de un viaje interminable y peligroso.

 

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