Un Lugar para Ti

Narrativa y ficción de México: Satriani Durán

Tiempo de lectura: 5 minutos

SATRIANI DURÁN

(Guadalajara, Jalisco, 1995)

 

Satriani Durán Vázquez Nació el 14 de abril de 1995 en Guadalajara, Jalisco, México; estudió la Licenciatura en Derecho y la Licenciatura en Filosofía. Es autor de Sin Razón de Ser y Sin Nada Que Perder (2015), Cuentos, Mentiras y Poesías (2016), Morirse en México (2017) y De Calles, Casas, Bares y Moteles (2019). Ha publicado en distintos medios impresos y digitales en México, Colombia y España, y no ha ganado ni piensa ganar premios de concursos literarios arreglados, fraudulentos o amañados.

 

Cecilia

 

Te soñé anoche, Cecilia. Lucías tan guapa como siempre, con ese rostro tuyo tan sereno y ese pelo rubio de láminas doradas como las que atusan los altares de los templos. ¿En dónde estarás? Todavía recuerdo cuando te vi por vez primera; hay una foto que nos tomaron por ahí en redes. Me habían invitado a ver al dizque poeta más popular de Guanatos recitar sus pendejos versos, y tú salías con él y yo no lo sabía. Terminando el recital mientras él firmaba y los asistentes la cromaban satisfechos, yo me acerqué a ti, te pedí tu nombre y tu teléfono, de inmediato el lente de una cámara prendió el momento de nosotros juntos de un ocaso entre semana.

-Cecilia, Ceci, Ce-ci-lia, Cecilia…- Reiteraba, repetía, recordaba, insistía, volvía, revolvía, hacía y deshacía tu nombre en mi cabeza como quien se revuelca en una cama haciendo un desmadre revuelto entre sábanas blancas buscando las piernas fantasiosas de alguna chamaca apriorística.

Nos hablamos con los dedos por pantallas enviando besos, buscando fecha pa canjearlos en vivo. Fue así como decidimos vernos en Plaza Independencia un viernes por la tarde. La luz entera que quedaba de todo un día se fue restando cuando sumaban las palabras de una conversación tensa e incómoda. Al fondo del kiosco del patio en donde estábamos, una doña gorda le propone matrimonio a otra doña gorda con una cartulina verde fosforescente como las de sumbananas. Ella le dijo que sí, se abrazaron y se fueron. Nosotros nos movimos porque ya tenías que irte y antes de hacerlo te acercaste a mí para besarme y nos fundimos en la cálida noche tapatía.

Era genial escribirnos y sonreír de lejos y a escondidas en los recitales del pendejo ese que se sentía revolucionario. ¡Pobre puto!

Se ponía el sol y la luz entraba por las calles que eran ductos de bajada a la barranca y Cecilia brillaba con un aura celestial sentada allí, mirándome y sonriendo. Cada vez que nos veíamos nuestro arrebato era más tórrido e intenso, nuestros labios palpitantes y la saliva dulce que cataba de su lengua eran de alocar. Una noche de esas en Plaza Independencia, empezando el año, decidí acompañarla a tomar el autobús por la misma renegrida calle de Teodoro Flores, cuando hallamos el porche oscuro de la número 3323; nos sentamos en las gradas y nos tomamos uno al otro. Las manos iban azarosas de la nuca hacia el cuello, del cuello hacia los brazos y de ahí hacia su blusa blanca cuyo escote yacía atado con tres nudos. Entre acuciantes besos y harto calor, con una mano el primero deshice, después el segundo, y al final el tercero, en un suspenso delirante. Descubrí sus pechos con esa mano y sentía el latir tumultuoso y galopante de su sangre, y en chinga me pegué como el tilcuate a sus pezones queriendo beber de la ambrosía de su hermosura.

¡Qué belleza! La siguiente ocasión en que la vi acordamos encontrarnos en San Juan de Dios y de allí nos fuimos caminando hacia el Jardín López Portillo a achatar las nalgas en una de las bancas donde duermen putas e indigentes. Es el oasis del puteadero, la meca del cri-cri. Compran sus pipas de cristal, le entran duro, se dan la grasa y luego del aura se derrumban en convulsos estertores espumosos de rabia contenida. ¡Ponla de lado, pendeja! Le decían a la Chimuela cuando la Pelambres se pasó de corneta con el crico.

-¿No quieres ir a otro lugar más privado?- Le pregunté a mi Ceci cuando se asustó al ver a la perra envenenada tremulante y espumante apropiarse del concreto del jardín de vagos como yo. Me dijo que no. Pero me la llevé a una de las entradas ya cerradas del Centro Joyero. Buscábamos un lugar donde pudiéramos estar solos sin que llegaran a vendernos cosas robadas, mazapanes, piedra o putas, hallándolo entonces en las escaleras descendientes de una de las entradas del Centro Joyero de Occidente. Una vez abajo la cortina de acero, ya no hay quien se pare en esos rumbos de inframundo en la Plaza Tapatía. Nos sentamos, nos besamos y las manos fueron deambulando sin permiso por su torso que subyace encuerado bajo el manto de algodón. Le metí la mano al pantalón, por delante y por detrás, y que me para lo parao en seco: -espera, soy virgen.

¡Vaya! No me lo imaginaba ni remotamente y menos mientras la puta cámara de guardia se chutaba un soft porn conmigo y con mi Ceci que gemía muy bonito. Pero estaba bien, ella quería y yo también, tonses nos vimos después pa entregar el tesorito que no hallas en cualquier pinche vitrina.

Nos vimos en la estación Juárez del tren ligero, en la galería de arte, donde están las gradas de bajada hacia la línea dos, la que tomamos hasta Oblatos; una vez abajo del tren y arriba del andén (porque es subterráneo), caminamos por Orozco y Berra, y luego del Templo ovoide de la Providencia está el Motel del Encanto, ese que en los muros de sus cuartos numerados tiene unas figuras de yeso con formas de torsos desnudos y bien moldeados de putas en pelota, nos encerró juntos. Cecilia estaba muerta de los nervios ¡pero qué buena se veía! Hasta el que nos dio el número de alcoba me dijo que estaba bien chida y yo sólo asentí con taciturna sonrisa de alegría. El lugar era silencioso y las parejas vecinas gemían y pujaban discretamente: hmmm, hmmm, aj, aj, ay, au… ¡Que lenguaje vivo y soterrado vibra siempre aquí…cuánto aullido reprimido por decoro! ¡Ese Whitman! Putos mochos. Y luego llegaron al claustro nuestro, prestado, alquilado del placer, a cobrarse los 180 pesos por ocho horas y le dimos vuelta al torno contiguo a la puerta (con el que se comunicaban las monjas en los encierros suyos, impepinables, de cualquier roce inmundo con el mundo) por donde entran y giran 180 grados los condones, las toallas sanitarias, el cambio del billete grande, la comida preparada o los dildos latos colorinches.

Y les omito los detalles pornográficos.

Ella me dijo cuando le trajeron la botella con agua que no quería casarse y que su picador fuera un pendejo, así es que por eso estaba conmigo en ese momento, en ese lugar, donde el lecho percudido se tiñó de color sangre. Fue genial.

¡Ay, Cecilia! Me pongo acá nomás de acordarme; el dese se me entiesa bien mucho. ¿Qué estarás haciendo orita? Nos veíamos los domingos y nos íbamos al cuarto, hacíamos de todo y luego me charlabas de todo. Where did the years go?

Mi Ceci se me fue cuando supo que yo tenía novia y que a ella no la quería tanto. Luego siguió estudiando y se fue con un wey que le dijo que la quería y luego se casaron. No sé si le hizo lo que yo le enseñé pero lo que sí sé es que ella lo llamaba por mi nombre en las pocas veces que se corría con él. Era eso y luego la expresión «Rayos».

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